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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Equivoquémonos lo menos posible

Debemos corregir y dejar que nos corrijan cuando nos estamos equivocando porque en política los errores resultan muy caros

J. Ernesto Ayala-Dip

En un país como España, donde las libertades individuales y colectivas están tan ampliamente garantizadas (libertades incluso nunca menoscabadas, a pesar de algunos peligrosos intentos por parte del Gobierno del PP), es absolutamente normal su contradictorio paisaje ideológico. No menos normal que en otros países de nuestro entorno. También debería ser normal los diferentes conceptos y proyecciones de futuro de cómo debería ser España como Estado. ¿Deberíamos seguir siendo una monarquía parlamentaria? ¿Y si fuera hora de plantearnos una república?

Con la abdicación del rey Juan Carlos, esta discusión surgió, y seguramente seguirá prosperando en función de cómo perciba la ciudadanía su vigencia o utilidad. La sociedad del bienestar está seriamente amenazada. Las bolsas de pobreza aumentan y la desigualdad social también. La numantina cerrazón tras la cual se parapetaron las medidas de ajuste y austeridad presupuestaria dictadas por Bruselas están cambiando el mapa político de cara a nuestros más inmediatos futuros electorales. Desde la época de la Transición, nunca se había visto el bipartidismo tan cuestionado por las urnas. Y a ello colaboran, los flagrantes casos de corrupción casi institucionalizados.

En este contexto de cambio, de exigencia ciudadana por ampliar los márgenes de práctica democrática y de transparencia en la gestión de la cosa pública, la estructura actual del Estado también está en entredicho. Para algunos el Estado de las autonomías está agotado. Para otros está bien como está. Y también hay quienes piden que el Estado recupere competencias que nunca debió ceder. Podríamos hablar entonces, dadas las actuales circunstancias en esta delicada materia, de la existencia de una tensión democrática, una previsible tirantez (previsible si no se considera que nuestra carta magna es un fósil legal) que obliga a sentarse a dialogar y llegar a grandes y duraderos acuerdos de Estado.

A esta situación hemos llegado en Cataluña, donde las partes en litigio (la Generalitat y el Gobierno central) no aciertan a encontrar la estrategia adecuada para solventar el desencuentro. Y como no la encuentran, aquella normal tensión democrática se ve día a día envenenada más y más hasta sumir a gran parte de su población en una suerte de incertidumbre (o guerra tonta) sin saber exactamente cómo reaccionar.

Las partes en litigio (la Generalitat y el Gobierno central) no aciertan a encontrar la estrategia adecuada para solventar el desencuentro

Ahora, en este trance histórico del cual solo se puede salir mejor de lo que se entró (teniendo en cuenta que el Gobierno español, y antes dirigentes del Partido Popular, hicieron muy poco para impedir que las cosas llegaran a este extremo), las percepciones sobre lo que está ocurriendo en Cataluña también son distintas, cuando no abiertamente antagónicas.

A partir de aquí, amén de lo que puedan (y pueden mucho si se lo proponen) los responsables políticos del arco parlamentario y los máximos representantes del Gobierno central y de la Generalitat, los demás estamentos de la sociedad (tanto la española como la catalana) tendrían que poner el máximo de responsabilidad y buena voluntad a la hora de hacer sus diagnósticos sobre lo que está sucediendo en Cataluña.

Voy a poner algunos ejemplos. Hace unos años se puso de moda afirmar que en Cataluña el castellano estaba a punto de desaparecer. Se dijo dentro y fuera de Cataluña. Que la acción arrolladora de la inmersión lingüística (avalada por altos organismos europeos) dejaba indefenso al castellano. Ya no voy a hablar de cuando también se puso de moda decir que el Gobierno nacionalista de Convergencia i Unió (y también cuando gobernó un tripartito de izquierdas) cada vez se parecía más a un régimen tan atrozmente totalitario como el nazi. Hubo quien incluso nos recomendó leer La lengua del Tercer Reich, de Victor Kemplere, para que nos hiciéramos una idea lo más aproximada posible del siniestro país en el que vivimos. Tampoco faltan los que alegan una especie de ostracismo en los medios públicos catalanes, de los que son habituales contertulios. Sinceramente, no creo que esta sea la mejor manera de oponerse al injusto España nos roba o entelequias difícilmente comprobables como “separada de España viviremos mejor”.

No es fácil descifrar una realidad social, lingüística o política a la primera. La demagogia, el oportunismo, ahora el populismo, nublan la lucidez. Incluso a veces, la buena fe que se tendría que aquilatar en un asunto tan trascendental como este para la buena convivencia entre todos. Los intelectuales deberíamos poner nuestro grano de arena. Estamos obligados a percibir lo que nos rodea y a emitir juicios sobre lo percibido con la mayor ecuanimidad posible. Y con la mayor honestidad.

No niego a nadie esa cualidad, aunque por momentos da que pensar tanta imprecisión y desinformación: lo formulo así, dado lo ofensivo y hasta injusto que podría sonar llamarle a todo ello mentiras. Sería más cómodo, a lo mejor, aplicar la cínica máxima napoleónica según la cual cuando tu adversario se esté equivocando no lo interrumpas. Debemos interrumpir y dejar que nos interrumpan cuando nos estemos equivocando. En política las equivocaciones resultan muy caras. Además de irreparables. Afectan a las personas y a su presente.

J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario

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