Así fue la tormenta geomagnética más intensa jamás registrada, que llevó auroras hasta al sur de Canarias en 1872
La erupción solar que provocó el evento Chapman-Silverman fue para muchos un heraldo divino del fin del mundo
“El domingo al amanecer apareció este hermoso fenómeno celeste, haciendo el vulgo mil comentarios sobre su resplandor. A pesar de haber sido bastante estudiada la aurora boreal, ninguno de los astrónomos ha podido precisar las causas de su aparición; sin embargo, esta vez, no falta quien ha dicho que predestinaba la muerte de la dinastía de D. Amadeo y grandes fiestas de pólvora en la próxima primavera”, decía un breve de El Eco del Bruch el 11 de febrero de 1872. El texto del diario carlista se refería a una serie de auroras vistas el domingo anterior, día 4. El redactor aprovechaba el impacto que produjo en las gentes para atacar a Amadeo I, el rey puesto por los liberales. Ahora, 151 años después, la revisión de centenares de registros históricos como el de este periódico ha permitido estimar la intensidad del fenómeno que provocó tal espectáculo visual. Los autores de la revisión lo han denominado evento Chapman-Silverman y fue, dicen, el más intenso jamás registrado.
Entre las 9:00 y las 10:00 hora universal (TU) del 3 de febrero de 1872, se produjo una eyección de masa coronal desde un conjunto de manchas solares. A las 14:27 TU del día siguiente, una tormenta solar zarandeó el campo magnético de la Tierra. La intrusión fue tal que dejó fuera de servicio o con serios problemas de funcionamiento el servicio telegráfico de casi todo el planeta. El físico Raoul-Pierre Pictet, reconocido por sus trabajos sobre la licuefacción de los gases, estaba en El Cairo (Egipto) aquel mes de febrero de 1872 y dejó escrito: “Regreso de la [oficina] de telégrafos donde recopilé la siguiente información sobre los fenómenos eléctricos que ocurrieron ayer por la tarde... era difícil comunicarse con Jartum... Los dispositivos estaban parloteando ellos solos... Las corrientes de tierra impedían el servicio y los empleados estaban totalmente confundidos...” Mientras, en el Cronicón Científico Popular del ingeniero español Emilio Huelin se puede leer: “Las perturbaciones ocurridas en las líneas telegráficas se percibieron generalmente al mismo tiempo local en Italia, Francia, Alemania y América”.
El relato de Pictec desde Egipto es uno de los documentos recopilados por un grupo de investigadores liderados por Hisashi Hayakawa, científico de la Universidad de Nagoya (Japón), y el veterano investigador Sam Silverman, fallecido antes de que se publicaran los resultados de su trabajo. El texto de Pictec prosigue con el relato: “Ayer por la tarde, la oficina de El Cairo recibió un despacho preguntando qué era el gran resplandor rojo que se veía en el horizonte y sospechando de un gran incendio. La línea telegráfica no continúa más al sur, más allá de Jartum, pero es probable que esta aurora se haya visto también hasta Gondokoro, a 5° de latitud norte...” Que en casi todos los relatos se describa una aurora en tonos rojizos no es extraño. El color de las auroras depende de los elementos (oxígeno, hidrógeno, nitrógeno...) de la atmósfera con los que interactúan las partículas solares. Esa desviación al rojo ayuda a confirmar que las auroras se vieron muy cerca del ecuador.
A Hayakawa y otros científicos les cuesta creer que una aurora boreal bajara hasta Gondokoro, en el sur de Sudán y a esos casi cinco grados del ecuador. Nunca se ha registrado algo así. La Tierra, con su núcleo de hierro y girando, es un gigantesco imán que genera su propio campo magnético. La magnetosfera protege de la radiación viento solar al planeta y toda la vida que hay dentro, pero el escudo es mayor cuanto más cerca del ecuador. Por eso, en condiciones normales, las auroras solo se producen en los polos o latitudes más altas del globo. Pero si una tormenta solar llega con la suficiente intensidad, pueden producirse en latitudes medias, en Europa central, América del Norte o Asia central. Pero para que vayan más allá del Sáhara deben ser especialmente intensas.
“En España también se vieron, incluso en Cádiz, Azores y Canarias”, cuenta Hayakawa, primer autor de esta investigación que cuantifica por primera vez lo que pasó el 4 de febrero de 1872, publicada en The Astrophysical Journal. En los Anales del Puerto de la Cruz (Tenerife), recopilados por José Agustín Álvarez Rixo, de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, se puede leer una breve línea: “Febrero 4. A primera noche se percibió una aurora boreal hacia el norte, noroeste”. La edición del día siguiente, el diario republicano federal editado en Barcelona, La Independencia, contaba: “Ayer, sobre las cinco y media se presentó una hermosa aurora boreal que llamó la atención pública y en particular de los inteligentes en estos fenómenos. Al principio formó un arco que se estendía (sic) desde Noroeste a Nordeste, estendiéndose (sic) por momentos hacia el zénit...” De ser así, aquellas auroras no se vieron en el horizonte (como sucedió en el evento Carrington de 1859, uno de los mayores de la historia) sino sobre las cabezas de los españoles.
“Al principio formó un arco que se estendía (sic) desde Noroeste a Nordeste, estendiéndose (sic) por momentos hacia el zénit"Parte de la noticia dada por el periodico republicano federal editado en Barcelona, 'La independencia'
El profesor de educación secundaria en la escuela Henrique Medina de Esposende (Portugal) José Ribeiro, coautor de la investigación, ha recopilado la mayoría de registros portugueses y españoles que usaron Hayakawa y Silverman. Aunque la mayoría se limitan a recoger el fenómeno o usarlo para atacar, como hizo el periodista de El Eco del Bruch, Ribeiro destaca que “según los artículos periodísticos, algunas personas temían el fin del mundo o a la guerra”. A eso pudo contribuir, añade, “que en octubre de 1870 se produjera otra gran aurora boreal que coincidió con la guerra franco-prusiana y la inestabilidad política que se vivía en España en aquel momento”. Poco después el rey Amadeo abdicó, llegó la I República Española y se reanudaron las guerras carlistas.
Hayakawa y una veintena de expertos en estos eventos se han apoyado en estas crónicas para hacer un mapa de hasta dónde llegaron las auroras del evento Chapman-Silverman. La lógica de esto es que, cuanto más cerca del ecuador fuera observado, mayor intensidad debió tener. Si hubo auroras boreales en Tobago (Caribe), Sudán y sur de India y australes tan al norte como Madagascar o Australia, la tormenta geomagnética debió ser de las más intensas. Pero la prueba definitiva la deben aportar los observatorios que vigilan el sol y los campos magnéticos que hay repartidos por el planeta. Entonces no había tantos como hoy, lo que complicó la búsqueda. Pero en 1872 había uno en Colaba, frente a Bombay (India), montado décadas atrás por los británicos. Su magnetograma de aquel impacto muestra un valor Dst (siglas en inglés de tiempo de perturbación de la tormenta) de -834 nanoteslas (nT). Este valor es casi el doble del registrado por la tormenta de febrero de 1989, la más intensa de la era electrónica. Hasta ahora las dos mayores jamás registradas, fueron el evento Carrington, en 1859, y el evento de la Estación Central de Nueva York, en 1921, llamado así por el impacto que tuvo en la ciudad neoyorkina. El evento Chapman-Silverman tuvo un valor Dst aún más bajo. “Este evento fue al menos comparable o incluso más extremo que la tormenta Carrington de 1859″, sostiene Hayakawa.
Víctor Manuel Sánchez es profesor de Física de la Tierra en la Universidad de Exremadura y ha investigado decenas de tormentas geomagnéticas históricas. Sobre el índice Dst, explica que mide la perturbación de la magnetosfera: “Cuando se produce una intrusión solar, hay una depresión en el campo magnético”. Sánchez añade que actualmente, “el índice Dst se mide usando cuatro observatorios lo más cercanos posible al ecuador, en esta ocasión solo contaban con el magnetograma de Colaba”. Eso lleva al científico a considerar arriesgado afirmar que el Chapman-Silverman fue mayor que el Carrington, “pero sí está en el mismo orden de magnitud”, detalla. En lo que sí coincide con Hayakawa, con el que ha trabajado en diversas ocasiones, “es en la observación de auroras más hacia el ecuador que las producidas durante el evento Carrington”.
La única tecnología de base electromagnética que habían inventado los humanos tanto en 1859 como en 1872 era el telégrafo. La iluminación electrica, el teléfono, las redes de radio y la electrónica estaban aún por llegar. No digamos, la televisión, los satélites o Internet. “Una tormenta tan intensa como aquellas perturbaría las redes eléctricas, los sistemas de comunicaciones y las operaciones de los satélites. Como forman la infraestructura básica de nuestra civilización, nuestra vida puede volverse algo más incómoda de lo habitual”, recuerda Hayakawa. A principios de este año, “una tormenta geomagnética menor inutilizó unos cuarenta satélites de Starlink [la constelación de Elon Musk], la tormenta Chapman-Silverman fue al menos un orden de magnitud mayor que esta última”, recuerda el científico japonés.
La experta en meteorología espacial de la Universidad de Alcalá de Henares, Mª Elena Sáiz, detalla lo que sucede durante un evento de estas características: “En una tormenta solar se producen tres tipos de cosas. Una es la radiación electromagnética, que tarda en llegar a la tierra entre siete y ocho minutos” Su impacto, en la ionosfera, afecta a las ondas de radios, que usan esta capa para su propagación. “Otro elemento son las partículas energéticas solares. Cuando se produce la fulguración, uno de sus productos son partículas muy energéticas”. Son diferentes al viento solar que de forma contante llega desde la estrella. “Y luego están lo que llamamos eyecciones de masa coronal. Además de la fulguración, se expulsa plasma solar y eso es lo que impacta contra la magnetosfera terrestre, entrando partículas dentro de la magnetosfera”. Un documento de la NOAA, la Adminitración Nacional Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos, cifraba en más de mil millones de toneladas la cantidad de plasma eyectado durante una tormenta de esta clase.
“Cuando el campo magnético cambia y cuanto más rápido cambia, más importante es el efecto”, dice Sáiz. Durante la tormenta, “se producen corrientes que llamamos inducidas geomagnéticamente y toda la Tierra es un conductor”, recuerda. Esas corrientes pueden entrar por los neutros de todo tipo de transformadores eléctricos. “Hay más armónicos, se producen inestabilidades en el sistema y al ser una red conectada se va trasladando a estaciones y subestaciones de alta tensión. En un momento dado puede que se produzca el colapso”. Más allá de la electricidad (aunque casi todo depende de que siempre haya) habría problemas en las comunicaciones, la propagación de ondas de radio o la conexión con los satélites. Y más allá de los humanos, cada vez hay más evidencias del impacto de estos eventos en la vida animal, en especial en las especies que usan el campo magnético para orientarse, como aves o cetáceos. De hecho, algunos trabajos ya han relacionado eventos como el de Chapman-Silverman con algunos de los varamientos de ballenas y delfines.
Puedes seguir a MATERIA en Facebook, X e Instagram, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.