La fragmentación partidaria: origen y tipos de efectos
Los cientistas políticos arriesgan la irrelevancia si no aclaran sus propios disensos, explicitando qué es, exactamente, lo que hay que reformar del sistema político chileno
Desde hace meses que se ha ido instalando en Chile la idea de reformar el sistema político. En un inicio, se trataba de una idea sin tracción política, algo así como un ejercicio analítico que solo interesaba a los cientistas políticos y a un puñado de expertos vinculados al mundo de los partidos.
Hoy, se trata de una reforma que hay que tomar muy en serio: en la cumbre empresarial de Enade de la semana pasada, el presidente Gabriel Boric despejó la duda sobre si su Gobierno estaba disponible para entrar en esta discusión. La respuesta fue categóricamente afirmativa.
La pregunta es, entonces, doble: ¿por qué debemos reformar el sistema político chileno? ¿qué aspectos del sistema debemos corregir?
Inesperadamente, se ha abierto un amplio consenso entre los senadores sobre dos problemas: en primer lugar, la considerable fragmentación del sistema de partidos (especialmente de la Cámara de Diputados, con una veintena de partidos, no pocos independientes electos en cupos de partido y algunos parlamentarios elegidos con el 1% o el 2% de los votos) y, en segundo lugar, desincentivar el abandono de los partidos castigando al parlamentario que lo hace con la pérdida de su escaño. Habrá que ver si este consenso mínimo se reproduce en la cámara baja.
Quiero detenerme en la fragmentación del sistema de partidos. Por estos días, ha irrumpido entre los cientistas políticos chilenos un interesante debate al respecto. Para algunos, la fragmentación del sistema de partidos no es realmente un problema, por varias razones. En primer lugar, porque no todos los partidos son relevantes, un juicio inspirado en el trabajo clásico de Giovanni Sartori y sus dos normas para contar los partidos que importan: es sobre esta base que el cientista político Carlos Huneeus arriesgó que solo cuentan en Chile seis partidos relevantes, sin que sepamos de qué modo se usaron las normas para contar. En segundo lugar, porque el problema no está en el número (efectivo o no) de partidos, sino en los partidos mismos: en efecto, el debilitamiento de los partidos ha sido muy profundo, alentando el personalismo corrosivo en desmedro de la potencia de la organización partidaria. En tercer lugar, porque el número de partidos puede ser una expresión de virtuosismo democrático, al permitir la representación de intereses que de otro modo no estarían presentes en el debate político y parlamentario. Existen aun más razones para criticar, según estos cientistas políticos, el diagnóstico de una excesiva fragmentación, pero lo esencial del argumento es lo que se ha dicho hasta ahora.
Otros cientistas políticos sí sostienen que la fragmentación es un problema, y se ha originado por decisiones institucionales que no aquilataron todos los efectos buscados. La reforma del sistema electoral de 2015 se logró buscando el apoyo de los pocos partidos pequeños que existían, y permitió por fin superar la estrechez del sistema binominal que dominó la política chilena durante 25 años, haciendo posible el acceso a la representación de grupos que no estaban siendo representados en ninguna de las dos cámaras. En tal sentido, esta es una reforma que fue efectivamente democratizadora, logrando satisfacer las aspiraciones de partidos que se venían gestando desde mucho antes de 2015. Sin embargo, con el paso de los años se ha hecho evidente la dificultad política para coordinar a tantos partidos y, ciertamente, a tantos parlamentarios personalistas (especialmente diputados), en un contexto de creciente polarización política que ha afectado a las dos últimas legislaturas. Es en este contexto de fragmentación, acompañada por polarización parlamentaria, que se ha debilitado ese mecanismo tan propio del presidencialismo chileno: el respeto de las urgencias en la tramitación de las leyes, cuyo efecto coercitivo ha menguado. Es más: es posible hipotetizar que la fragmentación está siendo provocada por el financiamiento público de los partidos (los requisitos para la formación de partidos son muy bajos en Chile), lo que a su vez podría estar repercutiendo en el faccionalismo interno de los partidos. En tal sentido, bien podría ser que esta variable institucional, en interacción con magnitudes distritales relativamente importantes en la mayoría de los distritos diputacionales, explique en parte la debilidad interna de los partidos a través de luchas entre facciones cuyo fundamento no es un proyecto político o ideológico distinto, sino simplemente el control de la organización partidaria.
Todo lo que he dicho hasta ahora es excesivamente abstracto para senadores y diputados, cuyo sentido práctico de la vida política los está conduciendo a reformar la fragmentación mediante la incorporación de un umbral del 5% de los votos para los partidos a nivel nacional (o en su defecto, 8 diputados electos). En tal sentido, los cientistas políticos arriesgan la irrelevancia si no aclaran sus propios disensos, explicitando qué es, exactamente, lo que hay que reformar. Para evitar la irrelevancia, me parece necesario pronunciarse normativamente sobre lo que está en juego: ¿qué se debe corregir? ¿el ideal de justicia de la representación? ¿el ideal de la gobernabilidad? Evidentemente que todos responderán: ¡ambas cosas! Entonces, ¿cuáles son las reformas necesarias, las que sabemos necesitan ser pocas para que el consenso político sea viable?
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