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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Deconstruyendo el pujolismo

Ahora menos que nunca es convincente la teoría de que con la independencia seremos más demócratas y más intachables

Dice Ulrich Beck en una entrevista publicada recientemente en este periódico que hay males que engendran como efectos secundarios bienes comunes. Un ejemplo podrían ser los delitos de la familia Pujol que, es de esperar, acabarán con el pujolismo. Ya lo han hecho en la medida en que, después de la confesión, nadie se atreve a romper una lanza por alguien que ha sido intocable durante años: los proyectos de Jordi Pujol eran los de Cataluña. Él se atribuyó esa “voluntad de ser” que, a juicio de Vicens Vives, define la catalanidad. Sin percibir que la voluntad de ser, así sin más, no dice nada, sólo apunta al anhelo de construir algo indeterminado. Pues el ser, como notó Aristóteles, “se dice de muchas maneras” y lo que signifique depende del atributo que le pongamos. Si de lo que se trataba es, como parece, de llegar a ser soberanos, propiamente lo que se busca no es “ser” sino “poder”. El poder de un estado.

El poder es imprescindible para llevar a cabo cualquier proyecto. Desde la impotencia no se hace nada, ahí no se equivocan los soberanistas que reclaman todo el poder para Cataluña. Entendámonos: todo el poder que hoy le es dado a un estado en un mundo globalizado, que no es gran cosa. Sea como sea, el poder obtenido democráticamente se legitima no sólo por sus fines, sino también por los medios. En la buena articulación de unos y otros se encuentra esa sabia combinación de la ética de la convicción con la ética de la responsabilidad de que hablaba Max Weber. Hoy sabemos que, en el proyecto pujolista de construir una nación, los medios dejaron mucho que desear desde el punto de vista de unos principios no nacionales, sino éticos. Hasta la confesión de Pujol no ha sido posible decir claro y en voz alta —lo de clar i català me temo que aquí no es pertienente— que lo de Banca Catalana fue un fraude y que la denuncia del 3% que, en un momento de sano desahogo se le escapó a Pasqual Maragall, tenía fundamento sobrado. Se sabía, pero era mejor silenciar todo lo que pudiera distorsionar el objetivo primordial de fer país. La destrucción, esperemos duradera, de ese espeso silencio es el primer rédito que habremos obtenido de la confesión de Jordi Pujol.

A Jordi Pujol le gustaba últimamente hablar de ética y de valores. La Fundación que creó al dejar la presidencia se dedicaba a estas cosas. El problema es que los valores no se instauran en una sociedad sólo disertando sobre ellos, sino construyendo unas estructuras, desde la familia y la educación a las instituciones políticas o lo medios de comunicación, capaces de conseguir que esos valores afecten realmente a las personas de forma que sientan que compensa cultivarlos. Cuando eso no ocurre, lo que excita el deseo y mueve a actuar son meros intereses particulares que no dudan en incurrir en fraudes y delitos. El programa pujolista ha sido muy severo para reprimir todos aquellos elementos que ponían en peligro la diferencia catalana. Y, al contrario, le ha faltado autoridad y decisión para censurar prácticas clientelares y tratos de favor destinadas a mantener una red de intereses y fidelidades personales. A la luz de ese entramado vicioso sin el cual no se explican las corrupciones y enriquecimientos desmesurados de los Pujol, los Millet y otros tantos, el fet diferencial de Cataluña será cualquier cosa menos motivo de orgullo nacional.

Para deconstruir el pujolismo, y Convergència, hecha a imagen de su líder, habrá que desmenuzar todos sus elementos con el fin de mostrar las trampas y artimañas que lo han sostenido durante tanto tiempo. Todo esto ocurre en momentos de quiebra del sistema de partidos que tenemos en España, sin excluir a Cataluña. Estamos viendo que es un escándalo demasiado generalizado saltarse la ley en provecho de un partido o, en el caso Pujol, a favor de una familia o de un país. Pujol no quería enterarse de lo que hacían los suyos, de la misma forma que dirigentes de varios partidos han descubierto por la prensa las tropelías de sus subordinados. El primer movimiento deconstructor del pujolismo debiera ser que su artífice responda en sede parlamentaria. Aunque no tenga ninguna obligación política de acudir al Parlament porque ya no es ni honorable ni presidente, qué menos puede autoexigirse un personaje que ha entregado toda su vida a un ideal, respetable y legítimo, pero ensuciado por un montón de prácticas inconfesables.

Los soberanistas no dejan de repetir que el caso Pujol debe desvincularse del proceso independentista. A ellos les incumbe encontrar la manera de conseguirlo. Ahora menos que nunca es convincente la teoría de que con la independencia todo cambiará, seremos más demócratas y más intachables. Ningún cambio político, por grande que sea, elimina el deseo de eludir las normas en provecho propio si, simultáneamente, no se instaura una cultura que incite a las buenas prácticas y que controle y penalice sin misericordia los incumplimientos.

Victoria Camps es profesora emérita de la UAB.

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