De umbrales y otras mitologías electorales
Si hay algo que la experiencia reciente en materia de reforma al sistema político nos enseña, es que los conceptos mágicos o intuiciones rara vez son un antídoto adecuado para los males que nos afligen
Aunque no nos guste reconocerlo, detrás de la fachada de racionalidad y sofisticación con la que suele retratarse la gobernanza contemporánea, todavía subsisten muchos conceptos mágicos. Como pobladores misteriosos que se cuelan entre los arreglos y complejidades de nuestra democracia, ellos ejercen un carácter casi mitológico cuando colectivamente intentamos explicar nuestra convivencia política, aun si no sabemos muy bien qué significan o cómo operan concretamente. Pensemos en la transparencia. ¿Quién podría oponerse a este valor sacrosanto que, según repetimos como mantra, es imprescindible para la buena gobernanza? Y aun así, son innumerables las reformas en el mundo que bajo el amparo de este noble ideal han tenido resultados estrepitosos.
Parece haber mucho de este influjo mágico en la reforma al sistema político impulsada por un grupo transversal de senadores con la que se busca establecer umbrales en el sistema electoral chileno. Es sin duda loable el esfuerzo de procurar corregir los problemas de gobernabilidad que enfrenta el país. Pero los conceptos mágicos o intuiciones rara vez son un antídoto adecuado para hacer frente a los males que nos afligen.
La adopción de umbrales electorales para limitar el acceso a la distribución de escaños en la Cámara de Diputados lleva años siendo defendido como un maná electoral, a través del cual se nos invita a peregrinar hacia el Matusalén de la buena gobernanza política. Se sugiere insistentemente que, a través de cambios acotados como éste, podrían alcanzarse mejoras sustanciales a la indisciplina parlamentaria y la desinstitucionalización de los partidos. De ahí la invitación a avanzar con rapidez y convicción, como lo está haciendo el Senado.
Ante ello, parece necesario contraponer una cuota de escepticismo. Que el concepto de umbral electoral despierte un consenso parlamentario del que carecen otras alternativas no es razón suficiente para su adopción. Y es que en la discusión parlamentaria de esta reforma y el debate público con motivo de ella parecen sugerir que se comete el error de tratar algo tan complejo como esta alternativa de diseño electoral como un concepto mágico, cuya invocación sirve como una justificación suficiente. Hasta el momento no existe estudio o modelación alguno que anticipe cómo operaría esta reforma en nuestro ecosistema electoral y, tal vez más grave aún, se han hecho oídos sordos a las advertencias académicas sobre los riesgos asociados.
Por ejemplo, en el proyecto de reforma se menciona que los sistemas electorales de países como Alemania, Portugal, Italia y Suecia establecen umbrales como barrera de acceso electoral, pero nada se dice sobre las diferencias sustanciales que existen entre estos países y Chile. Tampoco se explica el por qué la elección de un umbral de 5% y no de otro porcentaje. No debemos olvidar que, contrario a lo sugerido por los defensores de la reforma, la experiencia comparada evidencia una gran heterogeneidad en el diseño de los umbrales de cada sistema electoral.
De ahí el escepticismo frente al estándar de justificación sobre el que descansa el proyecto. En una reforma tributaria, por recurrir a un ejemplo, sería impensable enfrentar un debate parlamentario sin una proyección de la recaudación fiscal y el impacto en el crecimiento económico que se espera que ella tenga. ¿Por qué entonces en una materia tan sensible como el sistema electoral los fundamentos que se ofrecen tendrían que ser tanto más bajos?
Parece así inevitable concluir que estamos ante una apuesta legislativa antes que una propuesta de reforma electoral propiamente tal. A su favor, solo se han ofrecido razones genéricas en las que las múltiples complejidades de un sistema electoral se reducen a instrucciones de ensamblajes de muebles que pueden replicarse en todo país con prescindencia de sus particularidades institucionales, políticas y culturales. Esta sobre simplificación, por lo demás, va en contra de todas las advertencias sobre los peligros que supone trasplantar reglas electorales foráneas sin ponderar adecuadamente sus consecuencias.
Hay al menos tres interrogantes sin respuesta que los defensores de la reforma deben despejar. La primera es justificar la efectividad que esta apuesta disfrazada de propuesta ofrece para corregir los problemas en la fragmentación parlamentaria y en la indisciplina partidaria. Poco ayuda a su justificación que la mayoría de las experiencias comparadas a las que comúnmente se recurre sean sistemas parlamentarios o semipresidenciales y que sus sistemas electorales sean sumamente distintos al chileno. Porque si acotamos el análisis a los países con rasgos similares a los nuestros —regímenes presidenciales y bicamerales con sistemas electorales proporcionales o mixtos— las alternativas a considerar se reducen a Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, México, Paraguay, República Dominicana y Uruguay. De ellos, solo en los cinco primeros existen umbrales electorales y, aún entre ellos, hay diferencias sustanciales de ingeniería electoral. Solo Brasil —un país con una alta fragmentación parlamentaria— también cuenta con un sistema electoral de listas desbloqueadas.
Una segunda interrogante pasa por explicar las alternativas de diseño completamente anómalas a nivel comparado que recoge el proyecto. En los sistemas que establecen umbrales electorales, los votos de los partidos que no superan este umbral simplemente son descartados y no se consideran en la distribución de escaños parlamentarios. Pero en el proyecto chileno se propone que esos votos sean transferidos a los partidos dentro del respectivo pacto electoral que sí superen el umbral, lo que involucra una distorsión democrática difícil de justificar entre las preferencias expresadas por el electorado y la representación parlamentaria de cada partido.
Finalmente, la reforma propuesta mantiene —o refuerza— algunos de los peores males de los que adolece el sistema electoral chileno, como la alta presencia de candidatos independientes dentro de los pactos electorales de los partidos. Si uno de los objetivos declarados de la reforma es corregir las carencias del sistema de partidos, que es tal vez el mayor problema de gobernabilidad, resulta difícil justificar que se continúen favoreciendo las candidaturas de independientes o se facilite la formación de federaciones de partidos.
Al buscar respuesta a estas interrogantes no debemos olvidar que legislar ciegamente en base conceptos mágicos arriesga seguir convirtiendo nuestro sistema electoral en un Frankenstein que nadie sabe realmente cómo terminará por comportarse.
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