Descomunal Morad en el Sant Jordi: el incontestable y apabullante héroe del barrio
El rapero de La Florida hace suyo al pabellón con más de 16.000 jóvenes entregados al artista
Entre los camiones de gira con rótulos en inglés, uno de transportes Hermanos Rivas. Entre la chavalería que trotaba cerca del recinto, los que esperaban ilusos ver pasar a la estrella antes del concierto mientras el resto del público hacía una cola de longitud amazónica, ya una hora antes del comienzo del show. Decenas de padres que ignorando los protocolos se plantaban en la puerta de acceso sin haber firmado el documento que permitía la entrada de los menores. Porros post adolescentes apurados con frenesí antes de entrar. Una pareja de madres ocupando extraviadas localidades de grada que no les pertenecían mientras en la pista sus hijas aguardaban expectantes cuando ellas, textualmente, afirmaban estar allí “comiéndose un marrón” para que las crías tuviesen unos Reyes anticipados. Instantáneas de un concierto de estrenos protagonizadas por público que acudía al debut en mayúsculas, al primer gran concierto del año, quizás al primer gran concierto de su vida, también el primer gran concierto en casa de la carrera de su protagonista: Morad El Khattouti, Morad, en el Sant Jordi. Menudo espectáculo.
Hace casi un año el rapero de La Florida había llenado tres veces el Sant Jordi Club, pero lo de este enero fue descomunal, mucho más impresionante, un colosal alud de desatada complicidad que superaba hasta a las madres y padres que allí cumpliendo consideran a Morad un aburrimiento. Imposible no conmocionarse. De principio, Niños pequeños, a final Pelele, dos horas de ritmo implacable y palabras nacidas entre adoquines suburbiales para conectar con miles de jóvenes, más de 16.000, que todo lo olvidaron durante las 31 composiciones que compusieron un show implacable y de alto octanaje emocional y social en el que se vieron cosas nunca antes vistas en el recinto. Sin ir más lejos, al propio Morad cantando Normal en una escalera de la zona de invitados, entre apretujones. Gritos de emocionada sorpresa, móviles grabando la proximidad de quien ya no es normal y el griterío de los ocupantes de la zona, más de los que cabían y garantes de un acceso de urticaria a dirigentes como Sílvia Orriols con su Cataluña más blanca que la Navidad o un Santiago Abascal anhelando a Don Pelayo. ¡Qué locura, Morad en el Sant Jordi con su público haciéndolo suyo!
Las crías, no en sentido figurado, niñas de 6, 9, 11 años, bailando mientras se grababan en el móvil con sus linternas iluminando rostros en éxtasis. Más que enseñar el recinto se enseñaban a sí mismas disfrutando. Como las más mayores, vestidas de gala, con las uñas cortando el aire, apenas algún hiyab entre la multitud, ombligos al viento en noche invernal. Ellos, como la estrella, de riguroso chándal, algunos en plan malote, con el rostro semicubierto con gorros o bandanas: todo el mundo identificado con las lecciones morales, de vida y superación propuestas desde escena. En ella, un reflejo del barrio, dos pantallas y en el centro una fachada con ventanales y un remedo de acera por el que pasaban jóvenes en patín, con carritos de compra y críos que se mantenían en un segundo plano. Mientras, Morad, tan real como la marginación, paseaba seguro y dictaba sus palabras con la credibilidad de un dios menor, el que ha escapado de la marginalidad haciendo música que la desmenuza en sus códigos. Honor de barrio. Imposible no sentir la cascada de emoción. Las madres despistadas de la grada tenían rostro de pasmo pese al insobornable percutir del bombo, veloz como el empobrecimiento de los vulnerables. El público sentía el orgullo, el de clase, también el de su origen.
Aires morunos en Comprendo, de afrobeats en Seya, remansos de ritmo en No me duele, acentos meridionales con Dellafuente, saludado por el estruendo del recinto al cantar con Morad No estuviste en lo malo y Manos rotas, reivindicación de Marruecos con Grande Toto, otro de los invitados junto a los celebrados Gazo, cantó Fiesta y RVFV, que lo hizo en Lo que tiene. Y Morad a lo suyo, a vivir su gran noche, a cantar y rimar Europa con farlopa, agota, sopa y coca, por si lo de farlopa no se entendía. Pero es otro Morad, dijo haber aprendido de sus errores, pero no en sentido cristiano, pues no renegó de lo que fue, una forma de decir que las cosas no pasan porque sí y en Soledad narró el desamparo de la caída estirado sobre una litera que evocó la prisión. El espejo donde mirarse, el ejemplo que seguir, el héroe suburbial que escuchaba Estopa y que ha creado una versión actualizada, menos amable y contemporánea de los hermanos Muñoz, otros superhéroes de barrio que diría Kiko Veneno. Salió a colación su madridismo, pese a que elogió a Lamine Yamal, pues ser seguidor de un equipo no debería implicar ceguera y no faltó el reproche a la prensa, implícitamente acusada de solo fijarse en sus caídas mientras es el artista español más reproducido en Europa en Spotify. Ahora está arriba, muy arriba, y puede seguir creciendo. Inicia una gira por el continente, donde no saben qué es La Florida, pero tienen lugares similares. Y mientras existan habrá un Morad que los cante esperanzado a los que en ellos sobreviven.
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