Reforma el sistema político contra viento y marea
El gobierno, sumido en sus propios fantasmas, cuenta más o menos con seis meses para movilizar sus piezas, antes de que las elecciones presidenciales y parlamentarias se traguen toda la atención de los incumbentes
Consumados los fracasos en los dos procesos constituyentes, quedó rondando en el aire la posibilidad de elaborar una reforma al sistema político chileno. Una de las falencias del actual modelo que apareció en ambos procesos —aunque con dispares propuestas de solución— era la necesidad de ajustar el sistema electoral y político. Ambos están asociados directamente, pues el primero define quiénes participarán en el segundo. Si había una discusión constitucional relevante era esa, por sobre los ajustes sectoriales que podrían haber mejorado en parte la situación del país. Pese a todos los problemas asociados con la Constitución chilena vigente, que se elija el camino de la reforma por sobre el reemplazo indica que ésta ha probado ser más resiliente —y útil como marco— de lo que muchos pensábamos.
En las próximas semanas, la discusión técnica será inevitable: umbrales, escaños, distribución de distritos, mecanismos de disciplina partidaria. Pero tras esa aparente aridez se esconde un problema de fondo: un Congreso —especialmente la Cámara de Diputados— que ha normalizado la política como espectáculo, premiando más el conflicto mediático que la construcción de acuerdos substantivos. La reforma no será entonces solo un ejercicio de ingeniería electoral, sino un intento por reconstruir en alguna medida la calidad de la representación política.
La ventana para acometer esta reforma es breve. El gobierno, sumido en sus propios fantasmas, cuenta más o menos con seis meses para movilizar sus piezas, antes de que las elecciones presidenciales y parlamentarias se traguen toda la atención de los incumbentes. Pese a su relevancia, no hay que olvidar que la reforma al sistema político —que, sobre todo, es un cambio al sistema electoral— es una apuesta de mediano o largo plazo. No rendirá frutos en lo inmediato, lo cual exige que sus defensores sepan empujarla contra voces que siempre tendrán incentivos para algo más urgente.
Las voces disidentes no se hicieron esperar. La jefa de bancada de diputados de Demócratas, Joanna Pérez, criticó el proyecto porque las prioridades deberían ser otras: “La seguridad, la probidad, la transparencia, los temas de crecimiento, no le importan (al gobierno y a “parte de la derecha”)”. Pero las declaraciones de Pérez omiten al menos dos cosas. La primera, que un motivo por el que esas reformas no avanzan es la fragmentación del Congreso, obligando a quienquiera que busque hacer promover alguna agenda a un pirquineo legislativo que termina desdibujando o haciendo imposible cambiar nada. La segunda, menos confesable, es que el escaso éxito electoral de su partido lo haría desaparecer bajo reglas como las que se proponen. Eso es lo que permite entender que el partido Demócratas haya salido a subordinar cualquier discusión a la del voto obligatorio (que, desde luego, es crucial puesto que hoy solo es una regla transitoria en nuestro ordenamiento).
Pero lo que está en juego va más allá de un puñado de reglas electorales: es la viabilidad del sistema político. Las reformas políticas implementadas durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet no lograron el objetivo de acercar la ciudadanía al ejercicio del poder, ni mejoraron sustantivamente la calidad del debate parlamentario. Uno diría que fue lo contrario, que la política se ha vuelto menos capaz de funcionar adecuadamente, de responder a la ciudadanía, de representarla. Pero sería ingenuo reducir el problema a una dimensión local: estamos ante una crisis de representación que trasciende fronteras, manifiesta en distintas latitudes aunque con sus propias particularidades.
Ninguna reforma por sí sola es capaz de cambiar la dinámica política completa, menos cuando la inercia empuja con tanta fuerza en la dirección equivocada. Tampoco una reforma logrará reencantar a una ciudadanía que mira con desconfianza a sus representantes, que no les cree mucho. Sin embargo, es precisamente en estos momentos de escepticismo cuando las reformas estructurales encuentran su verdadero sentido: no como soluciones mágicas, sino como herramientas de ajuste democrático. Bien puede reducir parte de la complejidad que vivimos, generar incentivos para una mejor colaboración, fortalecer a los partidos de manera tal que la línea de transmisión entre expectativas ciudadanas e iniciativa política funcione mejor.
Se trata de primer paso relevante, al que pueden seguir otros, sobre todo respecto a dos ítems: la relación entre el presidente de la República y el Congreso, y cómo reforzar más los mecanismos de orden y disciplina partidaria.
De poco sirve que haya menos partidos si no logran estabilizar la acción política, si viven un discolaje como el de hoy. Por sobre todo, lo que se requiere es un poco más de virtud republicana, una altura de miras, una conciencia de la gravedad de la delicada situación en que vivimos y la necesidad de un sistema político que sepa procesar cambios a tiempo. De lo contrario, mejor ni siquiera hacer el intento, para evitarnos otra promesa incumplida, una vez más.
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