El alegato contra la corrección política de Ariana Harwicz: “Defender buenas causas te legitima como ciudadano, no como escritor”
La autora argentina se opone en ‘El ruido de una época’ a los dogmas de la corrección política en nombre de la libertad y de la integridad del artista
Meses después de la llamada Trilogía de la pasión, que reunía tres primeras novelas de una crudeza infrecuente en un único volumen publicado por Anagrama, Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977) vuelve a la carga con El ruido de una época (Gatopardo), mezcla de ensayo y crónica personal en la que se opone a los dogmas de la corrección política en nombre de la libertad y de la integridad del artista. Mientras, se prepara para el rodaje inminente de la adaptación al cine de Matate, amor, que producirá Martin Scorsese y protagonizará Jennifer Lawrence. “Me lo quiso comprar Netflix, pero me dio miedo que hicieran un panfleto feminista”, dice en un café de su barrio en París, pegado a la Biblioteca Nacional de Francia, donde la escritora reside desde hace 15 años.
Pregunta. Escribe que hasta el siglo XX hubo vanguardias y ruptura. ¿En nuestro siglo no detecta ninguna?
Respuesta. En los siglos anteriores hubo un coraje distinto. Cuando leí Jacques el fatalista, de Diderot, le dije a mi profesor: “Qué moderno era”. Él me respondió: “No, somos nosotros los antiguos”. Ni en el arte, la música, el teatro o el cine de hoy observo esa transgresión.
P. El libro empieza fuerte: “Lo políticamente correcto es la gangrena del arte en este siglo”. Denuncia una literatura cuyo mandato es crear “obras en las que estén cancelados el odio, la discriminación y la ofensa”.
R. Puede que haya alguien escribiendo en una buhardilla que no responda a esta definición, pero en términos generales no veo un gran deseo de ir contra la corriente. Lo interesante es preguntarse por qué. Yo lo atribuyo al miedo a equivocarse en algo y que te destierren, te aniquilen, te anulen. En otros siglos, los autores no eran asesinados públicamente como ahora.
P. Bueno, algunos iban a la cárcel.
R. Sí, casi todos los que me interesan acabaron allí, como Cervantes, Oscar Wilde o Dostoievski. Flaubert o Pasolini se enfrentaron a juicios por su supuesta obscenidad. Pero no creo que sus contemporáneos se dedicaran a juzgarlos: “Este sí, este no”. Hoy un solo paso en falso puede tener consecuencias feroces y arruinarte.
P. Dice que pocos se atreven a ir contra la corriente. ¿En qué consiste para usted esa corriente?
R. Yo lo defino como “el síndrome Sally Rooney”, la escritora irlandesa, que se negó a vender los derechos de traducción de su última novela a un editor israelí. Esa militancia política es calculada, porque sabe que su lector potencial, mayoritariamente progresista, está en contra de las políticas israelíes. Y esa militancia estratégica repercute también en lo que escribe. Se viene haciendo una literatura del marketing.
P. ¿Cómo explica este cambio?
R. Me encantaría saberlo. Mi generación no vivió la guerra, fueron nuestros abuelos los que llegaron en barcos huyendo de pogromos y campos de concentración, pero nacimos en dictadura o justo después. Tal vez por eso evitamos patológicamente el conflicto, el pánico a que nos manden a una Siberia virtual. Y eso tiene un efecto en el arte que hacemos.
El mercado trata a las minorías como un cupo. Se aprovecha de ellas como si fueran la mujer barbuda o el enano del pueblo”
P. “Esta época lee mal porque lee desde la identidad”, escribe. ¿Qué tiene contra la identidad?
R. La identidad es una regresión propia del siglo XXI. Cada siglo tiene sus obsesiones y excesos, y supongo que este es el que nos ha tocado. Por vía de Estados Unidos, se ha impuesto la identidad de género y raza como el tema central de nuestro tiempo, cuando esa política identitaria es contraria al arte.
P. ¿En qué sentido?
R. Ninguno de los grandes artistas estuvieron de acuerdo con esa identidad única. Fueron hombre y mujer a la vez, como Virginia Woolf, o burgueses que odiaban profundamente a la burguesía. El sistema, la Iglesia, el imperio o el patriarcado les decían quiénes eran, y ellos se negaban a aceptar esa definición. En el siglo XXI abrazamos esa identidad única con fervor, como si fuera una causa de transgresión. Yo creo que es una trampa.
P. En el libro asegura que este asunto dejará de ser central.
R. Sí, porque ya vemos sus efectos nocivos. A los autores trans solo les preguntan sobre el hecho de ser trans, cuando muchos quieren escribir sobre otras cosas. Lo que empezó siendo una afirmación del ser, una liberación contra los binarismos, acaba siendo una trampa del mercado, que les dice: “¿No querías ser trans? Pues ahora serás trans y solo trans”.
P. Si no se reivindica a esas minorías, ¿no se las condena a ocupar para siempre espacios subalternos?
R. Quiero que todas las minorías tengan vidas dignas, que inscriban el sexo que quieran en sus documentos de identidad, que se casen y que tengan visibilidad. Es una cuestión de dignidad humana. Lo que no me gusta es que el mercado los trate como cupos. Es una manera de usufructuarlos y de burlarse de ellos.
P. ¿No forma parte de esa dignidad humana de la que habla disfrutar de cierta igualdad de oportunidades?
R. Tal vez en 30 o 40 años veremos una representación más sofisticada, pero hoy veo solo un aprovechamiento. Se parece a lo que sucedía en otro tiempo con la mujer barbuda o el enano del pueblo.
El autor ya viene censurado de casa. El editor no tiene que hacer nada, no existen los libros peligrosos”
P. Escribe que buscar a un traductor afrodescendiente para traducir a otro autor del mismo origen es “propio del fascismo”.
R. Es fascista en el sentido totalitario, sí. Lo que más me escandaliza es que lo aceptemos sin rechistar. No puedo creer que este siglo acepte esa reducción a la condición étnica y biológica. Lo que decimos a los traductores negros que, por haber nacido con piel negra, están obligados a traducir a otras personas con piel negra. En otro siglo hubiera despertado una revolución intelectual.
P. Se opone a lo que llama “una democracia totalitaria”.
R. Me llama la atención que ya no vivimos en dictadura, que Franco y Videla ya se fueron, pero cuando me reúno con escritores en un café hablamos en voz baja cuando cuestionamos políticas del feminismo o de la identidad. ¿A qué tenemos miedo si no nos van a torturar, si no van a llegar a casa a detenernos de madrugada? Me recomiendan que escriba en la solapa de mis libros que soy rebelde y feminista, para no alienar a mis lectoras. Pero, si lo aceptase, dejaría de ser rebelde y feminista.
P. ¿Se considera feminista?
R. No de solapa ni de Twitter. Todas las escritoras a las que admiro fueron hermafroditas mentales e incluso cuestionaron a las feministas, como Marguerite Duras o Marguerite Yourcenar. Silvina Ocampo o Aurora Venturini no fueron feministas.
P. “Habría que pensar qué cambió en este siglo, por qué el acto de escribir se desprendió de su carácter excepcional, o por qué le llegó la democracia, es decir, la peste”, escribe.
R. Esto va a caer antipático, pero antes escribir era un acto elitista, y no por la procedencia social de los autores. Escribir era un acto excepcional, era un acto de un sacrificio intelectual absoluto. Ese carácter de excepcionalidad se perdió, hoy escribe cualquiera en nombre de la diversidad y la democracia, pero lo que escribe ya no responde al sentido que el arte debe tener: no rompe con nada y no muestra ninguna complejidad.
P. Para usted, ¿quién tiene a derecho a escribir?
R. Derecho tenemos todos, como a suicidarnos. Pero yo distingo entre el escritor de verdad y el escritor “profesional”. Ahora se cree que por defender buenas causas uno tiene derecho a que le publiquen y le lean. Yo creo que defender buenas causas te puede legitimar como ciudadano, pero no como escritor.
P. Tampoco le gusta la llamada cultura de la cancelación.
R. Neruda, Sartre o Beauvoir fueron excelentes escritores y malas personas en sus vidas privadas. Un escritor puede ayudarte con sus textos a pensar el mundo, consolarte de la muerte y de la enfermedad o permitirte tener momentos de bondad que no hubieras alcanzado solo, y a la vez ser un asesino, un violador o un pedófilo. Y, al revés, no todos los escritores que defienden buenas causas te ayudan a pensar mejor el mundo. Caravaggio era un asesino. Picasso era un degenerado. A Žižek le gusta Stalin, tiene un póster en su dormitorio.
P. ¿Logra separar siempre al autor y su obra?
R. Los libros de Céline me han cambiado la vida y, a la vez, es inevitable pensar en sus panfletos antisemitas. No iría a su tumba a ponerle flores, pero tampoco lo retiraría de un programa escolar. Quienes se niegan a leer a Céline o a visitar una exposición del escultor británico Eric Gill, que abusó de una de sus hijas, luego conducen autos de empresas alemanas que apoyaron a los nazis o compran ropa de marcas que esclavizan a niños en fábricas asiáticas.
Un escritor puede ayudarte a pensar el mundo o a consolarte de la muerte y, a la vez, ser un asesino, un violador o un pedófilo”
P. ¿Está su narrativa desprovista de autocensura, de conformismo, de una sumisión a las reglas con las que funciona el mercado editorial?
R. Lo intento, aunque es imposible controlar el subconsciente de una obra. Cuando escribo, intento mantener a punta de pistola cualquier pensamiento que pueda demostrar que pertenezco a la época. Degas decía que pintaba contra sus adversarios. Yo también elijo a mis enemigos, o mis enemigos me elige a mí, y escribo en una cruzada invisible contra ellos.
P. ¿Algún editor le ha pedido alguna vez que suavizara un manuscrito?
R. Nunca, aunque tal vez suceda en grupos editoriales más grandes. En realidad, cuando hablo de censura, me refiero más bien a una autocensura. Hoy el escritor ya viene censurado de casa. Ahora el editor ya no tiene que hacer nada, porque ya no existen los libros peligrosos. ¿Y si le hubieran pedido a Nabokov que convirtiera a Lolita mayor de edad para no ofender a nadie? Él se arriesgó al escándalo. Ese gesto nabokoviano no lo veo en ningún lado.
P. Incluye en el libro una lista de “obras elegidas”, de sus admirados Thomas Bernhard y Imre Kertész a los cuadros de Sofonisba Anguissola y la música de Stevie Wonder.
R. No es una lista exhaustiva, pero son algunos de mis referentes. Insisto, tal vez haya alguien oculto en un sótano haciendo música revolucionaria, pero nadie en el mainstream hace nada comparable a lo que hizo Stevie Wonder, que es un guerrillero. En mi juventud, la música te incitaba a querer quemarlo todo, a ponerlo todo en cuestión. Incluso superestrellas como Madonna o George Michael nos ayudaban a pensar y a pensarnos. La música de hoy es antimúsica. Todos los cantantes hablan igual. Bueno, en realidad todo el mundo habla igual… “Una relación tóxica”. “Empoderamiento”. “Machirulo”. Yo no acepto ese vocabulario, porque sería como aceptar un sobre de dinero. Los que hablan igual nunca pueden escribir distinto.
‘El ruido de una época’. Ariana Harwicz. Gatopardo, 2023. 176 páginas. 17,95 euros.
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