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Tribuna
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Más dudas que microbios flotando en las nubes de Venus

El autor opina que el hecho de que exista fosfina en la atmósfera de Venus no es tan sorprendente como indican los autores del trabajo conocido ayer

Miguel Angel López Valverde
Imagen de Venus tomada por la agencia espacial japonesa JAXA.
Imagen de Venus tomada por la agencia espacial japonesa JAXA.AP

El anuncio del descubrimiento del gas fosfina en las nubes de Venus es interesante desde el punto de vista científico, pero lleva asociado una componente extremadamente especulativa, sobre la posibilidad que este gas esté asociado a una supuesta vida venusina, tal como argumentan sus autores.

No es nueva la idea de que podría haber vida microbiana flotando en las nubes de Venus. Desde luego es el lugar más amable para la vida que podemos encontrar en nuestro vecino planeta. Y quizás por eso emergió de la mano de Carl Sagan hace unos 50 años, como lo que es, una especulación, en un momento de la década de los 60 cuando por fin se descifró como es ese mundo oculto bajo las opacas nubes de Venus. Unos años antes, en 1956, se había conseguido medir la temperatura de su superficie por primera vez, gracias a ese nuevo artilugio tecnológico de se desarrolló en aquella época, llamado radiotelescopio. Las elevadas temperaturas obtenidas con estas ondas de radio que atraviesan las nubes de Venus fueron una sorpresa. E hizo de Venus un mundo tan enigmático que atrajo más atención que su hermano planetario Marte, y en esa década de los 60, las primeras misiones espaciales se enviaron a Venus. Entre muchos fracasos, por fin la norteamericana Mariner 2 sobrevoló Venus por primera vez en 1962, confirmando con medidas en microondas unas temperaturas de casi 500 grados en superficie, junto con otra diferencia notable con la Tierra: Venus carece de campo magnético, por lo que su interior profundo, núcleo y manto, debe ser bien diferente al terrestre, ¿quizás sólido? Y en 1967, la rusa Venera 4 entró con éxito en la atmósfera de Venus, y aunque se quedó sin baterías antes de llegar a la superficie, reveló una exótica composición de 95% de dióxido de carbono, y una presión atmosférica muy elevada, casi cien veces más densa que la atmósfera terrestre. Nuestro hermano planetario no es gemelo, no se parece tanto.

En su conjunto, eran y son muy malas noticias para la vida venusina. Pero ¿y sobre las partículas que forman las nubes de Venus? Quizás podría haber un nicho biológico allí, se preguntaron Harold Morowitz y Carl Sagan en 1967.

No son nubes cualquiera, las que envuelven a Venus. Tras varias misiones espaciales muy exitosas, entre ellas la Pioneer Venus con sus cuatro sondas de descenso, a finales de los años 70, las sondas Vega en 1985, y la europea Venus Express, en órbita venusina entre 2005 y 2014, vamos aprendiendo más de la estructura y la composición de dichas nubes, y en general de su atmósfera y del clima venusino. Pero con cada paso adelante, como siempre, aparecen nuevos enigmas. Sabemos que las nubes son una densa capa de aerosoles, partículas y grandes moléculas, que se extiende entre unos 48 y 70 km sobre la superficie, y cuyo componente principal es el ácido sulfúrico. Gotitas de este ácido corrosivo se forman a partir de un gas poco abundante allí, el dióxido de azufre, junto con las escasas cantidades de vapor de agua que hay en la seca atmósfera venusina. Esas gotitas caen, llueve ácido sulfúrico en Venus, pero se evaporan pronto, sin llegar a la superficie. Con ello vuelven a formar dióxido de azufre, que asciende por convección hacia arriba, hasta las nubes, donde condensa de nuevo, iniciando un típico ciclo fotoquímico y dinámico, que no está exento de dudas. Una de ellas es sobre el dióxido de azufre, de origen volcánico pensamos, y que presenta variaciones notables. ¿Estará indicándonos actividad volcánica actual? ¿Nos podrían dar las nubes de Venus pistas sobre la historia geológica de Venus?

Otra duda asociada es sobre el vapor de agua en Venus. Ni el origen de su abundancia actual ni su variación con la altura y por tanto su papel a largo plazo en la formación de las nubes se conocen bien. Parece haber consenso en que casi todo el agua que tuvo Venus en su temprana infancia, una cantidad similar a los océanos terrestres, se perdió muy pronto por efecto invernadero desbocado, dejando una densa atmósfera de dióxido de carbono. Puede que la caída de material cometario durante los siguientes 4.000 millones de años haya dejado ciertas cantidades de vapor de agua en la atmósfera. Un resultado notable de la misión Magallanes, en la década de los 90, es que la superficie de Venus es bastante reciente, en vista de la distribución homogénea de los cráteres que se observan. Puede que solo tenga unos 500 millones de años. Por comparación la superficie terrestre tiene unos 100 millones de años. Mientras en la Tierra el agua es el principal agente erosivo, esto no es así en Venus. Allí la superficie está cubierta de lava enfriada en casi su totalidad. Un gran episodio volcánico, seguramente explosivo y de dimensión global, cubrió de lava todo el planeta y no ha cambiado mucho desde entonces.

La idea de la explosión volcánica cataclísmica es consistente con un interior planetario muy diferente al terrestre, sin tectónica de placas, y una posible acumulación de calor que podría salir de forma cataclísmica. Estos episodios supervolcánicos son, de nuevo, las malas noticias para la vida en la superficie. Durante el último de ellos, quizás hace 500 millones de años, se liberaron cantidades grandes de dióxido de azufre y de vapor de agua, los dos gases padre de las nubes de ácido sulfúrico actuales. Quizás las nubes son por tanto relativamente recientes, en escalas geológicas. Y biológicas. Una vez más, escenarios evolutivos nada favorables para la biología venusina. Así que, conforme vamos aprendiendo sobre las nubes de Venus, y la evolución del planeta, se desvanece el último nicho posible donde poner los microbios venusinos. Las nubes se revelan hoy como un mundo ácido, corrosivo e inhóspito para la posible existencia de vida.

Esta molécula puede ser una de las numerosas contribuciones a enriquecer nuestro conocimiento de la química atmosférica en Venus, y sin duda que no será la única que ALMA aportará a las ciencias planetarias del Sistema Solar en los próximos años.

Eso no le quita interés y misterio al manto de nubes de Afrodita. Entre los numerosos desafíos que las nubes venusinas nos plantean, merece la pena recordar algunos tan básicos como su color. Su tonalidad amarillenta es una observación notable que sigue sin explicación convincente. Sabemos, tras las misiones Venera, que las nubes observadas en azul-violeta y ultravioleta, presentan una reflectividad muy baja. Debe haber algún compuesto que absorbe fuertemente en el ultravioleta y que además es muy dinámico, pues esas manchas ultravioleta cambian mucho espacial y temporalmente, según caracterizó bien la cámara VMC de la misión europea Venus Express. Ni siquiera se sabe si será una sustancia gaseosa o algún tipo de polvo mineral. Se han propuesto especies de azufre puro, derivadas del dióxido de azufre, pero esto solo parece ser posible en la zona más baja y caliente de las nubes, mientras que las marcas ultravioleta se observan en la zona superior de las nubes. También se ha propuesto cloruro férrico, un compuesto con hierro que provendría de la erosión de posibles rocas con minerales de hierro en la superficie de Venus. Este compuesto estaría en disolución en las gotitas de ácido sulfúrico, aunque no hay evidencias claras de que sea así. Otras especies exóticas con capacidad de absorción en el cercano ultravioleta tendrían que estar en abundancias mucho mayores de lo que los modelos de equilibrio químico permiten.

Y hablemos de estos modelos de la química atmosférica, una herramienta interpretativa muy valiosa y que además mide el grado de conocimiento cuantitativo, preciso, que hemos alcanzado. Los modelos químicos actuales son bastante elaborados, y hacen predicciones de muchas moléculas que no han sido detectadas todavía. Aquí es donde el descubrimiento de fosfina en las nubes de Venus es muy interesante. Se ha obtenido con una herramienta observacional muy potente, ALMA, una red de 66 radiotelescopios en el desierto de Atacama en Chile, inaugurada en 2013, y con la que se puede obtener una resolución espacial y una sensibilidad sin igual hasta la fecha en ondas de radio.

En sí, el que haya fosfina en la atmósfera de Venus no es tan sorprendente como indican los autores de ese trabajo, teniendo en cuenta la riqueza química en las nubes de Venus y nuestro conocimiento incompleto de la misma. Y el que estos autores no hayan dado con una explicación convincente a su presencia en Venus es aún menos sorprendente, desde la modestia científica. Las abundancias encontradas son muy bajas. Aunque han explorado algunas fuentes posibles de fosfina sin identificar ninguna como plausible candidata, su análisis está lleno de multitud de aproximaciones, como ellos mismos reconocen, y el diablo seguramente está en los detalles. Este trabajo estimulará la revisión de los modelos fotoquímicos en los próximos años, como ellos mismos apuntan. Esta molécula puede ser una de las numerosas contribuciones a enriquecer nuestro conocimiento de la química atmosférica en Venus, y sin duda que no será la única que ALMA aportará a las ciencias planetarias del Sistema Solar en los próximos años.

Otra dirección en la que avanzar de modo paralelo para desentrañar la naturaleza de las nubes, sería una misión espacial dedicada a Venus, con instrumentación actual y precisa que navegue las propias nubes, nubes que no han sido visitadas in situ desde las sondas Vega hace más de 40 años. Quizás podrían utilizarse drones dirigidos desde Tierra que analizarían muestras de las nubes a varias alturas. Parafraseando el título del cuadro del pintor romántico alemán Caspar D. Friedrich, El caminante sobre el mar de nubes, preveo que el caminante que flote algún día no muy lejano sobre las nubes de Venus no sean microbios inexistentes sino nosotros mismos, contemplando de cerca con una flotilla de ágiles drones la belleza de las nubes de Venus, y resolviendo su misteriosa química, para entender mejor la historia evolutiva de dicho planeta, y la de su hermano terrestre.

Miguel Ángel López Valverde es científico titular del Instituto de Astrofísica de Andalucía (Centro de Excelencia Severo Ochoa).

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