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Juan Pablo Luna: “En Chile hay intérpretes momentáneos de la crisis de legitimidad, pero ninguno capaz de solucionarla”

El académico de la Escuela de Gobierno de la UC dice que la desconexión de la clase política con la ciudadanía ya se vislumbraba en el año 2000, y que se vio agudizada antes y después del estallido social, del que se cumplen cinco años

Juan Pablo Luna, cientista político y académico de la Universidad Católica en su oficina en Santiago (Chile). En enero de 2024.
Juan Pablo Luna, cientista político y académico de la Universidad Católica en su oficina en Santiago (Chile). En enero de 2024.Sofía Yanjarí
Ana María Sanhueza

Las tapas interiores de ¿Democracia muerta?. Chile, América Latina y un modelo estallido (Ariel, Planeta), el último libro del académico de la Escuela de Gobierno de la Universidad Católica de Chile (UC), Juan Pablo Luna (Montevideo, 50 años), contienen varios escritos a máquina que parecen una señal de quien se convertiría 40 años después. En ellos, con ojos de niño, habla de pactos, de partidos políticos y se contenta de que “llegan las elecciones”, cuando acababa la dictadura en Uruguay (1973-1985). En la introducción recuerda que tenía 10 años cuando los redactó, “y muchísimos problemas de ortografía”, bromea. Pero el telón de fondo es que, ahora que lo piensa, era una “crónica de la transición uruguaya”. “El texto ilustra, creo, dos pulsiones centrales: la alegría por la llegada de la democracia y lo precario que se percibía el proceso de democratización en ese entonces”.

¿Democracia muerta?, ha escrito Luna, no es un libro académico ni tampoco uno que “pontifica las virtudes de la democracia”, pero, como cuenta que repetía su padre, “la democracia es como los refrigeradores. Está ahí, pero solo la valoramos cuando viene un apagón y se nos pudre todo”.

A Chile llegó a vivir a fines de 2005 para trabajar en la UC, cuando terminaba el Gobierno del socialista Ricardo Lagos (2000-2006). Pero, años antes, a comienzos de los 2000, hizo investigación en sectores populares en varias regiones de Chile. Y observó ese ese tiempo un hecho que, dice en esta entrevista con EL PAÍS, ya estaba presente: la desconexión de la clase política con la ciudadanía. Es una situación que también vio, señala, con lo que pasó durante y después del estallido social, del que este 18 de octubre se cumplen cinco años.

Pregunta. ¿Cómo era Chile cuando usted llegó?

Respuesta. Llegué a conocer Chile en el lavinismo [Joaquín Lavín, exalacalde de Las Condes y excadidato presidencial], cuando la UDI casi gana la elección presidencial a Lagos. Era un país mucho menos politizado que el actual, donde la gran preocupación era la apatía de los jóvenes. Luego empieza una repolitización de la sociedad, pero en clave más antipolítica. Empecé a hacer trabajo de campo en 2001, en sectores populares, y uno ya veía ahí una debilidad del sistema de político de conectar con la ciudadanía.

P. ¿Y qué observaba en ese tiempo?

R. Un desgaste fuerte de los partidos más tradicionales y de la Concertación, sobre todo en sectores populares, y la irrupción de candidatos independientes, del cosismo, de esta política más mediática en torno a personajes llamativos y propuestas llamativas. El lavinismo es un buen reflejo de eso, que luego empieza a contagiar a todo el sistema. Eso, a nivel de élites, porque la sociedad ya estaba muy desencantada de la política, sobre todo en los más adultos. Luego comienza un proceso lento de politización de la mano de las nuevas generaciones [la de 2006 y la de 2011], que empiezan a protestar contra el sistema político.

P. ¿Cómo ve el estallido social ahora que se cumplen cinco años?

R. Estamos muy pegados en mirar el estallido como un evento que tiene consecuencias para adelante, pero fue la manifestación aguda, el síntoma, de un proceso que viene de mucho más atrás, que empieza en comunidades locales, protestando a nivel muy micro en torno a cuestiones muy particulares. La desconexión, el circo de la política, y la vida de la ciudadanía, sus intereses y demandas, vienen de muy atrás. Por eso hablo de una sociedad estallada, una sociedad rota. Eso tiene mucho que ver también con esta imposibilidad de la política de representar a la sociedad, de construir proyectos colectivos que le hagan sentido a la ciudadanía.

P. ¿Qué ve hoy?

R. Tenemos candidatos y liderazgos que empatizan en un momento con el sentir ciudadano, pero que rápidamente pierden capacidad de articular el conflicto y de liderar. Pero esto no solo pasa en Chile, es uno de los síndromes actuales. Hay una crisis de representación de la cual no sabemos cómo salir bien. Y eso es lo que hay que empezar a pensar más seriamente.

P. En su libro habla del “circo de la política”, que “se dedica a entretener”, pero que no soluciona problemas. ¿Desde cuándo viene esto?

R. Desde el lavinismo. Luego de la elección del 2000, los liderazgos locales, por ejemplo, de concejales, de candidatos a alcaldes y a diputados, empiezan a decir: ‘me conviene ser independiente y llamar la atención’. Hoy hablamos mucho de la debilidad de los partidos políticos, pero eso viene de muy atrás. Viene de que, para ganar votos y mantenerse elegibles, a los políticos chilenos les empieza a resultar mejor la estridencia, el hacer cuestiones superficiales. Eso a la gente le genera algún tipo de atractivo, pero los liderazgos que hoy extrañan muchos sectores de élite son más bien de centro, ‘aburridos’, que reflejan esta vuelta al pasado ordenado, más asociado a esta trayectoria de desarrollo que Chile pensaba tener hasta hace unos años, pero que electoralmente rinde poco.

P. ¿En qué momento está Chile?

R. Estamos en una situación en la que la debilidad de los partidos tiene que ver con que la política electoral ha devenido en un juego de personalidades, donde las expresiones colectivas, los partidos, etcétera, son cada vez más débiles. Esto implica, por ejemplo, el discolaje en el Congreso. A todos les conviene ser díscolos, en el corto plazo. Y eso no dura mucho ni construye poder, pero eventualmente gana elecciones. Estamos en un contexto en el cual, y es algo que he tratado de decir desde hace mucho, ganar una elección no significa tener poder en Chile ni tener poder en las sociedades contemporáneas.

P. En el libro dice: “Ganar elecciones es comprarse un problema enorme, porque la brecha entre lo que hay que prometer para ganar y lo que se puede hacer desde el gobierno es abismal”.

R. Claro. Los estados han perdido la capacidad de implementar políticas públicas que le hagan diferencia a la gente. Entonces, cuando tú no puedes mover mucho la realidad, lo que te queda es el show. Y es un show más bien vacío e inocuo en términos de tu capacidad de incidir en la realidad. En parte, estamos como atrapados. Yo estoy persuadido de que la sociedad chilena es muy madura, que claramente está muy descontenta con el sistema político actual. Pero, por otro lado, vivimos en esta contradicción donde lo único que parece prosperar en términos electorales es la estridencia, esta polarización más bien rasca [vulgar], muy poco profunda, entre eslogans, que luego dura muy poco cuando esa gente llega a posiciones de poder.

P. Dice en ¿Democracia muerta? que hay un vacío de legitimidad. ¿Desde cuándo viene?

R. Hace mucho. En los noventa y principios de los 2000, con el abstencionismo, con los jóvenes que ‘no estaban ni ahí’, ya había un síntoma del problema de legitimidad en ciernes. Hoy eso se manifiesta en un voto más bien destituyente, contra cualquiera que tenga algo de poder o asuma alguna posición relevante.

P. ¿Con la frase ‘que se vayan todos’?

R. Claro. Son manifestaciones distintas en términos electorales de un síndrome que viene de muy atrás. Y eso es relevante porque uno, en general, teóricamente, piensa en las crisis como un período corto y acotado. Y yo creo que lo que estamos viendo hoy es lo que dura es la crisis. Entonces, es como una crisis permanente, lo cual es una contradicción en términos conceptuales.

P. ¿Chile está viviendo en una crisis permanente?

R. Nos hemos quedado sin actores y sin la capacidad de que surjan otros con el potencial de sacarnos de este intríngulis. Lo que tenemos hoy son intérpretes momentáneos de la crisis de legitimidad, pero ninguno de ellos ha sido capaz de solucionar el problema, sino que más bien profundizarlo.

La larga duración del estallido

P. ¿Qué ha pasado después del estallido social?

R. El estallido fue fuertemente antipolítico. Y, en lugar de leerlo así, la izquierda lo leyó como un momento pre-revolucionario del cual se sintió ser la vanguardia y la llamada a liderarlo. Y la derecha, que en un principio fue mínimamente autocrítica —creo que acá también impactó mucho el desmadre del primer proceso constituyente— se fue persuadiendo rápido de que el estallido había sido solo violencia y que lo que había que hacer era volver al día anterior, donde todo, aparentemente, estaba bien.

P. ¿De cuando Sebastián Piñera decía que Chile era un “oasis” en América Latina?

R. Exacto. Entonces, estamos atrapados en una situación en la que tenemos un sistema político que confronta muy livianamente, en términos de estas culpas cruzadas, de que ‘tú le quisiste dar un golpe a Piñera’, y ‘ustedes son octubristas, trajeron el crimen organizado a Chile y validaron la violencia’, mientras la gente lo que ve es un sistema que no se hace cargo ni la representa. A su vez, esto tiene continuidad con la larga secuencia que habíamos visto antes del estallido. Hoy empiezan a aparecer escándalos de corrupción, donde las personas ven: ‘acá hay un establishment que es responsable de alguna forma de que las cosas no cambien’.

P. ¿El caso Audios es la prueba de eso?

R. No sé si la prueba, pero vuelve a poner sobre el tapete esta idea de que hay una élite a la que no importa mucho de qué lado está del debate ideológico. Pero cada uno tiene mecanismos a través de los cuales reproduce sus privilegios, dejando los intereses de la ciudadanía de lado. Yo creo que eso también es peligroso para el sistema.

P. ¿Cambió Chile después del estallido social?

R. Es muy difícil separar el estallido de los efectos de la pandemia. El estallido, obviamente, genera un shock, rompe lo que significa de alguna forma el cuestionamiento a la trayectoria de desarrollo que había en Chile o sus élites pensaban tener y le vendían al resto de la región.

P. Chile, el ‘mejor país de Latinoamérica’.

R. Claro, entonces ahí hay una discontinuidad en el relato respecto a la trayectoria del país. Pero creo que temas como, por ejemplo, la expansión de mercados ilegales, es un fenómeno que se está dando a nivel regional e, incluso a nivel global, que en el discurso chileno se asocia mucho a esta idea de ‘estallido delictual’, por ejemplo.

P. Ese término, ‘estallido delictual’, lo instaló parte de la derecha.

R. Sí, y es parte del relato de este giro conservador que ha tenido Chile. Pero si uno mira a otros países donde hubo estallidos —Perú, Colombia, Ecuador, Argentina— lo más llamativo del chileno es su duración. Y esa duración extensa es reflejo de la crisis de representación, porque muestra como las élites no pueden recomponer y ofrecer salidas creíbles a la ciudadanía.

P. ¿Y el acuerdo por la nueva Constitución?

R. La élite chilena se enorgullece de haberle dado un cauce institucional al estallido y en ese acuerdo de 15 de noviembre hay un mérito innegable. Pero ignoramos el hecho de que el estallido chileno fue el que duró más tiempo en la región y el sistema político tuvo dificultades para poner bajo control las protestas y darle algún tipo de estructura al conflicto.

P. Duró en las calles aproximadamente cuatro meses.

R. La pandemia tiene un rol importante en las restricciones de movilidad y el verano lo tuvo en bajar la protesta. Si miramos lo bueno, le dimos un cauce institucional con el proceso constituyente, pero no sé cuánto sentido le hizo a la ciudadanía. El mínimo común denominador de los dos procesos fue la incapacidad de hacerles sentido a la ciudadanía, y de vertebrar y canalizar el conflicto a la arena institucional. Y creo que seguimos estando ahí. Yo hablo bastante de esta idea de la falta de futuro. ¿Qué futuro ofrece el sistema político y los liderazgos políticos hoy a la sociedad? No hay ninguno; lo que hay es este juego de culpas cruzadas y se hunden todos. Y se están hundiendo todos, todos lo vemos y parece que ninguno es capaz de salir de esa lógica.

P. ¿La que se hunde es la clase política?

R. No solo es la clase política, es el sistema institucional. Y me parece tremendamente relevante para la democracia y para el futuro del sistema lo que pasa hoy con el sistema judicial.

El impacto del ‘Caso Audios’

P. ¿Cuánto afecta esta crisis del Poder Judicial derivada el caso Audios? La Corte Suprema acaba de destituir a la jueza Ángela Vivanco.

R. Vuelve a minar lo poco que quedaba de legitimidad sistémica. No hay democracia liberal ni economía de mercado que funcione bien sin un sistema de justicia mínimamente legítimo y funcional. Y no solo afecta lo de Vivanco, sino también lo que ha pasado respecto a la Fiscalía, pues pone en tela de juicio un bastión fundamental del orden democrático-liberal, que es el sistema judicial y su legitimidad.

P. Usted ha dicho que su libro no es pesimista, pero se le escucha de esa forma...

R. Me parece que, y eso lo escribo en el libro, obviamente tengo una visión más bien pesimista de la situación. Pero el decir que alguien es pesimista o que su diagnóstico lo es, también es una forma rápida de sublimar y de meter bajo la alfombra problemas que para mí son evidentes y que son los que tenemos que estar pensando. Entonces, yo podría decir, ‘bueno, los problemas del sistema político chileno se empiezan a solucionar con la reforma al sistema político que hoy está en el Congreso’. Eso para mí es voluntarismo, es no entender los problemas que tenemos.

P. ¿No es una reforma importante?

R. Sí, pero se basa sobre un diagnóstico equivocado, técnicamente incorrecto, y esto lo han dicho colegas en varios foros. El tener un número menor de partidos no significa que sean mejores. El problema es que los partidos tienen quebrada la relación con la ciudadanía. Entonces, puedes restringir el número, pero no vas a tener más disciplina partidaria ni necesariamente mejor calidad de la política. El problema es mucho más estructural. Y yo creo que esto es muy propio de Chile y, en parte, se refleja en el haber pensado también en la Constitución como la solución al estallido.

P. Pero así fue como se canalizó políticamente el estallido.

R. Mi impresión siempre fue que lo que había que reconstituir era el lazo social, una comunidad política que había explotado. Tenemos una política pública muy asociada a esta idea de incentivos, de reglas institucionales de cómo piensan los abogados constitucionalistas y los economistas, que de alguna forma niega la sociología que está detrás de los problemas que se intentan solucionar desde arriba escribiendo leyes. Entonces, si ser pesimista implica decir, ‘mira: acá hay un problema social; hay problemas estructurales que tienen que ver con cómo funciona la sociedad; con cómo esto ha funcionado en los últimos 40 años y las consecuencias que eso ha tenido, y que no se soluciona con algunas innovaciones institucionales, bueno, soy pesimista’. Pero admitamos que del otro lado hay bastante voluntarismo, y que ese voluntarismo no nos ha traído muchas consecuencias positivas en los últimos años.

P. Por el momento que vive el país, hay quienes creen que Chile está al borde de tener un líder populista. Pero usted ha dicho que no nencesariamente puede ocurrir.

R. Nosotros tenemos esta idea del cuco populista, o sea, Chávez, Bukele. Y, en realidad, en sociedades como la chilena es difícil todavía pensar en liderazgos capaces de ganar una elección y, al mismo tiempo, consolidirdad su legtimidad desde el gobierno. Lo más probable es que en Chile tengamos irrupciones de outsiders a los cuales les va a costar más ganar una elección y, si lo hacen, les va a costar gobernar. Esta es una sociedad que se ha vuelto cada vez menos gobernable y quienes gobiernan encabezan un estado con cada vez menos poder. Entonces, yo matizaría el rol de populismo como la principal amenaza que hoy enfrenta la democracia chilena. Porque tenemos una democracia anémica, lánguida, en la que el Estado no permite mover la aguja. Es casi una letanía.




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Sobre la firma

Ana María Sanhueza
Es periodista de EL PAÍS en Chile, especializada en justicia y derechos humanos. Ha trabajado en los principales medios locales, entre ellos revista 'Qué Pasa', 'La Tercera' y 'The Clinic', donde fue editora. Es coautora del libro 'Spiniak y los demonios de la Plaza de Armas' y de 'Los archivos del cardenal', 1 y 2.
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