Qué fue de la chica más guapa de COU
Encuentro más de cuarenta años después con una excompañera de clase convertida en experta en la tradición espiritual budista
Viniendo de un bachillerato en colegio de curas, con educación segregada (solo tíos, claro), formación del espíritu nacional, primeros viernes, Domund, etcétera, hacer COU el curso 1974 -75 en la muy liberal y mixta academia Wellthon, en lo alto de la calle Aribau de Barcelona, donde se juntaron algunos de los elementos peores, más revoltosos, estilosos, progres, pijos y más divertidos de cada casa de entonces, me supuso un cambio que ni les cuento. El primer día me puse de pie como un tiro al entrar el profesor en el aula, lo que provocó el alborozo y pitorreo de toda la clase, incluido el propio maestro, a la sazón Gerard Jacas, que nos daba lengua, filosofía y literatura. Jacas, escritor, poeta, hombre muy comprometido políticamente con la izquierda de verdad de aquellos tiempos del tardofranquismo, y una de las personas que más han influido en mi vida, nos descubriría ese inolvidable curso, digno de El club de los poetas muertos, todo, pero lo que se dice todo: de los presocráticos a la semiología, pasando por el existencialismo, el estructuralismo, Alberti, Neruda, Miguel Hernández y León Felipe –“Marinero”, solía citar, y a mí me gustaba pensar que se dirigía directamente a mí, “tú tienes una estrella en el bolsillo/ Drop a star!”-. No sé qué ha sido de Jacas, del que se rumoreaba entonces que formaba parte de un grupo anarquista y que se habían encontrado pistolas desmontadas en los tiestos de su terraza, pero esté donde esté, un saludo desde aquí con todo mi eterno agradecimiento, aunque, bien pensado, me merecí más que un “Bien” en la nota final de filosofía, dado mi fulgurante recorrido desde creer que Lévi-Strauss era solo unos vaqueros hasta leerme apasionadamente El totemismo en la actualidad.
En el otro extremo de mi experiencia en la Wellthon, pero no menos extraordinaria, estaba Mercedes Udaeta. Rubísima compañera de clase, se la reputaba por la chica más guapa del COU A de Letras (el mío), aunque dicha condición podía ampliársele sin demasiada duda al resto de los cursos, la Wellthon entera, y ya puestos la ciudad toda y sus aledaños, que alcanzaban entonces hasta el Pachá de Sitges y el Crac’s de Caldetas. Se da la circunstancia de que yo, en otra vida muy anterior a mi atribulada adolescencia, ya había conocido a Mercedes. Hija del doctor Udaeta, que era amigo de mis padres, habíamos estudiado juntos de niños, de los cinco a los ocho años, en el Colegio Norma en el paseo de Gràcia. Al reencontrármela en la Wellthon (en el ínterin ella había ido a las Teresianas y se había convertido en una preciosidad), apenas pude recordarle, balbuceando, cómo le tiraba de las trenzas y le desordenaba, para hacerla rabiar, la caja de lápices Caran d’Ache. Que en la clase hubiera chicas, y algunas tan notables como Margarita Cuxart, Liliana Guerin, Sylvana Mestre, Eleonora Furlan o Pepa Mollfulleda, resultaba la repera, pero que además estuviera Mercedes convirtió aquel COU, con todas sus revelaciones y aprendizajes del corazón y la mente, en una verdadera Arcadia. Por supuesto la competencia era durísima. Había muchos tíos más guapos y despiertos que yo, como Alberto Freixas y Javier Richard, y dado que además tenían Vespas, iban a la moda (moda Gatsby, pantalones con pinzas, tirantes, camisa sin cuello) y estaban menos concentrados en la fenomenología y los poetas, pues ligaban más. En realidad mi máximo acercamiento a Mercedes Udaeta fue firmar juntos un trabajo de historia que realicé yo solo porque ella, bastaba con verla, tenía cosas muchísimo más importantes que hacer. El curso fue pasando, la profesora de francés se lio con un alumno (Luis Álvarez, pinchadiscos en el Araña en las horas libres), a mí me votaron delegado de clase, y llegó la selectividad y con ella la desbandada.
Cuarenta y cuatro años después he vuelto a ver a Mercedes Udaeta. Me llegó a la redacción un libro suyo y quedamos para comentarlo. Yo acudí con ganas de saber qué había sido de ella y para reactivar la nostalgia de aquel año tan decisivo como lejano. Previamente me leí el libro, lo que me permitió descubrir qué inesperados rumbos ha tomado la vida de mi excompañera de pupitre. Ha pasado por un proceso de despertar, como lo denomina, se ha relacionado con grandes maestros budistas tibetanos, ha aprendido de ellos, y ha desarrollado su propio método de liberación y sanación espiritual. A mí, que vengo de una tradición diferente en la que mi lama favorito sigue siendo Lobsang Rampa y mis maestros del Tíbet los aventureros Alexandra David-Néel, Francis Younghusband, Heinrich Harrer (que, por cierto, desenmascaró al pillastre Lobsang) y Michel Peissel, todo eso me es muy ajeno, aunque allá cada uno. Mercedes explica en Método Tagdrol (Ediciones Dharma) los beneficios que conlleva el contacto con una serie de objetos sagrados, reliquias, que ha ido reuniendo, algunos recibidos incluso del mismísimo Dalai Lama. Durante el encuentro, nos movíamos en realidades separadas, ella tratando de explicarme con infinitas paciencia y encanto su sistema, karma y chakras incluidos, y yo obsesionado por hablar del COU.
La vida de Mercedes ha sido complicada. Lo explica en la primera parte de su libro, que es muy sincera y autocrítica y a mí me ha descubierto el reverso oscuro de aquella solar y dorada jovencita que conocí con 18 años. Me sorprendió –vista la poca atención que prestaba en las clases de literatura- ver que su libro arranca con ecos de Tolstói: “No hay ni una sola familia que no sea compleja. En muchas se esconde el miedo, la inseguridad, la rabia, la falta de consciencia y conexión con el ser”. Escribe que la suya familiar fue una experiencia terrible que le produjo una profunda soledad y la dejó emocionalmente al garete. Apunta que la relación con su madre fue mala y su infancia infeliz. Lástima no haberla podido ayudar aquellos años de Caran d’Ache, pero yo también tenía lo mío. Dice que luego fue una persona de lo más “convencional”, interesada en los chicos (no en todos, doy fe) y en sí misma, falta de base. “A los 17 años me fui de casa y empecé mi camino de errores hasta que conocí al lama Zapoa Rimpoché, el maestro que salvó mi vida”. En el núcleo de su infelicidad estaba la relación con su primer marido, con el que vivió 12 años tras huir de su familia a Ibiza. Y en el de su recuperación y redirección una palabra: compasión.
El encuentro, en el bar de la biblioteca de Lesseps que queda cerca del centro que dirige y donde aplica su método (de los viejos bares de alrededor de la Wellthon no queda ni uno), no tuvo ningún dramatismo. Ella pidió un té y yo un cacaolat y un donut. La escuché mientras explicaba cómo se puede uno desprender del miedo y la rabia y disipar la oscuridad de los recuerdos dolorosos y los traumas del pasado. “Cuando puedes poner nombre a lo que te ha ocurrido puedes resolverlo”. Yo por mi parte le hablé de aquellos días remotos, de mis descubrimientos e ilusiones y de lo que había hecho con los generosos dones que aquel COU derramó sobre nosotros. “Sabes”, me reconoció ella. “No me acuerdo casi de nada de entonces”. Había vivido después un tiempo con Alberto Freixas, que tuvo una muerte trágica. Estudió Artes y Oficios. Y no dejó de preguntarme por Javier Richard, lo que me causó unos absurdos celos retroactivos de 44 años. Algo leyó en mi expresión contrita porque dijo: “La gente es muy desgraciada y más en octubre”. Pero aún me esperaba una revelación más dolorosa: no se acordaba en absoluto de mí, me confesó. Y yo que hasta le había puesto su mote, Mus, a mi gato. Observó con una sonrisa mi mueca pretendidamente a lo Bogart, masticando el donut como si fueran cubitos de hielo. “No importa nada lo que uno fue, sino lo que es”, sentenció. Y la tarde nunca cayó sobre dos personas más distintas y más distantes.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.