Relectura de la propina
Ahora, los que pueden son los que más tienen que ir a restaurantes y dejar propina. Si se la merecen, claro
Hace unas pocas semanas, una columna del periodista Josep Maria Espinàs sirvió para evaluar las competencias en comprensión lectora de los alumnos de 4º de ESO en Cataluña. El texto hacía referencia a la propina. Al día siguiente, en las noticias del mediodía de TV-3, un periodista entrevistaba a unos alumnos con motivo de dicha prueba. De todas las respuestas me sorprendió sobremanera una, la de una chica muy resuelta en su definición de la propina —además de su teoría de la oportunidad— que argumentaba no satisfacerla con tanta alegría dada la situación de crisis que se vivía. Me sorprendió ese grado de madurez en una adolescente, ese precoz sentido del ahorro doméstico. Lo cierto es que la militante convicción de nuestra adolescente me recordó dos circunstancias. La primera fue cuando Pedro Solbes, ministro de Economía en los Gobiernos socialistas de Felipe González y Rodríguez Zapatero, en 2007 llegó a decir que las propinas excesivas eran un factor que aumentaban las previsiones de inflación. Una declaración que sonaba a chiste o a ocurrencia de pasillo. Se habló y se escribió mucho entonces sobre esta cuestión, aunque yo nunca creí que lo dijera en serio (independientemente de cómo gestionara él personalmente la propina). Sí me parece ahora que lo que iba en serio es que el exministro estaba muy en la línea de la actual política económica de la UE respeto a su restrictivo concepto de la inflación en la zona euro.
La segunda circunstancia a la que hacía referencia más arriba era una curiosa experiencia que tuve con un conocido hace ya dos décadas. El conocido y yo fuimos a tomar un café a un bar del barrio de Gràcia, dado que hacía mucho que no nos veíamos. Tras una hora de entretenido palique, pedí la cuenta. Una vez abonada la consumición, el camarero nos trajo el cambio. La sorpresa mayúscula se produce cuando el conocido coge las monedas y me las pone en la mano, dado que yo había pagado. ¿Qué haces?, le digo. Me alecciona que no hace falta que deje propina, que los camareros ya cobran un sueldo y que si no es lo que ellos consideran que debieran cobrar que se lo reclamen a su patrón o que salgan a la calle a protestar. Además, coronó su perorata, no es digno. Devolví la calderilla al plato y dejé al severo impugnador del proletariado con dos palmos de narices. No sé que me sublevó más, si su autoritarismo moralista, su mala educación o su mezquindad. Creo que las tres cosas a la vez.
En la base de toda propina el fundamento siempre es el mismo. Te sientes tan satisfecho con el servicio que recibes
Cuando viene un mensajero a casa nunca sé si hay que darle una propina o no (por lo menos no lo sé con la misma seguridad que empleo cuando dejo propina en un bar), teniendo en cuenta que hay dos tipos de mensajeros: los que te saludan y los que directamente te espetan: “Firme aquí”. En la base de toda propina el fundamento siempre es el mismo. Te sientes tan satisfecho con el servicio que recibes que te convences que merece ser recompensado con un pago adicional, una gratificación. El director de una orquesta también cobra un sueldo. Y sus componentes. Pero eso no es óbice para que expresemos nuestro agradecimiento, si es que ha correspondido a nuestras expectativas estéticas, con un cerrado aplauso. Y ellos a su vez, agradecidos por nuestros aplausos, nos los premian con una serie de bises (o propinas, como se dice en el argot musical).
Veamos ahora algunos datos. La mayor caída de la demanda interna de 2011 vino de la mano del gasto de los hogares (-1%), de los bienes de equipo (-3,9%) y de la construcción, sobre todo de la residencial (-4,7%). La de 2012 será aun más destructiva. En este contexto macroeconómico, nuestra niña del telediario decía que en tiempos de crisis es cuando menos hay que practicar la propina. Yo creo precisamente todo lo contrario. Ahora, los que pueden son los que más tienen que frecuentar restaurantes, ir al cine, no echar a la señora de la limpieza o bajarle el precio de la hora, y cambiar esas cacerolas abolladas que tanto afean una cocina por otras más relucientes. Y sobre todo, propina, dejar propina. Si se la merecen, claro.
J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.
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