"Éste es Eduardo"
La primera vez que vi a Eduardo estaba junto a su mujer, su querida Concha, en el hall de un teatro. Dónde si no. "Éste es Eduardo", me dijeron. Sin apellido: no supe hasta más tarde que era él. Un hombre alto, distinguido, de modales exquisitos y trato cálido.
Por fortuna, aquel fue el primero de muchos encuentros a lo largo de los últimos años, casi siempre breves, pero frecuentes. Varias veces en el teatro, sentado junto a Concha y Mauro Armiño, también crítico y que se había convertido en su inseparable vecino de butaca; otras ocasiones en la intimidad de su casa, sentado en el salón ante pilas de libros o a su escritorio aplicado en la columna para EL PAÍS, preparando su intervención en La Ventana o, simplemente, consultando algo en Internet (pese a su edad, era muy amigo de las nuevas tecnologías).
A pesar de los avatares personales o laborales, Eduardo nunca perdió la ilusión por su trabajo. Como crítico teatral no lo ha habido más aplicado. No había función a la que faltara, a ser posible pasada la noche del estreno, rodeado de público real. Tampoco era infrecuente verle en alguna pequeña sala donde una joven compañía ilusionada echaba lo mejor de sí misma. No tomaba notas ni comentaba al salir de la función. "Nunca sé lo que voy a decir hasta que me siento al ordenador", confesaba. Pero no siempre escribía la crónica: sabía que un mal comentario podría ser más perjudicial que un discreto silencio.
Ante lo que nunca calló fue ante la mediocridad de los políticos y no cejó en denunciar cualquier síntoma de reminiscencia franquista. Su idea de la libertad era tan exquisita que rechazaba hablar de "tolerancia": le parecía que quien tolera se cree en posición superior al tolerado.
Es ya superfluo mencionar su afiliación republicana. Esta profunda convicción se convirtió en su firma y con ella logró no sólo la admiración sino también el cariño de toda una generación de personas progresistas que un día no tan lejano lucharon por la democracia. También le acarreó algunos enemigos, en ocasiones muy ruidosos. Ante ellos, su respuesta fue siempre la misma: argumentos y elegancia. La esencia misma de Eduardo Haro Tecglen.
Fernando de Luis-Orueta es redactor de ELPAIS.es
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