La insólita enfermedad que acecha a la Costa da Morte
La SCA36 es una ataxia hereditaria que afecta a unas 150 personas en las comarcas coruñesas de Bergantiños, Soneira y Fisterra. La dolencia degenerativa provoca desequilibrio, afecta al habla y genera problemas auditivos y motores
Los renglones escritos a mano se retorcían en la libreta de comandas de Rogelio Antelo, natural de Corcubión (A Coruña) y carnicero en el vecino pueblo de Cee. Las palabras bailaban en sus notas y a veces no entendía ni su letra. “Además sentía que hablaba mal, con una sensación rara en la lengua. Como si tuviese gusanos en la boca”, relata. No lo sabía aún, pero eran los primeros síntomas de muchos. Como aquella vez que salía de entregar un pedido en un bar y se cayó en la calle, sin más. Miró incluso alrededor por si alguien lo había visto y creía que estaba ebrio. Pero él no bebía, como tampoco nunca había tenido tan mala caligrafía. “No sabía el qué, pero algo me estaba pasando”, explica el hombre, de 57 años. Tardó un lustro en ponerle nombre a esos renglones caídos: padecía la SCA36, una rara ataxia hereditaria descubierta en las comarcas coruñesas de la Costa da Morte y que afecta al equilibrio, al habla y a la audición. Hay menos de 500 casos en el mundo, unos 150 solo en esta punta de Galicia.
Cobijadas por el pasado, entre las ruinas del poblado castrense de Borneiro y la joya neolítica del dolmen de Dombate, en el municipio de Cabana de Bergantiños, las historias de aquel mal sin nombre perviven en el tiempo. Problemas en el habla, dificultad al caminar, desequilibrio, sordera... Durante años, aquellos síntomas sin causa se colaban en las casas y achicaban a los enfermos de puertas adentro, entre barruntos de que era cosa de meigas o castigos divinos. “Es una enfermedad muy mala. Antes decían que era cosa de nervios. Hay aquí una familia que son siete hermanos y creo que todos la tienen: una de las hermanas ya no se mueve y la otra usa un andador”, lamenta Susa Castro desde su huerto, en la aldea de Borneiro. Si hace memoria, dice, aún recuerda también al patriarca de esa familia con un andar “raro”, como los hijos hoy.
Por carambolas de la vida, en los años noventa, ese mal sin nombre ni cura se topó con Manuel Arias, neurólogo del Hospital de Santiago. Su secretaria de entonces conocía a un vecino de Cabana con síntomas extraños y se lo comentó al médico, a ver si podía echarle un ojo. Arias accedió y, tras ese caso, apareció otro, y otro, y otro más. Todos con un cuadro coincidente de ataxia (descoordinación en las funciones del sistema nervioso). Los pacientes con esa especie de “gusanos en la lengua” y tropiezos al andar empezaron a llegar a cuentagotas a su consulta, procedentes de Cabana, de Malpica, de Ponteceso, de Muxía. La insólita enfermedad acechaba a las aldeas de la Costa da Morte.
“A los primeros pacientes los vi en el año 1993 y todos tenían progenitores afectados”, relata Arias. Descartados otros orígenes de la ataxia, como las intoxicaciones etílicas, todo apuntaba a una enfermedad hereditaria de lenta progresión y por el cuadro clínico descrito, algo nuevo. “Cuando pudimos hacer los análisis genéticos aquí fue sobre los años 2000, pero eran negativos. Esta ataxia era diferente”, resuelve Arias.
Puerta a puerta, los médicos fueron caracterizando el cuadro clínico de los enfermos de las comarcas coruñesas de Bergantiños, Soneira y Fisterra que padecían esa dolencia aún desconocida. Entraban hasta la cocina de las casas, entrevistaban a los pacientes sobre la mesa camilla de su habitación, realizaban test neurológicos a pie de los fogones y tomaban muestras de sangre en el salón. “Al ser genética, uno nace con ella, pero hasta los 45 o 50 años no empiezan a tener síntomas, que son, al principio, las pérdidas de equilibrio. Luego afecta al habla [hay una atrofia de la lengua con fasciculaciones, que son como espasmos musculares] y después, pierden oído. Y se va configurando así un cuadro que va progresando hasta llevarte a una silla de ruedas en 10 o 15 años. Ese es el perfil clínico”, relata el neurólogo gallego.
Después de años de investigación de campo y estudios genéticos negativos, en 2009, los médicos resolvieron que no era, en efecto, ninguna de las ataxias conocidas. En 2012, el equipo de Arias y la genetista María Jesús Sobrido publicaron en la prestigiosa revista Brain el origen de la enfermedad: una mutación en el gen NOP56 del cromosoma 20. “Esta mutación es una expansión, un exceso de material genético: se repiten seis nucleótidos de ADN entre unas 650 y 2.500 veces [lo normal es que tengan de 5 a 14 repeticiones]. Ese trozo expandido de ADN se puede traducir en la formación de unos péptidos que trastocan el funcionamiento del núcleo de las neuronas o dañan las células de Purkinge, y el cerebelo, que es el coordinador y controlador de la actividad motora, va disfuncionando”, señala Arias. Se trata de una dolencia autosómica dominante, esto es, se transmite de padres a hijos. “Los seres humanos tenemos dos copias de cada gen. En el caso de un paciente con SCA36 una de las copias del NOP56 lleva la mutación, mientras que la otra es normal. Por lo tanto, cada descendiente de una persona afectada tendrá una probabilidad del 50% de heredar la mutación”, explica la neuróloga y genetista María Jesús Sobrido.
La extraña conexión con Japón
Los neurólogos gallegos tardaron casi 20 años en ponerle nombre y apellidos a la enfermedad. Pero, paradójicamente, no fueron los primeros en hacerlo. Pocos meses antes de que Arias y Sobrido diesen a conocer su hallazgo a la comunidad científica, al otro lado del mundo, un grupo de investigadores japoneses se adelantaban y describían en la revista American Journal of Human Genetics exactamente la misma enfermedad, que dieron en llamar ataxia espinocerebelar número 36 (SCA36, por sus siglas en inglés). “Vaya sorpresa nos llevamos. Una mutación en el mismo gen en dos partes del mundo tan lejanas entre sí”, recuerda el investigador japonés Koji Abe al periodista Manuel Rey en el libro El mal sin cura de la Costa da Morte (Libros.com).
También Abe había registrado por esos años 35 casos en 20 familias distintas, exactamente con el mismo patrón que los diagnosticados por Arias. “En 2006, nosotros ya habíamos visto y catalogado 30 pacientes, pero en Galicia no teníamos la tecnología que tenían los japoneses, por eso tardamos en dar con la alteración genética. Nuestros casos, en cambio, estaban mejor estudiados clínicamente. Los japoneses no se habían dado cuenta de la afectación en la audición, por ejemplo”, matiza el neurólogo gallego.
El cómo es posible que haya —y se descubra casi a la vez— la misma mutación genética en puntas del mundo tan distantes sigue siendo una incógnita. Meigas aparte, los científicos barajan dos opciones plausibles: o bien la inmensa casualidad de que la misma alteración genética se produzcan en dos lugares distintos de forma independiente, o bien que algún antepasado común, portador de la SCA36, dejase descendencia en Japón y Galicia. “El haplotipo de los pacientes estudiados, es decir, la región del cromosoma 20 de los enfermos de Galicia y de Japón, comparten un pequeño fragmento idéntico: todos tienen la misma mutación en la misma zona del cromosoma. Esto indica que lo más probable es que haya un efecto fundador, que el origen sea común. Lo que pasa es que como ese haplotipo es un fragmento de cromosoma tan pequeño, existe la posibilidad de que sea idéntico por casualidad. Por eso no podemos descartar por completo que hubiese dos eventos fundacionales independientes, aunque es muy improbable”, señala Sobrido. En los últimos años se han detectado casos también en Albacete, Italia, Estados Unidos y Polonia, entre otros lugares. Aunque la gran concentración sigue estando en la Costa da Morte, una tierra, por otra parte, de tradición emigrante.
“Vaya sorpresa nos llevamos. Una mutación en el mismo gen en dos partes del mundo tan lejanas entre sí”, recuerda un investigador japonés
Ramón Moreira, de 68 años, todavía recuerda aquel día de 1995 cuando la enfermedad asomó la cara por primera vez. “Iba a tomar un café con los compañeros de trabajo y me caí en una acera lisa. No había nada con lo que pudiese tropezar, pero me caí”, relata hoy. Su hermano y su padre también fueron diagnosticados de una SCA, por aquel entonces aún sin apellido, y él, tras una visita de confirmación con el doctor Arias en 2005, se comprometió a buscar más casos y descubrir el origen familiar de su dolencia.
Tirando de varios montones de documentos antiguos, Moreira, natural de Cabana, armó su árbol genealógico y dio con dos familias, los Santicos y los Mandiás, que portaban la enfermedad. “Llegué a los abuelos de la abuela de mi abuelo. A 1750, con los ancestros que vivían en Campo do Curro, en Ponteceso. Tuve la gran suerte de que la enfermedad se dio en gente de alto poder adquisitivo y los descendientes guardaron la documentación”, señala. Con los datos disponibles hasta la fecha, la hipótesis de los investigadores es que la enfermedad está en Galicia desde hace más de 500 años, aunque el origen de la mutación se remonta a más de 3.000 años. “Asumiendo la hipótesis de que tuviese un origen común, lo más probable es que la mutación no saliese de Galicia, sino que fuese introducida después”, apunta Sobrido.
La ataxia da Costa da Morte no duele ni mata, pero mengua y achica. “Mueres con ella, no de ella”, repiten Antelo y Moreira. Ni uno pierda la sonrisa ni el otro la chanza. En el habla se les nota el paso de la enfermedad y también al andar, pero los dos siguen siendo más o menos autónomos. “Tengo perfectamente asumida la enfermedad y, por mucho que me queje, no me van a dar nada más. Pero intento hacer todo lo que pueda para buscar un medicamento que retrase la progresión”, señala Moreira.
Arias quiere poner en marcha un ensayo clínico con el riluzol, un fármaco que ya se usa para la esclerosis lateral amiotrófica (ELA) y podría retrasar la evolución de la ataxia da Costa da Morte. La mutación causante de la SCA36 es, de hecho, muy similar a la alteración genética más frecuentemente observada en la ELA, recuerda Sobrido. “El estudio comparativo de ambas mutaciones puede hacer que la investigación de una enfermedad ayude mucho en la otra”, sugiere la investigadora.
Por lo pronto, sin embargo, no hay salida para la ataxia da Costa da Morte. Solo queda encararla y, a poder ser, con sentido del humor. “A mí me motiva mucho las palabras de aliento de los vecinos cuando salgo a pasear, aunque a veces también te pasan anécdotas graciosas. Yo solo bebo agua, pero un día, cuando salía de un bar de Corcubión con mi pareja, pasó un coche y desde dentro me gritaron: ‘¡Vas bo, carallo!’ Claro, porque por el andar parece que vas borracho. Yo, cuando me pasan esas cosas, me río”, explica Antelo.
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