Ahora lo sabemos
Se trata de fingir que no te das cuenta, y quizá dejar verdaderamente de darte cuenta, de cómo tu país va por el camino de las dictaduras fascistas, siguiendo literalmente sus pasos
Mi generación no experimentó las represiones y las purgas masivas, y tampoco las farsas judiciales en las que la opinión pública reclamaba iracunda la ejecución de los traidores a la patria; no vivimos en una atmósfera de horror universal; no aprendimos a cambiar nuestra visión del mundo de la noche a la mañana, a creer a la primera de cambio en la insidia de los aliados de ayer y en las buenas intenciones de los enemigos de ayer, o a justificar las guerras fratricidas; mi generación no estuvo presente durante la anticipación moral y militar de las guerras mundiales. La Unión Soviética que nosotros vivimos ya era en buena medida la herbívora: había dejado de ejecutar a la gente por no creer en su mentira fundamental y vinculante, y le permitía cuestionarse serenamente las cosas en la placidez de su cocina; tampoco exigía ser aplaudida cuando rodaban las cabezas de los señalados como “enemigos del pueblo”.
Sin embargo, quienes fueron testigos del pasado no disfrutaban recordando lo que había sucedido antes, y ahora queda claro por qué. Porque la supervivencia en tales circunstancias requería, ante todo, transigir con uno mismo, con la propia conciencia. Sí, era necesario mirar hacia otro lado; sí, era necesario aplaudir también; y para algunos era necesario incluso ejecutar a otros, con gusto o no, para no acabar ellos mismos en el cadalso. La gente no quiere recordar esas cosas y, para ser específico, tampoco quiere confesarlas. Hacía falta valor no solo para oponerse, sino incluso para contenerse, y hace falta valor para recordar más tarde lo que también uno mismo eligió una vez —o incluso más de una— con tal de alejar de sí la amenaza.
Y ahora, con nosotros, con nuestra generación, están pasando cosas en directo en televisión que parecía que nunca volverían a pasar. Estamos adquiriendo una experiencia sorprendente: la oportunidad de entender por qué nuestros abuelos y nuestros bisabuelos callaron y aguantaron; cómo naciones enteras cayeron en el abismo de la locura; cómo los pueblos hicieron la vista gorda con los tiranos que instigaron las guerras mundiales; cómo algunos subieron al cadalso sin decir una palabra, y cómo otros accedieron a decapitarlos.
Ahora vemos con nuestros propios ojos cómo se deshumaniza a la gente antes de destruirla
Ahora vemos con nuestros propios ojos cómo se deshumaniza a la gente antes de destruirla: mediante el escarnio, mediante la difamación, mediante la distorsión de sus palabras y motivos, y la negación de su misma capacidad de sentir y pensar como personas.
Sabemos cómo se esconden los depredadores: el lobo arranca la piel a la oveja que acaba de matar y se cubre con ella.
Estamos aprendiendo a cultivar en nosotros una indiferencia ante la injusticia que ocurre a las claras ante nuestros ojos; sencillamente, no nos afecta, y quizá no nos afectará en absoluto si no jugamos con fuego. Al fin y al cabo, no se puede tener empatía con todo el mundo.
Estamos aprendiendo a no compadecernos de la víctima, sino a solidarizarnos con el agresor. Si simpatizas con un depredador parece como si estuvieras de su parte, a su lado, juntos. Es como cuando estás cerca de un tiburón. No da tanto miedo, y hasta puedes mordisquear las migajas que se escapan de su afilada dentadura.
Estamos aprendiendo a hacer la vista gorda ante la locura acelerada de los gobernantes y a convencernos de su buen juicio y su modo de ver. Al igual que el ordenanza en El buen soldado Švejk, de Jaroslav Hašek, al que se le administraban con cuentagotas las patrañas de su comandante, nos tragamos sus retorcidas teorías de la conspiración hasta que nos acostumbramos tanto al sabor que queremos repetir. Después de todo, si no los crees a ellos, ¿a quién vas a creer? ¿No es mejor comer heces que irte a la cama pensando que tu vida está en manos de locos? ¿Existe siquiera la locura colectiva?
Sí, ahora sabemos cómo callar, mirar hacia otro lado, agacharnos y guardarnos los pensamientos para nosotros mismos, pero todavía no hemos aprendido a desechar esos pensamientos por nosotros mismos. Para no vivir con miedo, para no sentirnos cobardes o esclavos, tenemos que aprender a creer sinceramente en lo que hasta hace poco pensábamos que era falso. Se trata de aprender a marchar codo con codo, a aplaudir cuando nos lo pidan, a batir palmas sinceramente, desesperadamente, cuando los enemigos de la nación sean ejecutados, y a sentir la piel de gallina al deleitarnos genuinamente con los discursos de nuestro líder. Se trata de celebrar las guerras. Ver con buenos ojos el derramamiento de sangre. Encontrar explicaciones y justificaciones, regocijándonos con la traición de nuestros hermanos y las represalias contra ellos. Fingir que no te das cuenta, y quizá incluso dejar verdaderamente de darte cuenta, de cómo tu país va por el camino de las dictaduras fascistas, siguiendo literalmente sus pasos, hacia el destino que todos conocemos demasiado bien.
No queríamos conocer el pasado porque pensábamos que lo habíamos dejado atrás. Parecía que el herbario de esos espantosos sentimientos extraños iba a permanecer sellado para siempre entre las páginas de los libros de texto. Pero los fantasmas que se han alimentado de rencores, impunidad y legitimación están creciendo y separando las páginas, y se arrastran desde el pasado muerto hasta el hoy vivo. Exigen sangre y la reciben. La sangre de aquellos que viven en el aquí y ahora. Nuestra sangre caliente y roja, en vez de marrón y seca.
Tendremos que aprender a pensar juntos y a marchar juntos, temerosos de los vecinos demasiado curiosos y de los coches en medio de la noche
Tendremos que aprender a pensar juntos y a marchar juntos, temerosos de los vecinos demasiado curiosos y de los coches en medio de la noche, babeando mientras besamos efusivamente los iconos y los retratos de nuestros líderes, creyendo devotamente cualquier cosa que sea proclamada como una verdad sabida de todos por los Soloviev y los Tolstói de este mundo, pasando desapercibido con el temor constante a no vivir en absoluto. Aprender a hacer todo esto...
O aprender a hacer lo contrario: a preservar los recuerdos y pensar en el futuro, a dejar de lado los rencores y no vivir en el pasado. A no creer en las mentiras y a exigir siempre la verdad. A llamar la atención, a debatir, a defender nuestra dignidad y a luchar por ella.
Hasta ahora no hemos entendido nada de la experiencia de los que vivieron y murieron antes que nosotros para que las cosas sean diferentes. Y por eso nos queda tanto que aprender.
Traducción de News Clips.
Dmitry Glukhovsky es escritor y periodista ruso, autor de la saga ‘Metro 2033′ (Minotauro), entre otros libros.
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