La muerte ética de un pospolítico
Nunca entenderé por qué Pujol no concertó una rueda de prensa con turno de preguntas para anunciar su muerte pospolítica
Nunca tuve la oportunidad de saludar a Jordi Pujol. Ni estrecharle la mano, aunque lo tuve muchas veces a escasos metros míos. Tuve la ocasión de observarlo (y escucharlo) de lejos. En las dos circunstancias comprobé su manejo de las distancias. Las cortas y las largas. Un cruce relámpago con sus siempre encendidos párpados, te indicaba enseguida si te reconocía de algo o no sabía, hasta ese momento, nada de tu existencia. Pero nunca te subrayaba displicencia. Como si la indiferencia hacia el prójimo no estuviera en su programa genético. Eso en las distancias cortas. En las largas cambiaba la intensidad. Tú solo eras un punto en la masa que lo escuchaba, pero lo sentías como si te hablara sólo a ti. Sus ojos no miraban la multitud, era como si mirara a uno por uno. De ahí esa sensación de calidez, calculada no con el cerebro sino con la incorregible necesidad de ser escuchado.
A Pujol le gustaba hablar posiblemente más que escuchar, defecto que le acercaba peligrosamente al ego dictatorial
Una noche, en los premios de la Nit de Santa Llucia, patrocinados por Òmnium Cultural, asistí a uno de sus improvisados discursos. Los premios ya habían sido librados. Las consabidas palabras preliminares a los fallos, habían sido pronunciadas. Por lo tanto, al escuchar el fallo y texto de rigor del ganador del premio rey de la noche, se suponía que la cena se daba por finalizada. Los invitados nos levantaríamos y enfilaríamos hacia nuestros hogares. Esa noche no fue así. Vi subir raudamente al estrado de los presentadores y los presentados al expresidente. Sacó sus infaltables chuletas y comenzó a perorar de no me acuerdo ahora cuántos asuntos. Su irrupción en las postrimerías de la fiesta literaria, sorprendió a más de uno. Los premios librados habían sido muchos. Cada ganador no nos libraba de sus agradecimientos al jurado y sus teorías sobre la literatura, la vida, además de adelantarnos algo de la trama y tema de su libro galardonado. El cansancio ya empujaba al sueño. Cada cual quería marcharse, tras saludar educadamente a su ocasional vecino o vecina de ágape. Impertérrito, como si nada de lo transcurrido hubiera hecho mella en su físico y en su ánimo, Pujol comenzó a desgranar sentencias y consejos. Estábamos al filo de la medianoche y quien gobernó veintitantos años el palacio de la Generalitat no cesaba en su empecinado monólogo. Sorprendentemente, lejos de ser contagiado por la dormidera general, se hizo presa de mí un ataque de curiosidad psicológica y me resigné a estudiar al improvisado conferenciante. Así descubrí que aparte de dominar las distancias humanas, Pujol dominaba los tiempos de quienes se doblegaban a escucharlo. Nuestro tiempo no era el nuestro sino el suyo. Pujol se escuchaba y entraba en una especie de arrobo. Como si él no fuera él sino otro tan bueno o mejor que él. Esos papeles que dominaba a la perfección no parecían ser consultados por quien los había pergeñado. Por un momento tuve la impresión de que el exmandatario pensaba en voz alta, a la vez que sentía la imperiosa necesidad de anotar en esos papeles sus luminosos pensamientos. Esos papeles no tenían la función de auxiliar en caso de que el hilo del discurso quedara interrumpido por un inesperado lapsus. Esos papeles estaban allí para ser escritos al calor de la intensa inspiración discursiva.
Después de la vida política, a los que han hecho política real (buena o mala) les queda el consuelo de un retiro glorioso en el Colombey-les-Deux-Églises de turno
Mi padre solía decirme que desconfiara siempre de quien no mirara de frente a su interlocutor. En el caso de Pujol me parece que la costumbre de dirigirse a los otros con la cabeza gacha tenía más que ver con esa necesidad suya de buscar las palabras en el fondo de su cerebro, no fuera que las frases quedaran cortas para el tamaño de su ímpetu verbal. Jordi Pujol no hablaba mecánicamente. Improvisaba. No hablaba al dictado de un programa aprendido. Improvisaba y creaba su programa instantáneamente. Le gustaba hablar a los demás. Pujol no fue un comunicador, no con el sentido que se le da ahora a esta palabra. Pujol fue un monologuista. Le gustaba hablar posiblemente más que escuchar, defecto que le acercaba peligrosamente al ego dictatorial. Le gustaban demasiado las palabras y urdir ideas sobre todo lo divino y lo terrenal para volcarlas hacia la inmortalidad inmediatamente. Es posible que viajara tanto por toda Cataluña para que a los catalanes no les faltara nunca su ración de ideario pujolista. Pero también porque las palabras, además de la sensación de estar construyendo con ellas su Cataluña, eran su medio de supervivencia no solo ideológica sino también vital.
Por eso nunca entenderé por qué Pujol no concertó una rueda de prensa con turno de preguntas para anunciar su muerte pospolítica. Y no ese sospechoso adiós por escrito, con muchísima más pena que gloria. Sí, digo bien, muerte pospolítica. Porque después de la vida política, a los que han hecho política real (buena o mala) les queda el consuelo de un retiro glorioso en el Colombey-les-Deux-Églises de turno. Qué rueda de prensa hubiera sido esa. Qué discurso sobre la ética y hasta la no ética nos hubiera propinado el que fue nuestro President.
J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.
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