El cuento del lobo: la inagotable leyenda de un fabuloso depredador
Temido, odiado y respetado a la vez, símbolo de la naturaleza salvaje, el lobo puebla desde hace siglos la geografía y la imaginación de la humanidad
El origen del cuento Caperucita Roja se mantiene como un misterio: en un friso del siglo XV del palacio de Jacques-Cœur, en Bourges, aparece ya grabado en piedra, lo que demuestra que se trata de un relato muy anterior, que se pierde en los bosques de la Edad Media. Incluso algunos historiadores creen que es una versión de El lobo y las siete cabrillas, un cuento alemán cuyo origen se remonta al siglo I. Michel Pastoureau, el historiador francés de los colores y los animales, tampoco encuentra una conclusión clara sobre la antigüedad del cuento ni sobre el origen del color del vestido de la niña, solo descarta que se trate de un símbolo sexual. Pero hay un elemento en el que coinciden todas las explicaciones: el lobo es el malo, un demonio de voracidad y violencia.
Una versión de Disney, editada por Molino en 1934, que mezcla precisamente los dos cuentos, se titula El lobo feroz. En la España de entonces los lobos eran alimañas que debían ser exterminadas. Casi hubo que esperar hasta aquel inolvidable capítulo de 1977 de El hombre y la Tierra sobre el lobo ibérico para que empezase a cambiar la forma de ver a este formidable depredador, que estuvo al borde de la extinción y que hoy campa a sus anchas por Europa. “El hombre ha declarado la guerra al lobo desde su cultura neolítica”, decía Rodríguez de la Fuente en aquel documental que empezó a cambiar la percepción hacia este poderoso depredador. “La vieja e implacable guerra entre el hombre y el lobo. ¿Cuándo terminará?”, se preguntaba.
La guerra al lobo —un conflicto que se prolonga desde hace 2.000 años, como relata el naturalista francés Jean-Marc Moriceau en L’homme contre le loup (Pluriel)— no ha terminado y el debate sobre su caza y los daños que provoca en el ganado recorre el mundo occidental. Se ha convertido en símbolo de una naturaleza que la humanidad no llegará nunca a controlar (tal vez sí a destruir), pero también ha irrumpido como un asunto político que enfrenta al campo contra la ciudad, una de las batallas culturales con la que los ultras dividen la sociedad. Pero hay algo que no ha cambiado: desde los tiempos olvidados en que nacieron nuestros cuentos, ocupa un papel central en la imaginación humana. Una loba está en el corazón del nacimiento de la antigua Roma al amamantar a Rómulo y Remo; es la que adopta a Mowgli en la selva en el relato de Kipling. Se trata de cuentos universales, porque los lobos llegaron a habitar todos los ecosistemas de la Tierra, como recuerda Erica Berry en su bellísimo ensayo Wolfish (Canongate), desde las selvas de la India hasta los desiertos de México, desde el Ártico hasta las montañas de España.
El lobo ha sido siempre un animal diferente para los seres humanos; de hecho, domesticado, se convirtió en el perro, sin el que muchos científicos creen que no hubiésemos podido sobrevivir como especie durante el largo invierno de la era glacial. Y por eso sigue ahí, como un relato inagotable en las tradiciones europeas, pero también en las americanas y asiáticas. Erica Berry recorre todos los relatos en torno al pasado y al presente del lobo en Estados Unidos. Y recuerda el papel central que ocupa para los indígenas americanos: “Los oglala creen que todos los animales son miembros de su nación, pero los lobos gozan de un reconocimiento especial, porque los consideran parientes e iguales. Para los cheroquis es un animal protector y para los kana’ti, un espíritu poderoso. Los pueblo consideran que los lobos son un regalo del creador, un espíritu representado como una mujer con la habilidad para curar e infundir valor”. Pero esas antiguas tradiciones no impiden que haya cada vez más partidarios de las matanzas de lobos.
En la novela En la piel del lobo (Tusquets), la escritora sueca Kerstin Ekman narra un conflicto en torno a la muerte de este depredador, mientras que la última entrega de las aventuras del sheriff Longmire, Land of Wolves (Tierra de lobos; en España lo traduce Siruela, aunque este volumen no ha llegado todavía), de Craig Johnson, traza un relato similar; pero ambientado en las Montañas Rocosas de Estados Unidos. La admiración, y a la vez el odio ancestral hacia el lobo, llegan hasta nuestros días. “Le han enseñado a odiar. Le han dicho que el lobo caza por pura maldad”, sostiene un personaje de la veterana escritora sueca. El libro de Craig Johnson explica las críticas que padece el sheriff por mostrarse en contra de su caza. “Cuando vemos un lobo, es imposible no mostrarnos impresionados”, explica Longmire. “La única palabra que me viene a la cabeza cada vez que veo uno en la naturaleza es empatía. Parece que leen nuestros pensamientos. No tienen elección: necesitan saber lo que tramamos para sobrevivir”. En su libro ya clásico, Of Wolves and Men (De lobos y hombres), el naturalista estadounidense Barry López también hablaba de esa mirada del depredador, que definía como “la conversación de la muerte”, porque el lobo valora y mide a su rival a través de los ojos.
El llop (Simbol Editors), un impresionante tebeo del francés Jean-Marc Rochette traducido al catalán aunque todavía no al castellano, habla del mismo tema, el enfrentamiento entre un pastor y un lobo, esta vez en los Alpes. Preguntado en Le Monde sobre el tema, Rochette respondió: “Este asunto es nitroglicerina. Tomar partido sin matices es una receta para enfrentarse a graves problemas”. Logra que el lector empatice a la vez con el cazador, un pastor al que una loba le ha matado 150 ovejas, y con el animal. “Una bestia magnífica, una reina. Nunca he visto un animal así. Pero reina o no, le he metido un cartucho”. Un lobo llamado Wander (Errata Naturae), de Rosanne Parry, relata esa misma historia de persecución y supervivencia, pero desde el punto de vista del lobo, una óptica parecida a la que adopta el tebeo El ojo del lobo (Astiberri), una adaptación de la novela de Daniel Pennac, que narra la amistad entre un niño refugiado y un lobo encerrado en un zoo, que ha pasado media vida huyendo.
“El animal más admirado y odiado de nuestra fauna, un fugitivo condenado a vivir huyendo, una leyenda aplastada por el peso de la misma, por la ignorancia humana y por algunos intereses personales y políticos”, escribe el periodista Javier Pérez de Albéniz en su magnífico ensayo La guerra del lobo (Capitán Swing). En apenas 200 páginas que se hacen cortas, este viajero y narrador, que ha seguido a lobos en Ávila, Asturias, Cantabria, Zamora, Alaska y Canadá (y que es capaz de dedicar un párrafo entero a describir una mierda de lobo), aborda el problema en toda su complejidad: por un lado, su recuperación en Europa es un éxito medioambiental; por otro, es comprensible que los ganaderos se sientan desamparados ante el aumento del número de ataques. “El lobo es un símbolo de la naturaleza salvaje, y del distanciamiento irreversible entre esa misma naturaleza y el progreso. También es una parte fundamental de la cultura del norte de España”. Pese a que resulta muy difícil verlos, para cualquiera que frecuente tierras de lobos —lo que en España, que ha visto crecer su población un 24% desde 2014, representa una parte importante del territorio, sobre todo al norte del Duero— resulta emocionante saber que están ahí fuera. Para los ganaderos, eso significa problemas. Desde 2021, su caza está prohibida.
“Creo que nuestra visión del lobo depende mucho del entorno social en el que vivimos”, explica el naturalista Juan Carlos Blanco, uno de los grandes expertos europeos en estos carnívoros y autor de los textos del libro del fotógrafo Andoni Canela sobre el cánido, Durmiendo con lobos. “Para la gente del campo de cultura ganadera, el lobo ha sido siempre una especie de demonio, porque ataca al ganado y produce daños económicos que pueden ser importantes. Pero en los últimos años se ha desarrollado una nueva mitología del lobo bueno, como símbolo de la naturaleza salvaje y como víctima inocente de la persecución del hombre a la naturaleza. En estos momentos, las dos visiones del lobo coinciden. Una representa a grandes rasgos la cultura rural de tradición ganadera, y, la otra, la cultura urbana”.
Preguntado sobre su relato de lobos favorito, explica: “Me gusta mucho Los lobos de Morla, en el que el biólogo José Antonio Valverde da voz a Salvador Teruelo, un pastor ilustrado que vivió en las décadas posteriores a la Guerra Civil en La Cabrera, en León. Eran tiempos de escasez en España, y los ganaderos llevaban una vida muy dura, protegiendo cada día a sus ovejas. Y la vida de los lobos era también muy difícil, perseguidos a muerte. Con los ungulados silvestres casi exterminados, la única forma que tenían de sobrevivir era atacar al ganado. Este libro refleja la cultura ganadera en un tiempo que ya no existe, en el que tanto los lobos como los pastores vivían en la penuria y competían por el mismo recurso, las ovejas. Y en eso se parecían mucho, en su lucha diaria por sobrevivir en un medio inhóspito”.
La película Entre lobos, dirigida en 2010 por Gerardo Olivares y rodada en la sierra de Cardeña (Córdoba), traza una historia similar: narra la relación de dos pastores de cabras con una manada de los lobos en la España de los años cincuenta. Uno de ellos es un niño, Marcos Rodríguez Pantoja, que se queda solo en el monte tras la muerte de su maestro y acaba siendo criado por una loba, como un Mowgli de Sierra Morena. Aquel pastor pasó 12 años solo en la naturaleza y hoy vive en una aldea de Galicia. “El hombre lo ha echado todo a perder. El monte ya no es como era”, aseguraba en una entrevista con este diario en 2018.
La paradoja reside en que, en una Europa industrializada en la que los espacios naturales se encuentran amenazados por el desarrollo, hay más lobos que nunca: gracias a las medidas de protección, viven unos 20.300 lobos en la Unión Europea, un 81% más que en 2012, según datos recopilados por Financial Times en un artículo sobre el conflicto político en torno al lobo. Solo en España hay más de 2.100, una de las mayores poblaciones de la UE. Los lobos están ahora presentes en casi todos los países europeos, y los conflictos entre animales y hombres parecen calcados de un lugar a otro pese a que, a diferencia de lo que ocurre con los osos, en el último medio siglo no consta ningún ataque de lobos contra el ser humano.
La novela del dramaturgo alemán Roland Schimmelpfennig, Una clara y gélida mañana de enero a principios del siglo XXI (Periférica), relata ese avance del depredador hacia el territorio humano al contar la historia de un lobo que cruza la frontera entre Polonia y Alemania y llega hasta Berlín, donde altera la vida de sus habitantes pendientes de la bestia. Sin embargo, esta recuperación no es algo que haya ocurrido en todo el planeta. Brett L. Walker, un orientalista de la Universidad de Montana (un Estado donde conocen muy bien a estos animales), dedicó un libro apasionante a los lobos extintos de Japón, The Lost Wolves of Japan (Weyerhaeuser Books). El último lobo del Estado asiático fue abatido a principios del siglo XX, como si en un país crecientemente industrializado y homogéneo no hubiese lugar para este animal. Sin embargo, para la cultura ainu, que vive en la isla norte, Hokkaido, aunque ha sido prácticamente borrada, su gente nace del cruce de un dios y una loba. Mismas leyendas, mismos temores, misma cacería implacable.
Desde hace unos años, Michel Pastoureau está publicando en Seuil un volumen al año sobre los animales más importantes de la cultura occidental: la ballena, el cuervo, el toro… Y, naturalmente, el lobo. En Le loup. Une histoire culturelle, recoge todas las tradiciones y leyendas que acompañan al lobo en un volumen lleno de ilustraciones. Desde la licantropía hasta las personas capaces de controlar la voluntad de las bestias, pasando por su relación con las brujas, la mitología nórdica o los dibujos animados, Pastoureau explica la dicotomía entre los etólogos del presente —como Carl Safina que, en Mentes maravillosas (Galaxia Gutenberg), demuestra que los lobos son seres inteligentes y sociales, o Nate Blakeslee en El lobo americano (Carbrame), que cuenta la historia de una prodigiosa hembra alfa— y la enorme tradición cultural que describe a los lobos como carniceros despiadados que provocaban el terror en el campo hasta bien entrado el siglo XX. “¿A quién creer?”, escribe Pastoureau. “¿A los conocimientos de los naturalistas en la actualidad o los numerosos testimonios del pasado? Admitamos que los lobos del presente no son los lobos del pasado, y que estos no serán los lobos del futuro”.
No importa el momento al que miremos: allí estaban los lobos. Ludovic Slimak describe en El neandertal desnudo (Debate) una escena de caza, recuperada por la arqueología, que ocurrió en Siberia hace unos 48.000 años, cuando los Homo sapiens todavía no habían llegado a Europa y solo estaban los neandertales. En Yakutia se descubrieron unos huesos de un lobo que mostraban heridas de armas. El animal sobrevivió porque cicatrizaron. Desde ese pasado anterior a nuestra propia especie humana, los lobos sobreviven, poblando nuestra imaginación y nuestra geografía.
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