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Yoko Ono, la artista desconocida más famosa del mundo

La Tate Modern dedica una estimable retrospectiva a la japonesa, pero que no logra cumplir su objetivo principal: resignificar su trabajo como creadora

Yoko Ono, rodeada de muebles cortados por la mitad, en 'Media habitación' ('Half-A-Room', instalación de 1967 en la Galería Lisson de Londres).
Yoko Ono, rodeada de muebles cortados por la mitad, en 'Media habitación' ('Half-A-Room', instalación de 1967 en la Galería Lisson de Londres).
Álex Vicente

Sucedió en marzo de 1945. Yoko Ono tenía 12 años cuando el ejército estadounidense bombardeó Tokio, por lo que la futura artista fue evacuada por su familia de acaudalados banqueros descendientes de samuráis en dirección a una granja en el campo. Con su hermano menor, la futura artista solía acostarse en el tejado de la casa, observar el espectáculo de un cielo que no estaba manchado por las detonaciones y proyectar sobre las nubes banquetes imaginarios, propios de los tiempos de bonanza. “Usamos nuestros poderes de visualización para sobrevivir”, dijo Ono una vez. “Tal vez fuera mi primera obra de arte”.

La cita se encuentra al comienzo de la exposición que la Tate Modern dedica desde esta semana a la artista japonesa, uno de los platos fuertes de la temporada londinense del arte, y transmite una idea poderosa y tentadora. Nos invita a observar todo lo que veremos expuesto a lo largo de salas sucesivas —y, por extensión, toda la obra de Ono— como producto de un trauma infantil, como si la experiencia temprana de la destrucción atómica en su país la hubiera obligado a imaginar sin cesar mundos paralelos, sociedades alternativas y un arte que resultara un poco útil frente a todas las hecatombes. Como reza la famosa cita sobre la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz, ¿podía uno limitarse a hacer paisajismo tras la bomba de Hiroshima?

El vídeo 'Freedom' (1971), de Yoko Ono, expuesto en la Tate Modern.
El vídeo 'Freedom' (1971), de Yoko Ono, expuesto en la Tate Modern.

Lo de Ono fue una tabula rasa, un intento de empezar de cero cuando el modelo anterior (de creación, de sociedad, de civilización) se había revelado inservible. Una década después, convertida en refugiada chic siendo una estudiante de liberal arts en Sarah Lawrence, creó otra obra de arte partidaria de ese manifesting que predican las seudociencias, solo que bastante más oscuro que los juegos mentales que inventaba de pequeña con su hermano: “Enciende una cerilla y obsérvala hasta que se apague”. Hablando en plata, siempre nos había parecido una soberana estupidez hasta esta exposición: ahí estaba el destello y el apagón de una vida fugaz, como la estela de una bomba que se extingue en unos segundos.

La pieza formaría parte de sus primeros “conciertos de sonidos inaudibles” como los que luego organizó con La Monte Young en su loft de Manhattan. En 1961, Ono obtuvo su primera exposición en la AG Gallery, vivero del Fluxus, donde presentó sus Instruction paintings, delicadas miniaturas con inscripciones escritas en japonés, con las que pedía al visitante que completara la obra en su cabeza. “Imagina que las nubes gotean. Cava un hueco en el jardín para recoger el agua”, rezaba una de las más inteligibles. Si el Fluxus, al que nunca se asoció oficialmente, sustituyó los objetos por sonidos y acciones, Ono quiso reemplazar la pintura por el lenguaje. Tenía solo 28 años, pero ya había querido derribar algunos de los pilares del arte contemporáneo. Poco después, escenificó su famosa Cut Piece en el Sogetsu Center de Tokio. Sentada en el escenario, invitó a la audiencia a desnudarla a golpe de tijeretazos. La muestra de la Tate recoge un vídeo restaurado de la recreación de esa obra en Nueva York, filmado por los hermanos Mayles, que parece denunciar la vulnerabilidad de la condición femenina, un clásico en el repertorio del feminismo de la segunda ola, pero que también presagia la escabechina pública a la que se sometería al convertirse en señora de Lennon.

La muestra nos sugiere que Ono no acabó con los Beatles, sino al revés: fueron los Beatles los que acabaron con Yoko Ono

Reza la leyenda (misógina, injusta, infundada) que Ono acabó con los Beatles. Al visitar esta exposición, nos viene a la cabeza que tal vez fue al revés: fueron los Beatles los que acabaron con Yoko Ono. Como si las mieles del éxito, los famosos bed-ins por la paz —que, reproducidos en una pantalla gigante en la Tate, resultan bastante insufribles: Lennon actúa como un absoluto imbécil y ya se sabe que todo se pega, excepto la hermosura— y, en especial, la experiencia arrasadora de la fama hubieran aniquilado también su arte. Hay un antes y un después del encuentro con Lennon en la cronología imprecisa que propone el museo. Casi todo lo que veremos después nos parecerá vacuo e inocuo, con la excepción notable de su vídeo Fly (1970-71), realizado junto a Lennon, donde varias moscas sobrevuelan el cuerpo desnudo de una mujer, que lo acarician con sus alas como si lo profanaran. Es una obra arrebatadora: tratándose de esos invertebrados, no queda claro si ese cuerpo es deseable o putrefacto.

'Fly' (1970), de Yoko Ono, otro vídeo para el que John Lennon compuso la banda sonora.
'Fly' (1970), de Yoko Ono, otro vídeo para el que John Lennon compuso la banda sonora.

Ya existía en el arte de Ono una tendencia creciente a lo populista, como demuestran obras de los sesenta como Shadow Piece (dibuja tu sombra sobre una pared) o Painting to Hammer a Nail (clava un clavo sobre un lienzo blanco). En la parte final de una trayectoria que ya damos por casi terminada —Ono cumplirá mañana mismo 91 años— se agrava esa invitación a la participación a ultranza. Es un arte para todos que no debe de sacudir a casi nadie (cuelga un deseo de un árbol y piensa muy fuerte en la paz mundial). ¿Exageramos? Una serie de cuadros de 1999, presentada también en la muestra de Londres, transforma sus radicales instrucciones de los sesenta en cuadros monocromos que llevan escritos verbos que leemos en un imperativo amable. Imagine. Remember. Touch. Solo la coda final nos hace cambiar de opinión: son las imágenes de un concierto de hace 10 años en el que Ono se entregó a un sinfín de emociones en forma de sonidos, gemidos de placer, y luego gritos de dolor, y luego trances propios de la demencia.

Precisamente, la muestra se titula Music of the mind, como una serie de sus conciertos en los sesenta. “Mis obras solo están pensadas para inducir música en nuestra cabeza”, explicó. En las primeras salas nos parece escuchar esas sinfonías mentales, sin duda dodecafónicas, en la mente propia y en las ajenas. En las últimas, no se detecta ningún sonido. La muestra, excepcional en su primer tramo, se va desinflando al mismo ritmo que el arte de Ono, y las tesis insólitas de comisariado desaparecen para dejar lugar a instalaciones family-friendly. El espacio dedicado a la música de Ono, con auriculares colgando de una sala con aires de no lugar, es especialmente fallido, igual que la incapacidad de la muestra a la hora de señalar su influencia en artistas posteriores, de Bas Jan Ader a Douglas Gordon, de Marina Abramovic a Lady Gaga. Sobre el papel, por sus dimensiones y por el clima cultural propicio que la envuelve, parecía una de esas monográficas que logran cambiar la percepción pública de un artista. Seguiremos esperando.

‘Yoko Ono. Music of the Mind’. Tate Modern. Londres. Hasta el 1 de septiembre.

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Álex Vicente
Es periodista cultural. Forma parte del equipo de Babelia desde 2020.
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