Ana Mendieta nunca volvió a casa
Una exposición en el Musac de León observa el trabajo de la malograda artista cubana sin ‘pathos’ biográfico y refleja su insistente (e imposible) regreso al origen
Es una ironía bastante puñetera que Carl Andre decidiera morir la víspera de la inauguración de la muestra que el Musac de León dedica a Ana Mendieta, quien fuera la esposa del pionero del minimalismo, acusado en su día de haberla tirado por la ventana desde su hogar en la 34ª planta de un edificio de Manhattan en 1985 (y absuelto tres años después por falta de pruebas). Aquel día, lo interpretamos como si Mendieta, una de esas mujeres incapaces de que el mundo del arte despegue su obra de su turbia biografía —ahí están también Frida Kahlo, Dora Carrington o Francesca Woodman—, excesivamente fetichizadas como mártires, tuviera que lidiar con la sombra de su marido hasta su último suspiro. Y es una paradoja porque la misión de la exposición, emocionante por el respeto que demuestra por Mendieta como artista, parece consistir en observar su obra y nada más, sin el pathos hagiográfico ni el patetismo discursivo de otros acercamientos recientes.
No se trata de ignorar su trágico destino ni de separar artificiosamente lo personal y lo político —sería imposible, después de todo, en la obra de una artista feminista de su tiempo—, ni tampoco de dejar de ver en su trabajo el reflejo poético de sus duras circunstancias vitales (exilio, violencia, ¿suicidio?, ¿asesinato?), pero la sobriedad que demuestra la exposición, comisariada por el fallecido Vincent Honoré junto a Rahmouna Boutayeb y Álvaro Rodríguez Fominaya, es encomiable. También lo es la calidad de los materiales reunidos, con la complicidad de la heredera de este legado artístico, su sobrina Raquel Cecilia Mendieta: un centenar de obras que no tienen la ambición exhaustiva de una retrospectiva, sino que aspiran a celebrar “la relevancia de una obra contemporánea, política y vibrante”, según sus responsables. Es casi una obviedad: la obra de Mendieta ha envejecido mejor que la de Andre, pese a que la fama de él fuera mayor en su tiempo: ¿a quién dicen algo hoy sus pirámides de ladrillo, frente a la vibración ecofeminista que desprende el trabajo de Mendieta?
Durante el otoño, el Barbican Centre de Londres cedió a la artista cubana un papel protagonista en la muestra Re/Sisters, que trazaba una genealogía del arte que, a partir de los sesenta, mezcló preocupación por la naturaleza y tropismos feministas, como si el destino frágil del planeta fuera comparable con el de las mujeres. La comparación con sus coetáneas jugaba a su favor: frente al binarismo naíf de ciertas propuestas, el arte de Mendieta contenía un desgarro, como si fuera el resultado de una violencia que no era solo simbólica.
Su obra ha envejecido mejor que la de Carl Andre. ¿A quién dicen algo hoy las pirámides de ladrillo del pionero del minimalismo frente a la vibración ecofeminista que desprende el trabajo de Mendieta?
Cuando se ha percibido ese cariz, cuesta dejar de verlo. Sucede con sus famosas Siluetas, eje central de su trabajo, cuerpos camuflados en entornos naturales que buscan una comunión imposible con el paisaje, como si quisieran volver a la matriz materna cuando ya han sido expulsadas de ella y han tenido que exponerse, lo quisieran o no, a los infortunios que les aguardaban ahí fuera. Tierra, agua y fuego, las rocas del camino, el musgo del estanque y la arena del desierto le sirven para crear esculturas vivas —”yo soy escultura”, dijo una vez, desmintiendo una perezosa vinculación a la performance— que son alegorías de la vida, la muerte y la transformación. Están influidas por los rituales de la santería afrocubana, como se ha dicho hasta la saciedad, aunque resulte inapropiado exotizar a Mendieta o reducirla al estatus de quien se pasó la vida buscando un paraíso perdido precolombino o preindustrial.
La muestra se completa con algunas curiosidades: cuatro pinturas firmadas entre 1969 y 1971, inscritas en un inesperado neofauvismo; imágenes de sus dibujos antropomórficos, con aspecto de pechos y vulvas neolíticas, y un conjunto de fotografías inéditas descubiertas en 2022. Aportan un valor añadido respecto a otros homenajes recientes a Mendieta, que no ha dejado de protagonizarlos desde hace década y media. Solo se echa de menos en esta exposición valiosa algún contrapunto que ejemplifique que su reconexión retroactiva con la Madre Tierra es también, o ante todo, un agresivo rechazo de nuestra árida civilización. Por su exilio siendo una niña, como parte de la llamada Operación Peter Pan tras la llegada al poder de Castro, cuando llegó sola con su hermana a EE UU (no volvió a ver a su madre hasta un lustro después, y a su padre, encarcelado, hasta la recta final de su vida). Y, sin duda, por las situaciones de racismo y violencia vividos en ese exilio supuestamente dorado.
Por ejemplo, su serie Rape Scene, tal vez imposible de exhibir en el clima actual, documentaba una performance que realizó en 1973, cuando todavía estudiaba en la Universidad de Iowa. Tras la violación de una joven en el campus, Mendieta invitó a sus compañeros de clase a acudir a su apartamento. Cuando llegaron, la puerta estaba entreabierta y la artista se encontraba en el suelo, sangrando, inmóvil y muda. En la misma posición que la víctima, según documentó la prensa local. La obra, influida por los accionistas vieneses —sobre todo, por las mujeres del movimiento, como Valie Export o Renate Bertlmann—, no está presente en la muestra. Sí lo están, en cambio, trabajos tardíos que insinúan, con más amabilidad, aspectos parecidos. Todos ellos están ambientados en suburbios residenciales, que traducen una violencia más sorda pero igual de estructural: la de tener que amoldarse a los dogmas de una sociedad que, en realidad, le repugnaba. Su comunión con la naturaleza y su insistente búsqueda del origen (la patria, la infancia, el útero) fueron, con toda probabilidad, más desesperadas que plácidas.
‘Ana Mendieta. En búsqueda del origen’. Musac. León. Hasta el 19 de mayo.
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