Yoko Ono sobrevive a Yoko Ono
A los 80 años, convertida en una influyente artista, inaugura su mayor retrospectiva europea entre múltiples reconocimientos
No logrará empatar con los gatos, pero Yoko Ono podrá enorgullecerse de haber vivido dos vidas. Durante la primera, fue la enemiga pública de una confederación de enfurecidos fans, que la escogieron como culpable de la disolución de la banda más celebrada del planeta. Durante cuatro décadas, Ono fue destripada sin piedad, tal como sucedía en su premonitoria performance Cut Piece (1965), donde los asistentes la desnudaban sirviéndose de unas tijeras.
Su segunda vida, según su propia confesión, empezó la semana pasada, en la mañana de su 80º cumpleaños. “No me puedo creer que cumpla tantos. Tengo la sensación de no haber hecho nada con mi existencia. En esta segunda vida, espero tener tiempo de hacer todo lo que tengo pendiente”, explicaba Ono, de negro estricto y con ojos juveniles asomando por encima de sus gafas oscuras, en una diáfana sala contigua a la gran exposición inaugurada en la Schirn Kunsthalle de Fráncfort.
La muestra, que reúne 200 obras conceptuales hasta el 12 de mayo, supone su mayor retrospectiva europea hasta la fecha y hará escala en varias ciudades del continente, antes de llegar al Guggenheim de Bilbao en marzo de 2014. Constituye la última señal de reconocimiento tras una larga cadena de distinciones, que parecen anunciar que Ono ya no es percibida, con una dosis considerable de misoginia, como la víbora que se infiltró en Abbey Road para sentarse al piano junto a su esposo.
Los ataques de los demás no ocuparon mucho espacio en mi cabeza Yoko Ono
De inspirar odio en estado puro, Ono ha pasado a despertar admiración. La muestra la reivindica como impulsora del arte conceptual, el happening y la performance. Hasta el punto de catalogarla como pionera, una palabra que no le convence. “Prefiero definirme como una superviviente”, asegura. Habiéndose enfrentado a la injuria durante todos los días de su vida, la palabra parece diseñada a su medida. “Si no fuera por mi trabajo, hoy estaría muerta”, prosigue con un acento japonés que nunca perdió del todo. “En el fondo, los ataques de los demás no ocuparon mucho espacio en mi cabeza. Me aferré a mi relación [con Lennon], pero también a mi arte. ¿Ha visto El pianista de Polanski? El protagonista logra sobrevivir porque toca el piano sin parar, incluso cuando no tiene ningún piano delante. Ese pianista soy yo”.
Para Ono, “el estado natural de la vida y de la mente es la complicación”. La encuentra por todas partes, excepto en el arte. No es accidental que haya encontrado en él su refugio particular. “Todavía no me ha permitido hallar la paz mental, pero es una buena terapia”, sostiene. Su obra está estructurada por un equilibrio zen entre elementos como tierra, agua, fuego y aire. En sus primeros trabajos, inscritos en el movimiento Fluxus, invitaba al visitante a completar obras inacabadas gracias a su imaginación. Formulaba sugestivos haikus escritos en un imperativo amable, que perseguían agudizar la percepción del receptor. “Observa el sol hasta que sea un cuadrado”, exigía uno. Algunos lo encontraron audaz y estimulante, por abrir camino hacia un arte incorpóreo. Otros la siguen considerando ingenua e infantil, cuando no ridícula y new age.
Artistas de nuevas generaciones la reivindican como icono de resistencia
En su obra no solo abunda lo sensorial y lo efímero, también lo político. Su instalación Wish Tree (1996) incitaba a colgar deseos de las ramas de un árbol, primer paso de un proyecto para acabar con lo peor de la sociedad. En su nueva etapa, promete privilegiar la batalla “contra unos políticos que no dejan de mentirnos”, como el que la lleva a combatir las perforaciones de gas natural en el estado de Nueva York. “Todavía aspiro a cambiar el mundo para que sea un lugar mejor. Fue una de las razones que me impulsó a convertirme en artista”, asegura.
Reconoce que no lo tuvo fácil. Descendiente de una familia de aristócratas japoneses, Ono fue la primera mujer aceptada en la facultad de Filosofía en el Tokio de 1952. Su padre iba para pianista, pero tuvo que conformarse con una carrera de banquero por obligación familiar. “Mis padres fueron personas de un enorme talento que no pudieron convertirse en lo que querían. Yo me aseguré de que no me sucediera lo mismo”, relata. A los 11 años ya tenía “visiones de personas de otros países que me venían a visitar”. Para Ono, fue el primer indicio de que poseía una creatividad distinta a los demás. Su madre insistía en que soñaba despierta. “Mi familia no me obligó a nada, aunque sé que hubieran preferido que me convirtiera en una prominente concertista clásica que en artista de vanguardia”, sonríe.
Durante los setenta, Lennon la llamó “la artista desconocida más famosa del mundo”. Una visita a esta retrospectiva le sigue dando la razón: casi ninguna de las obras ha logrado trascender, cinco décadas después, el pequeño círculo de entendidos del arte contemporáneo. La diferencia debe de ser su nuevo estatus, con un prestigio inédito. Las nuevas generaciones de artistas, ajenas a la acritud de otra época, la reivindican como icono de resistencia. Además de sus múltiples exposiciones y del premio de la Bienal de Venecia en 2009, su influencia se expande por todo el árbol genealógico de la performance y el arte participativo, de Marina Abramovic a Miranda July. Y cuando ya nadie lo esperaba, Paul McCartney colocó la guinda el otoño pasado, al asegurar que Ono no había tenido nada que ver con la separación del grupo. “Fue muy dulce por su parte. Si no lo había dicho antes, será porque no es algo que la gente quiera escuchar. Prefieren imaginarnos peleando sobre el ring, como boxeadores. Seguro que ahora muchos le escriben para preguntarle: ¿Cómo te atreves a defender a esa zorra?”.
Babelia
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