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Necrológica:
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

El Rey de Cannes

Muere a los 70 años Ángel Fernández-Santos, centro de referencia de la crítica cinematográfica

Fue una despedida a lo grande. Comió como una lima (sus tres platos de rigor, mañana y noche); bebió como un chaval (cerveza de presión y el vino que viniera); se rió como un enano con la pandilla de casi siempre (Boyero, Oti, Heredero, Bonet, Hermoso, González Macho y El Morita, de mozo de espadas); habló de poesía (escribía en secreto y algún día encontraremos el escondrijo); recitó a Rimbaud y Baudelaire; disfrutó mirando de reojo a las mejores señoras del mundo ("aquí vienen las mujeres más caras del Mediterráneo, desde el Líbano hasta Gibraltar, y todas las modelos y aspirantes a estrellitas")...

Este año, para el que fue su último festival (él lo sabía de sobra, pero no lo decía), se buscó un hotelito más cerca de la Croisette para ir y venir andando a ver las películas, sin ahogarse por la disnea; defendió a Almodóvar de los colmillos afilados de la tertulia hispana ("es un genio y la peli es negrísima y durísima"), estuvo totalmente seductor con la poeta italiana que alguien incorporó alguna noche (le prometió incluso mandarle un poema para su revista) y presumió de nieta cada vez que tuvo ocasión (hasta le guardó con un cariño desarmante el dossier de Shrek 2, en cuyo pase se rió a carcajada limpia: "Cuando vuelva a Madrid tengo que llevar a mini Elsi a verla. En cuanto la estrenen".

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Así fue más o menos el último Cannes del último Rey de Cannes, del último crítico-autor, de uno de los periodistas más sabios, cultos, elegantes, amables y simpáticos que he conocido.

Ángel Fernández-Santos era una institución en Cannes, en Venecia, en Berlín. Toda Europa (y todas la major de EE UU) sabía de su ojo infalible para detectar el genio y la poesía, de su honestidad a prueba de bombas, de su inteligencia para anticipar el éxito o la ruina, de su olfato para encontrar joyas escondidas y baratas y darles el espacio y el vuelo que merecían, y de su capacidad para distinguir el camelo de la obra duradera y la estafa del arte auténtico.

Todos conocían también la extraordinaria forma que tenía de llevar al papel los juicios más arriesgados, los pensamientos más complejos, y para señalar los balbuceos y los puntos negros de las películas. Todo eso que se puede resumir en las palabras inteligencia y generosidad, le había convertido en un referente no sólo de la crítica española sino internacional, en un tótem de la sabiduría cinematográfica.

Pero más allá de todo eso, fuera del papel, era un tipo absolutamente único, y verle moverse por Cannes, un verdadero espectáculo: saludaba a sus clásicos entre el enjambre de plumillas desorientados, elegía los mejores restaurantes y los mejores platos con precisión exacta, sabía por qué ésta o aquélla película había sido programada, se dormía cuando se tenía que dormir, y detectaba las reacciones del público con una visión de entomólogo. Pero la escena cumbre del Rey de Cannes era la que protagonizaba cada mañana a las ocho, cuando aparecía media hora antes que todos los demás en su sala Debussy (en la que mejor se oye y mejor se ve del mundo con mucha diferencia). Llegaba cargado con una bolsa de plástico llena de periódicos franceses ("Le Figaro, es el mejor y el más rápido desde hace cuarenta años"), bajaba las escaleras, saludaba a los acomodadores y se sentaba en la primera butaca de la primera fila, a mano derecha. Los años, el triperío y la angustia de la falta de nicotina le habían dado un aspecto entre Hemingway, Orson Welles y John Ford, así que ocupaba su asiento con la autoridad de un juez y la bohemia de un joven aficionado (le gustaba levar una camiseta antigua y raída del festival), y empezaba a leer y a recortar piezas con las manos mientras recibía los saludos de los popes del cine europeo con una sonrisa socarrona, rechazaba invitaciones a festivales insensatos y postizos, e iba rumiando las 90 líneas diarias en su cabeza prodigiosa de capitán Achab, con la mirada pícara y dulce del que lo ha visto todo pero aún no ha perdido la inocencia y el encanto.

Genio sin darse importancia, compañero maravilloso sin presumir, prueba viviente de que la honestidad personal es la única ética posible y símbolo de la autoexigencia en la escritura y el estilo, la pasión y la experiencia como modo de pagar la ilusión de los lectores de periódicos, el insobornable Angelito sólo tenía un defecto: su timidez austera y castellana, su complacencia por la vida sencilla y los pequeños placeres, su absoluta falta de ambición y malicia, que nos privó de un guionista genial, de un poeta eminente y de un novelista de fábula. Claro, que si lo pensamos bien, todo eso es justamente lo que fue durante todos estos años. Un escritor mayor disfrazado en el anonimato del periodista para no tener que aguantar palmadas en la espalda, pelmazos aduladores, productores embaucadores y estrellas en busca de fama. Así, ahora lo sabemos, mantuvo su independencia hasta el final, tan limpia como el primer día, y despellejó sin tener que nombrarlos a los imbéciles que se empeñaban en convertir el arte del cine en un escaparate y una estulticia exhibicionista y vacía.

Cuenta su hija Elsa que estos últimos días, mientras su corazón enorme se fundía en negro, Ángel hablaba en francés. Quizá estaba dictando la última crónica para Cahiers du cinéma (el tío era capaz de dictar tres folios del tirón sin mirar más que unas pequeñas notas tomadas a vuelapluma durante el pase). Quizá estaba despidiéndose de sus amigos de Cannes, o recordando el diálogo de su fugaz romance con Catherine Deneuve, o repitiendo uno de las frases de la última película de su adorado Godard. Sea lo que fuere, lo único que se puede agregar, como pasaba siempre, es chapeau Angelito.

Ángel Fernández-Santos en una imagen de archivo.
Ángel Fernández-Santos en una imagen de archivo.EL PAÍS

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