Comidas capitales en extinción
Un agujero negro se tragó la mayoría de platos y sabores que aludían a la naturaleza cercana a la memoria doméstica de siglos
Las extinciones, culturales, gastronómicas también, generalmente no se anticipan, ocurren y ya está. Una cultura concreta, aquella que se articuló distinta cada día del año, por el relato material fruto de decenas de productos, alimentos, platos, guisos, pastas, conservas, y que fue habitual, por lógica, en las mesas litorales ya no existe. Se ha perdido un gran capital común por falta de uso y, especialmente, la desaparición de quien lo sabía manejar y lo hacía con oficio.
Ha pasado y no tiene remedio, no valen el quejido y la melancolía. Un agujero negro se tragó la mayoría de platos, sabores y detalles que aludían a la naturaleza cercana, gracias al manejo cierto del fuego. En la mesa casi todo son recuerdos, libros cerrados. “Ex-comidas” que decía Miquel Barceló, el historiador, es Pereió, que dio título a otro libro que no hizo, que no hicimos.
Aquello que se aparca, por costumbre y necesidad, suele desaparecer. También fue así con Materia de destrucción, para mencionar otro proyecto que quedó en el título del citado Barceló, —a medias con el pintor Miquel Barceló— sobre la devastación de los pueblos americanos con la colonización española.
Algún deseo también se mueve sobre aquello que parece imposible: olores, gustos, momentos, gentes, recuerdos en medio de la niebla, memoria incierta. El inventario de los olvidos es una inmensa mayoría de menús corrientes, alimenticios y de gozo, espléndidos y comidas normales y habituales.
La cocina de cada día y de las fiestas venía determinada por la eficacia y la lógica, los productos de las estaciones, el mandato de las creencias, rituales vecinales, los ayunos, abstinencias. Decenas de platos y dulces acotaban el año. Aquel carrusel diverso ya no es factible en el día a día.
La inmensa mayoría de los platos que levantaron la tradición no se cocinan —ni se recuerdan— en las casas particulares. Este hundimiento se inició en los años setenta del siglo XX, el último hito del esplendor doméstico culinario y, además, la primera piedra del muro del olvido; así se levantaron los conceptos de uso de la modernidad.
Desde un punto de vista en el paisaje de la cocina local, tradicional, se observa la derrota universal de la gastronomía pública, que nunca fue un castillo lleno de estrellas. Muchos restaurantes —no todos— son o han sido de trayectoria fugaz, con chef, carta y nombre inestables, con puertas abiertas al sucursalismo culinario. Esta cocina comercial está industrializada, es anecdótica y uniformizadora, ajena a los mercados y a orígenes identificables.
Adiós a la diversidad. Los capitales gastronómicos diversos que nutrían las mesas privadas, según la mano de la cocinera, el pulso del mercado, el huerto, la despensa y las propias conservas. Ahora todavía se podría hacer una parte del menú canónico de los recetarios familiares yendo al mercado de los campesinos y las tiendas de concentración de la oferta más o menos de proximidad. Pero no hay horas ni manos expertas que organicen la mesa desde la congruencia, el orden antiguo y la novedad atractiva.
Este crac de la cocina urbana y campesina se evidencia, por ejemplo, simbólicamente, en la desaparición de la costumbre de la matanza del cerdo; ahora casi es un gesto de heroicidad, de resistencia. Y las matanzas que se celebran todavía son una fiesta cultural en plena derrota de la agricultura y de los campesinos que engordaban y sacrificaban sus cerdos para tener reservas. Muere esta fiesta de la comida y la relación clanica, el acontecimiento coral mallorquín, junto con los funerales o actas de tanatorio, por otras muertes.
La fiesta en la mesa de las matanzas quizás pantagruélica, las comidas comunales son —según dónde— más que interesantes, buenas, únicas, de un día al año. En la mesa desde la merienda hasta la comida/cena. Los tres fritos tempraneros (el de sangre: el de lomo, tocino y patata y el de hígado con tomate). Para cenar sopas de verdura, setas y carne pero sobre todo, arroz de matanzas, más escaldums, un guiso con albóndigas. Mesa dispuesta de kilómetro cero total.
Albóndigas de carne del cerdo aún tibio con patatas al final casi deshechas, más tajadas de gallinas de Guinea, pavo o gallina de corral guisado en un sofrito de manteca, con setas quizás y una picada múltiple de frutos secos. Envuelto en un poco de caldo el guiso emite un olor magmático, profundo.
Aparece al final de fiesta de los sabores y olores intransferibles que señalan un lugar concreto, un estilo reiterado, encadenado, con las oleadas que no frenan la inercia necesaria de la historia de los isleños. Son los escaldums, intraducible (caldoso, caliente), una parte oculta de la isla que flota por debajo las sobras de la realidad.
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