La batalla del cine contra el olvido
Del recuento de tareas que el cine tiene encomendadas desde que lo inventaron a finales del XIX, hay una que no sólo se mantiene intacta desde hace más de un siglo, sino que gana cada día en relieve y en pureza. Es la condición de memoria de las cosas, inherente a la imagen cinematográfica esa cualidad de imagen imperecedera que proporciona al cine un lugar esencial entre los filones abastecedores de la historia del siglo XX. La guerra del cine contra el olvido humano viene de antiguo. Es terca, irrenunciable, y la obra del cineasta chileno Patricio Guzmán llena una de sus últimas y más emocionantes batallas, la batalla de Chile.
El cine de Patricio Guzmán es un vasto retablo de la tragedia del Chile moderno, un país aplastado en los años setenta por un golpe militar genocida de crueldad, severidad y proporciones escalofriantes. Este golpe turbó y perturbó al mundo durante dos décadas, pero hay algo en los tiempos que ahora corren que está abriendo paso a formas cada vez más cínicas de debilitamiento de la memoria histórica, de manera que aquella tragedia colectiva chilena ofrece ahora los primeros y alarmantes indicios de estar mordida por el olvido.
'Salvador Allende' es un documento de extraordinaria fuerza evocadora
Y es ahí -ante estas primeras tentativas de enterrar bajo la memoria lo que fue aquella revolución chilena que hizo saltar las zarpas genocidas del Ejército de Augusto Pinochet- donde vuelve a sonar el runrún de la cámara de Patricio Guzmán, que trajo ayer a Cannes, a la sección oficial fuera de concurso, su Salvador Allende. Se trata de un documento de extraordinaria fuerza evocadora, un insólito ejercicio de cine documental introspectivo, en el que Guzmán conmemora desde rincones de su memoria íntima los momentos de gloria y de muerte del presidente Allende y lo que su figura tuvo de punto de encuentro con la soñada esperanza de una fusión entre socialismo pleno y plena democracia.
El filme es conmovedor, elegante, poderoso. Deja ver detrás de su cadencia de montaje la mano de un maestro en esta tarea del cine embarcado en su hermosa batalla contra el olvido. El Allende de Guzmán tiene algo, quizá mucho, de fantasma íntimo, pero esta calidad lírica que adquiere Allende como político le proporciona una carga añadida de verdad y de cercanía como personaje. En Salvador Allende hay no sólo una resurrección del legendario figurón político revolucionario, sino incluso una creación del desconocido hombre que vivió y murió dentro de él. Y que ahora Guzmán nos invita -y lo consigue- a hacerlo cosa nuestra, historia íntima, vivida y a prueba de olvido.
Al magnífico documento de Patricio Guzmán le dio la réplica una pura y no menos magnífica ficción extraída de un lejano y terrible cimiento verídico. Es la película japonesa Nobody
knows, escrita y dirigida por Kore-eda Hirokazu, que lo ha tejido con hilos procedentes de un doloroso y desconcertante suceso ocurrido hace 16 años en Nishi Sugamo. Es ciertamente un filme desequilibrado por su excesiva duración, pues le sobra media hora de reiteraciones poco o nada expresivas. Pero hay auténtica hermosura e inteligencia en la severa calma de su secuencia, que nos abre de par en par, con inesperada y apasionante luminosidad y sin la menor carga de morbosidad, la abominable tragedia de los cuatro célebres niños de Nishi Sugamo, que fueron abandonados por su madre y de los que se hizo cargo Akira, el niño mayor, de 12 años, que alimentó y organizó la familia hasta la muerte de la hermana pequeña, que fue enterrada con sus propias manos por el hermano mayor, lo que permitió a la policía detenerle y deshacer esta sorprendente y desde la óptica del adulto inaceptable familia sin adultos.
Lo esencial de este tremendo suceso podemos encontrarlo en la pantalla abierta y fraternal de Kore-eda, que añade un despliegue lleno de delicadeza y de ternura a la ficción de la vida diaria de los cuatro niños que forman tan insólito grupo familiar. Y hace un trabajo de tan complicada especie con emocionante facilidad e incluso llaneza. Hay gran cine en este amargo filme que lleva dentro un violento, pero no virulento, rechazo de las sociedades en que el niño se ve obligado a organizar su existencia cotidiana. Son sociedades, entre ellas las de este lado del mundo, en las que el abandono del padre y, tras él, el de la madre a los hijos es pan amargo de cada día. Afirma Kore-eda que los niños y los grupos de niños abandonados en Japón se está convirtiendo en un asunto preocupante. Pero lo singular y lo inimitable de esta película de Kore-eda es su gozoso acto de coraje, que le hace sostener en la pantalla como acto posible y verosímil a la negativa de los niños protagonistas a integrarse en la sociedad de los adultos, de la que huyen como se huye de los cementerios. El final del duro filme, en el que los niños avanzan escaleras arriba a vivir su propia vida en su propio territorio, es uno de los más sutiles finales felices que cabe imaginar.
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