Lecciones de cine radicalmente opuestas
La sal, la inventiva y la vitalidad de un festival de cine se perciben sobre todo en su ingenio y su audacia para hacer acuerdos amistosos entre visiones del cine que poco o nada tienen que ver entre sí, que son incluso opuestas. En esto, los programadores de Cannes son insuperables. Saben que tienen poder para sancionar como coherentes cosas que suenan a disparatadas, y lo ejercen. Ayer programaron en sesión continua las últimas películas del bosnio Emir Kusturica -titulada con desbordamiento La vida es un milagro- y del iraní Abbas Kiarostami, discretamente escondida detrás del título Cinco. Ambas películas son tan de sus creadores que incluso sus títulos dejan ver lo que se mueve dentro de ellas.
En La vida es un milagro se mueve de nuevo el exaltado hormiguero que Emir Kusturica esconde debajo de sus célebres greñas de niño rebelde y consentido, que voló sobre las miserias de la vieja Yugoslavia sin perder nunca su asombrosa elocuencia y sin que se le helara nunca la fuente de las ocurrencias que llenan su cine de esquinas inesperadas, de recovecos inimaginables, de giros de sueños negros, de blancos brotes de magia y, sobre todo, de astucia sin límites. La película es fiel hasta lo excesivo y lo chocante con el cine que ha hecho mundialmente conocido a este rockero frustrado que sigue durmiendo a la sombra de Lou Reed.
Y que se imita a sí mismo con un desparpajo insuperable, porque hay en La vida es un milagro todos los elementos de una antología personal del cineasta de Sarajevo -que no ha vuelto a pisar su ciudad: "No volveré nunca donde quemaron mi casa", dijo una vez-, y es por eso una película que parece diseñada para competir aquí, en el Festival de Cannes. Kusturica ganó dos veces la Palma de Oro -en 1985 con Papá está en viaje de negocios y en 1995 con Underground- y no es en absoluto disparatado que este año pueda ganar la tercera, porque su filme salta hacia atrás por encima de la abusiva e imprecisa Gato negro, gato blanco y retrocede, por todos los síntomas de forma perfectamente calculada, en busca de lo más distintivo de aquellos dos filmes ganadores de la Palma de Oro. Ni con tiralíneas se puede rotular más nítidamente por dónde va la ambición de una película metida en este concurso. Kusturica se imita a sí mismo, pero lo hace con tanta soltura, sagacidad y precisión que parece inventarse, encontrarse consigo mismo por primera vez.
En los antípodas de Kusturica, Abbas Kiarostami abrió al mundo hace dos décadas el prodigio creador de las diversas escuelas del cine de Irán, forjadas a cielo abierto en las calles de Teherán, con presupuestos de producción arrancados de los bolsillos de los cineastas. Las películas de Kiarostami fueron la punta de lanza de ese movimiento, pero en los últimos años -desde su triunfo aquí, en Cannes, con El sabor de las cerezas, y su prolongación en El vi ento nos llevará- el que fue maestro omnipresente se hizo de pronto un escondido, casi un desaparecido. Se lo tragó probablemente la coherencia de su trabajo, que le obligó a dar la espalda al cine narrativo y al cine espectáculo para entrar en la dinámica secreta de los cineastas embarcados en busca de nuevos territorios y nuevos itinerarios para el lenguaje cinematográfico. El experimento en toda su pureza.
Hace un par de años, Kiarostami dio a las pantallas un experimento llamado Ten, que no obtuvo apenas eco. No fue totalmente satisfactorio ni para él mismo. Busca Kiarostami una forma de construir un filme sin montaje y ha traído a Cannes una obrita en la que cree haberse aproximado a ese apasionante grado extremo de despojamiento, fuera ya de toda busca de ficción e incluso de significación.
Un cierto equilibrio entre ficción y realidad es clave para mirar y aprender a ver el primer tramo de la obra de Abbas Kiarostami. Pero ahora, en el nuevo rumbo que experimenta su cine tras El sabor de las cerezas, el cineasta iraní abandona de manera completamente radical la ficción y no deja en la pantalla ni el menor rastro de estructura narrativa. Propone un cine de instantes que busque la transformación directa del tiempo de la vida en el tiempo de la pantalla.
Su Five dura una hora y catorce minutos, y se compone de cinco tomas de realidad de alrededor de doce minutos cada una. Son éstas: una, la cámara acompaña a un trozo de madera con el que juegan las olas al borde de la playa; dos, gente pasea junto al mar; tres, formas indistintas sobre una playa invernal, un grupo de perros, una historia de amor; cuatro, patos y más patos atraviesan el encuadre en una dirección, en la otra; cinco, el mar, la noche, la luna, concierto de ruidos, suena la tormenta, llega el alba.
¿Qué queda al fondo de estas tomas de realidad? ¿En qué se resume esta sorprendente aventura estilística? Tal vez estamos en el primer balbuceo de una nueva forma de construcción de poesía visual.
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