Una lechuza sobrevuela Kiev en plena guerra en una investigación contra una peligrosa bacteria
Un proyecto español rastrea a estas aves para usarlas como vigías de explosiones demográficas de roedores y con ellos de la tularemia, una enfermedad grave
La noche del 23 de marzo una lechuza campestre (Asio flammeus) que venía de los campos de Castilla sobrevoló los cielos de Kiev. Probablemente, oyera las alarmas o le sorprendiera el fogonazo de algún misil o de las defensas antiaéreas. Dos días antes hizo parada en la frontera polaca y, según el GPS que lleva en el lomo, el 24 de marzo dejó Ucrania adentrándose en territorio ruso. Tras unos días sin levantar el vuelo, al cierre de este artículo (siete de abril) ya había llegado a Kazajistán. Si los científicos que la rastrean están en lo cierto, dentro de unas semanas podría haber un plaga de topillos en las estepas de este país de Asia central. Y, con ellos, el riesgo de un brote de una enfermedad potencialmente grave para los humanos, la tularemia.
La bacteria Francisella tularensis es el agente causante de la tularemia, una enfermedad infecciosa emergente. Identificada hace apenas un siglo, para los humanos es tan contagiosa que bastan 10 bacterias para enfermar a un individuo. Por ello es de declaración obligatoria y es vigilada por su posible uso como arma bacteriológica. Los casos menos graves recuerdan a una fuerte gripe. Pero en los peores, en especial si el sistema inmunitario está comprometido por una afección previa, puede provocar la muerte. Su reservorio original eran los lepóridos. De hecho, también se la conoce como la fiebre de los conejos. Pero también infecta a los roedores. Hay uno en particular temido tanto por los agricultores como por los responsables de salud pública, el topillo. De pequeño tamaño, como si fueran ratones con sobrepeso, los topillos (Microtus arvalis) protagonizan estallidos demográficos cada tres o cuatro años, desembocando en una plaga para los cultivos. Son tantos que la F. tularensis se propaga con tal rapidez que provoca el colapso de las poblaciones. Mientras tanto, pueden transmitir la enfermedad a campesinos, cazadores, excursionistas... por contacto o simplemente por respirar el polvo contaminado por el patógeno. Aquí es donde Tina y otras lechuzas entran en la historia: se alimentan de topillos y van allí donde hay muchos. Podrían ser auténticas aves de mal agüero o, mejor, vigilantes.
El profesor de zoología de la Universidad de Valladolid Juan José Luque es el investigador principal del proyecto BOOMRAT. Financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación, tras este acrónimo y onomatopeya está una investigación sobre fluctuaciones de la población de roedores silvestres y salud pública. Su objetivo es detectar a todos los actores que intervienen en la conexión entre bacterias como la F. tularensis y los roedores: mamíferos depredadores, insectos vectores como tábanos y garrapatas o el papel de las aves. “La clave está en la ecología. Hay un vínculo estrecho entre los topillos y estas rapaces. Las lechuzas campestres solo comen topillos. Van a los países nórdicos, al este de Europa, a Libia... buscándolos. Son como centinelas”, dice Luque.
Ese vínculo es el que quieren desentrañar ahora. Por eso, los ornitólogos del proyecto llevan varios años colocando dispositivos de seguimiento por satélite a lechuzas. Ya tienen geolocalizadas a una decena como Tina. La idea es rastrearlas en su viaje y, si se congregan en un área geográfica, ver si allí se está produciendo un estallido de topillos. El investigador del Instituto de Investigación en Recursos Cinegéticos (IREC-CSIC) François Mougeot afirma que “las lechuzas detectan mucho mejor que nosotros los brotes”. Estos roedores crían en invierno, “pero se multiplican en primavera, cuando ya es muy tarde”, añade. Tradicionalmente, los agricultores de las áreas cerealísticas temían la presencia de estas rapaces. Eran la señal de que había topillos cerca. “Los años con poblaciones normales, las aves van a cazar a sitios determinados, donde están los topillos”, continua Mougeot. Pero hay temporadas en las que inician un viaje “y no sabemos donde termina, solo que acaba en puntos calientes de topillos”.
Se desconoce cómo las lechuzas campestres detectan las aglomeraciones del roedor. Los investigadores no les otorgan un sentido oculto, pero les reconocen su enorme capacidad de trabajo. El viaje de Tina con su emisor vía satélite de menos de 10 gramos de peso comenzó en la pequeña localidad de Gatón de Campos (Valladolid) el pasado 7 de marzo a las ocho de la tarde y acabó en Kazajistán un mes después, pasando por la Bretaña francesa, Países Bajos, y, girando al este, por Alemania, Polonia y sobrevolando Ucrania aquel 23 de marzo. Es probable, pero no hay datos que lo confirmen, que anduviera buscando topillos. Es lo que quieren averiguar.
El investigador de campo del proyecto BOOMRAT Fernando Jubete, que junto a Mougeot capturó y colocó el GPS a Tina, recuerda que estas lechuzas no son migratorias “son auténticas nómadas que hemos seguido hasta el mar Caspio y más tarde detectado en el mar Blanco [en el Ártico] y de nuevo en Gatón de Campos”. Estas rapaces nocturnas no siguen el patrón habitual de las aves migratorias, con un viaje de doble sentido cada año hacia el norte y el sur para reproducirse o a su refugio invernal. En vez de eso, realizan grandes movimientos prospectivos, sin una dirección fija, para localizar áreas con abundancia de topillos.
La hipótesis de los investigadores que están estudiando los vuelos de Tina y las otras lechuzas es que conectan las distintas poblaciones de topillos y, de alguna manera, tienen un papel en la emergencia de la tularemia. Podrían ser vectores involuntarios del patógeno, pero Jubete está convencido de que son “sin duda” centinelas de los brotes de topillos y, con ellos, de la peligrosa bacteria.
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