Frascos de perfume
En el Museo Arqueológico de Barcelona me acordé de Lee Miller
Fui con dos amigas belgas, madre e hija, a visitar la nueva exposición del Museo de Arqueología de Barcelona, un museo modesto pero agradable. La exposición, sobre afeites, maquillajes y peinados en la antigüedad, también es modesta pero agradable y —signo de la crisis— se podrá visitar hasta el mes de junio.
Venía incluida en el precio una visita comentada por una guía, visita que precisamente estaba a punto de comenzar. Nos apuntamos a la visita.
También se apuntaron tres turistas andaluzas, de cierta edad, que eran, con nosotros, los únicos visitantes del museo aquella mañana.
Por todo el mundo se ven, en museos, monumentos e iglesias, a estos grupos compuestos exclusivamente de mujeres que creen en que la cultura les dirá algo.
La guía se puso a dar sus explicaciones en catalán, y yo le pedí que, si no suponía para ella un grave trastorno, hiciese el discurso en castellano, lengua que tanto mis amigas belgas como las turistas andaluzas conocían, y también ella, naturalmente, ya que, siendo barcelonesa y razonablemente ilustrada, será bilingüe.
Las andaluzas no se atrevían a decir ni pío, temiendo quizá ser ofensivas, pero asentían y me miraban como a una ayuda inesperada.
¡Pero, ay, era imposible!, se excusó la guía, un poco turbada. Estamos, dijo, en un momento muy delicado, un momento crítico… Hay órdenes de arriba… Antes también había una visita en español, pero con los recortes, con la crisis, se ha cancelado…
Mis amigas belgas y yo nos miramos, nos encogimos de hombros y nos apartamos, para seguir la visita por nuestra cuenta. A estas cosas en su país están acostumbradas. Recordé la visita, hace unos años, a la casa de Rubens en Amberes, Bélgica, donde la recepcionista, una flamenca fanatizada, fingía no entender palabra de francés, y hube de entenderme con ella en inglés, pero permitiéndome luego la agridulce revancha de cubrirla de los improperios más groseros de los que dispone la lengua francesa, mientras le sonreía dulcemente, sabiendo que, aunque impávida, me entendía perfectamente.
En el Arqueológico de vez en cuando nos cruzábamos con la guía y las tres turistas andaluzas, que la escuchaban sumisas, tratando de entender algo de lo que les contaba. Pienso en esa guía: hablando para no ser entendida, hablando sola como los locos, tenía que sentir todo el absurdo de su situación, pero no se atrevía a conculcar las instrucciones recibidas.
Vimos la exposición: vimos las colecciones de peines, las joyas, las hebillas, los frasquitos de perfume de tiempos de los romanos, que de aquellos días a esta parte han perdido todo rastro, todo aroma de seducción que le conferían a unas mujeres del siglo III.
Me acordé del gran frasco de perfume, gran poliedro de cristal, perteneciente a Eva Braun, que la fotógrafa americana Lee Miller se llevó de recuerdo de casa de Hitler —típico hurto fetichista, común entre los corresponsales de guerra cuando ingresan en las viviendas de los tiranos destronados— que, junto con algunos de sus magníficos y turbadores autorretratos bañándose en la bañera de Hitler, con una expresión de angustia en el rostro, se expuso el año pasado en la Documenta de Kassel, donde trabajaba mi amiga, la comisaria Chus Martínez.
Lee Miller, vestida con el casco de acero y el uniforme del Ejército norteamericano y, bajo los rizos rubios de su bonita cabellera el cráneo lleno de las impresiones tremendas del Berlín devastado, entra en casa de Hitler. Aprovecha para darse por fin un baño, y fotografiarse tomándolo; y luego supongo que se seca con la toalla de Hitler o de Eva Braun, se viste y se va con su gran frasco de perfume…
De manera que en el Museo Arqueológico, ante aquellos frasquitos de vidrio turbio, me acordé también de Chus, de Eva Braun y de Lee Miller, tres mujeres, que sumadas a las tres turistas andaluzas, a las dos amigas belgas y a la guía, sumaban nueve mujeres en las que pensar. Para completar la decena faltaba solo una, que se me ocurrió que podía ser la cleptómana del soneto de Manuel Luna; porque el poeta la conoció en un comercio antiguo de La Habana, “hurtando un caprichoso / frasquito de cristal / y en su mirar ambiguo / relampagueó un oculto / destello de ideal”.
¿O quizá la décima mujer era aquella joven alemana suicida que Lee Miller fotografió recostada en el sofá, con el abrigo puesto, que parece dormida? Dormida como Le dormeur du val, de Rimbaud, el joven soldado tumbado en el valle al que por cierto “Les parfums ne font pas frissonner sa narine”, no percibe el perfume de las flores. Pero vamos a dejarlo ya que esto se está poniendo tétrico: de museo a mausoleo solo van tres letras.
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