Michael Moore gana la Palma de Oro
La china Maggie Cheung y el niño japonés Yagira Yuuya obtienen los premios de interpretación
El filme documental y de lucha política Farenheit 9/11, del cineasta estadounidense Michael Moore, ganó anoche entre largas ovaciones unánimes la Palma de Oro, máximo galardon del festival de Cannes, sin duda la más alta distinción a que puede aspirar hoy un cineasta. El filme de Moore se estrenó aquí hace una semana envuelto en un apoyo ambiental que rozó el entusiasmo y fue sancionada por continuos ecos del acuerdo con las posturas de combate anti Bush, que el filme está despertando en su propio país.
No ha sorprendido por ello la concesión de la Palma de Oro a este inteligente, y en algunos aspectos temerario, alegato contra George W. Bush por parte de un cineasta francotirador de cámaraaguda de insobornable. El filme que era ambientalmente considerado aquí como el más merecedor de la Palma de Oro, que era 2046, del chino Wong Kar-wai, fue desplazado por Farenheit 9/11 sin que se oyese la más mínima disidencia en la enorme sala Debussy del Palacio de La Croisette, donde se apilaban anoche un par de miles de periodistas procedentes de todo el mundo.
El filme de Moore se estrenó aquí envuelto en un apoyo ambiental que rozó el entusiasmo
Fueron igualmente aplaudidos los premios de interpretación, que mostraron tacto y sensibilidad en un jurado que supo distinguir las extraordinarias calidades de los premiados. Fue considerado mejor actor el niño japonés Yagira Yuuya, protagonista del magnífico filme Nobody knows. El premio a la mejor actriz distinguió el excepcional trabajo que la eminente intérprete china Maggie Cheung lleva a cabo en Clean, notable filme del francés Olivier Assayas.
También creó acuerdo y recibió una sonora ovación el Gran Premio del Jurado, considerado el segundo en relevancia tras la Palma de Oro. Fue destinado a la película coreana Old boy, una obra de tremenda dureza y negrura que lleva dentro uno de los más radicales e inquietantes diagnósticos que el cine reciente ha hecho sobre las conexiones entre violencia y vida cotidiana en las sociedades actuales que están en vías de desarrollo o lo han encontrado.
También fue aplaudido con generosidad y unanimidad el premio al mejor guión, que fue a parar a las manos de dos extraordinarios escritores de cine franceses, Agnès Jaoui y Jean-Pierre Bacri, autores de la excelente Comme une image
. En cambio, el premio a la mejor dirección -o, en terminología francesa, a la mejor puesta en escena-, a Tony Gatlif por su filme Exils, topó bruscamente con algunas sonoras rechiflas de una parte del público de la sala Debussy, mientras el resto callaba o aplaudía sin aires de convicción. Este reparto de respuestas del público parece decirlo todo acerca de la condición desequilibrada de una película que combina y mezcla rasgos interesantes con otros que no tienen el menor interés, además de padecer cojeras de ritmo y caídas en una visión inane y folclorista, aunque sea de pasada, del mundo gitano andaluz.
Y queda, por último, la confluencia, en el llamado Premio del Jurado, donde éste mete lo que no le cabe en los anteriores capítulos, de un pleno acierto y de un estruendoso disparate. El acierto, que sin duda lo es de lleno, fue premiar a la maravillosa Irma P. Hall por su arrolladora actuación en The Ladykillers, de los hermanos Coen; y el disparate en hacérselo compartir con la infumable empanada thailandesa Tropical Malady, del impronunciable Apichatpong Weerasethakul, que en algunos aspectos está situada bajo mínimos profesionales y echa un absurdo borrón en una lista de premios, que podía haber sido limpia.
El jurado internacional que eligió las películas y los cineastas premiados anoche estaba presidido por el guionista y director estadounidense Quentin Tarantino, y formado por la escritora norteamericana Edwidge Danticat, la actriz francesa Emmanuelle Béart, la actriz estadounidense Kathleen Turner, la actriz británica Tilda Swinton, el director chino-hongkonés Tsui Hark, el realizador estadounidense Jerry Schatzberg, el crítico cinematográfico finlandés Peter von Bagh y el actor y guionista belga Benoît Poelvoorde.
Los únicos premios no oficiales que tienen relevancia de noticia y alcance mundial dentro del foco irradiador en que anoche se convirtió Cannes son únicamente dos. El primero es, sin duda, el Premio de la Crítica Internacional, o Premio Cipresci, que también fue a parar a las manos de Michael Moore y su Farenheit 9/11. El segundo es el Premio Ecuménico, que tiene cada día mayor consistencia y que este año distinguió a Diarios de motocicleta, de Walter Salles, por su empleo de tradiciones y convenciones del género road movie para hacer un vivo retrato del descubrimiento por el joven Ernesto Guevara de la opresión que se vivía en la Suramérica de 1952 y que es el origen del futuro icono revolucionario que luchó contra problemas sociales y políticos que aún siguen ahí, sin resolver.
Cerró el largo desfile de proyecciones en las pantallas de La Croisette la película estadounidense D-lovely, que quiere ser un retrato musical del célebre músico Cole Porter. Los intérpretes son dos rostros del mejor Hollywood, Kevin Kline y Ashley Judd, que afrontan la dura tarea de una misión imposible en las estrecheces de esta película: dar vida al tormentoso matrimonio de Cole y Linda Porter, en el que el genial compositor de algunas de las canciones depositarias de sonidos universales del siglo XX dejó ver una personalidad contradictoria y conflictiva.
En D-lovely, Porter evoca su pasado a la manera de un filme musical, materializando en la pantalla su recuerdo de los personajes y acontecimientos que dejaron huella en el libro de su vida. Asunto, como se ve, ambicioso y complicado, ante el que el buen productor y vulgar director Irving Winkler se muestra incapaz de arrancar algo de la luz y el fuego que esconde.
Mal broche para un festival que quiere buscar, y no los encontró este año abiertos, nuevos caminos formales, nuevos criterios de selección de películas y nuevos nombres de cineastas que intenten y logren recorrerlos. En su toma de la temperatura de la producción mundial de esta primavera, el Festival de Cannes deja entrever que se ha topado este año con una inquietante sensación de estancamiento, de inmovilidad y esclerosis imaginativa. No es éste un indicio nuevo, ya que asomó en otras recientes ediciones de este por lo general certero termómetro, pero su reiteración comienza ya a sonar en forma de alarma.
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