La abubilla del solsticio
Rescate de urgencia de un ave la víspera de Sant Joan. Los pájaros sufren especialmente el estrés de las verbenas
Impactado aún por la triste noticia de la muerte de James Salter, el gran escritor estadounidense que fue piloto de guerra y nos dejó algunas de las más hermosas páginas sobre el vuelo de toda la literatura, me encontré ayer un ave herida en la calle. Era imposible no asociar ambos hechos, aunque es harto improbable que exista una relación.
En el gran libro de Salter sobre la aviación, la novela The hunters (Pilotos de caza, El Aleph, 2003), llevado al cine con Robert Mitchum, el protagonista, Cleve Connell, es abatido por los Migs 15 rusos en el cielo de Corea y su reactor F-86 Sabre cae del firmamento con un ala desprendida, en una profunda trayectoria cerca del río Yalu girando una y otra vez como una hoja de olmo. Cleve, un hombre que arrastra una herida en el alma, un mal de vivre que solo se le pasa volando, ha conseguido en la misión anterior derribar al temido as ruso de fuselaje marcado con rayas negras al que los aviadores estadounidenses conocen como Casey Jones, pero le ha atribuido el éxito a un camarada muerto. The hunters es una novela desesperada (“my ambition is not to fail”), que produce una honda melancolía en contraste con la fulgurante imagen de los reactores -— “pesados ángeles enviados para probar el valor de los hombres”— enzarzados en combate sobre unos cielos tan claros "que podías ver el mañana”.
El suceso coincide con la muerte del escritor y aviador James Salter, autor de páginas tan hermosas sobre el vuelo
No me costó identificar al pájaro abatido, una abubilla, en catalán puput (tan onomatopéyico de su canto), la simpática y preciosa avecilla que frecuenta nuestros prados y jardines en verano, y a la que Terenci Moix —es un ave omnipresente en Egipto— hizo personaje importante de su El arpista ciego. Estaba inmóvil en una plazoleta junto al parque Güell y la di por muerta; pero al agacharme para arrancarle algunas de las bonitas plumas me di cuenta de que aún estaba viva. La cogí delicadamente y la llevé a casa. La limpié cuidadosamente de excrementos y porquería y tras ofrecerle un poco de agua, que rechazó, la instalé en una caja de zapatos para que al menos estuviera tranquila. Es lo que recomiendan el sentido común y la bibliografía especializada (Recueillir et soigner les petits animaux sauvages, Gérard Grolleau, Delachaux et Niestlé, 2003). A simple vista, el ave, que podía haber chocado con un cristal o un coche, no presentaba lesiones, a excepción de la punta del largo pico un poquito desmochada. Pero no podían descartarse lesiones internas. La bauticé Cassada en honor de otro de los pilotos de Salter, protagonista de la novela homónima —ambientada en una escuadrilla basada en Alemania del Oeste en los años cincuenta— y también estrellado.
Aguardé un buen rato en la terraza junto a la caja a ver si se recuperaba, releyendo en voz alta pasajes de The hunters. "Volar al principio es peligroso. Entonces cambia. Es un deporte. Estás hecho para eso. Finalmente se convierte en un refugio. Encuentras que el cielo es el lugar adecuado. Si vuelas solo, puede serlo todo". Conocí a Salter, el Saint-Exúpery americano en cuanto a su literatura sobre el vuelo, en 2007. Pasamos una tarde hablando de aviones. Luego me envió una carta y algunos de sus libros dedicados. "Barcelona ha sido una revelación", escribía, y aseguraba que confiaba en regresar pronto. Había luchado en Corea de 1950 a 1953 y derribado un Mig —y otro probable—, en un centenar de misiones de combate, "tan excitante como el amor, tan aterrador".
Pensando en el escritor musité bajito a la abubilla: "Bandidos despegando de Antung" —la frase que hacía alzar el vuelo a los Sabres— pero no hizo más que agitar las patas y abrir la cresta. Telefoneé entonces al ornitólogo José Luis Copete, otro hombre de referencia en asuntos aéreos. "Parece grave, tendrás que llamar al Centro de Recuperación de Aves de Torreferrusa". Así lo hice. "Tráiganosla", dijeron. Pero el centro está en Santa Perpètua de Mogoda. Tengo trabajo y hoy hay verbena, aduje. Una cosa es el amor a los animales y otra hacer de ambulancia de una abubilla la víspera de Sant Joan. Tampoco es uno San Francisco de Asís. El silencio al otro lado de la línea parecía cargado de reproche. "Está bien, llame a los agentes rurales y le pasarán a buscar el ave". Volví a marcar. "No, no; haga una cosa, llévela a una clínica veterinaria que le queda cerca, Dacs, en Lepant, y la recogeremos nosotros allí". Me pareció un buen arreglo. Tomé la caja y me dirigí en motocicleta hacia el punto señalado.
Dacs es un lugar agradable, muy luminoso. Me atendió una joven con gran cordialidad. No le pareció extraño que apareciera por ahí un tipo con una abubilla en una caja de zapatos. Entre otras cosas porque acababa de salir —me crucé con él— otro que les había llevado un vencejo en otra caja de cartón. Vaya tráfico. "Llevamos varios hoy. Estos días son malos para las aves", me explicó la veterinaria tomando en brazos a Cassada con pericia profesional. "Los petardos las asustan, salen volando enloquecidas y chocan. Un estropicio". Asentí. Arrugó el entrecejo ante el pájaro que parecía adoptar la actitud atemorizada que todos tenemos en los hospitales. "Mmm, ya veremos, ya veremos. Vamos a darle calor, de momento". Se llevó a la abubilla al interior de la clínica y juntas franquearon una puerta que rezaba "Enfermería". Me despedí silenciosamente y no pude evitar emocionarme y recordar una última línea de Salter. "Vives y mueres solo, especialmente en cazas”.
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