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Max Scheler, el filósofo erotizado

El filósofo alemán erige una teoría de la simpatía, el amor y el odio partiendo del análisis fenomenológico de las emociones

Juan Arnau
El filósofo alemán Max Scheler.
El filósofo alemán Max Scheler.Alamy Stock Photo

Dos años antes de morir, Max Scheler es invitado a dar una conferencia en la Escuela Keyserling de Sabiduría. Un centro fundado en 1920 por el Conde Hermann Keyserling, aristócrata ruso al que los comunistas han confiscado sus bienes en el Báltico. Keyserling es autor del muy leído Diario de viaje de un filósofo y se ha casado con la nieta de Otto Bismarck, la condesa Maria Goedela. Con lo que queda de su fortuna, ha fundado la Gesellschaft für Freie Philosophie (Sociedad para la Filosofía Libre) de Darmstadt. Pretende servir de residencia a artistas e intelectuales. Carl Jung, Richard Wilhelm, Paul Tillich, Hermann Hesse o Rabindranath Tagore, son algunos de sus invitados. Se dictan conferencias, pero también hay encuentros personales, cenas y coloquios. La escuela pretende la reorientación intelectual de Alemania, una síntesis de filosofías de Oriente y Occidente donde la fuerza interior sea cultivada mediante prácticas que incluyen la oración, la meditación y la observación de la mente. El sueño platónico de una democracia espiritual sigue vivo.

En ese contexto aterriza Scheler en 1926, con la cabeza llena de ideas. Allí expone su nueva antropología durante cuatro horas, sin interrupción. Es como si intuitivamente supiera que no iba a tener tiempo de ponerla por escrito. El Zaratustra de Nietzsche ha triunfado finalmente sobre el viejo catolicismo. La persona singular puede participar en la evolución y el destino de Dios. Una nueva relación entre el hombre y lo divino que deja atrás la civilización fáustica y los sueños burgueses, dominados por la desconfianza, obsesionados por el control. El público queda hechizado y conmocionado, como si un ángel fugaz hubiera atravesado la sala.

El ser humano tiene una misión. No sólo ocupa, en el entramado de los seres, un lugar en el cosmos, sino que tiene un “puesto” y una causa por la que luchar. Es mejor vivir con una causa que sin ella. La causa orienta, oxigena, otorga sentido y fuerza. Scheler explica en qué consiste esa tarea. Para ello, en primer lugar, hay que distinguir entre alma y espíritu. Lo que diferencia al ser humano de otros animales no es que sea vertebrado o racional, capaz de realizar inducciones o deducciones (las máquinas y los chimpancés las hacen), ni siquiera que tenga alma (memoria y voluntad, los animales y las plantas la tienen), lo que distingue al ser humano es que participa del espíritu, que es espíritu. ¿Y qué es eso del espíritu? Pues fundamentalmente tres cosas. En primer lugar, distancia, posibilidad de “objetivar”. En segundo lugar, posibilidad de convertir todo en símbolo. Y, en tercer lugar, posibilidad de ser consciente de sí mismo. Distancia, poder simbólico y conciencia. Eso es el espíritu.

El alma es otra cosa. El alma es ímpetu, pasión, vehemencia, ego, interés, energía vital. El alma es saṃsāra, como dirían los budistas. Un torbellino dentro de otro torbellino mayor, un vórtice en la corriente furiosa de un río. La energía del alma se puede transformar para vivificar el espíritu, reorientando la corriente de lo biológico a lo psíquico. Pues el espíritu no es omnipotente, al contrario, es frágil. Y en cuanto despierta, se ve rodeado de mundo, de pasiones, deseos, intereses, miedos. La magia de la vida consiste en eso. Cada ser vivo es el centro del universo y, al mismo tiempo, un horizonte de sucesos. Cada alma es un centro. Un centro que llevamos, como el caracol, allá donde vamos. Un centro espacial y temporal, desde el que se ve el pasado y el futuro.

La naturaleza del espíritu

Veamos con más detalle qué es el espíritu. Su primera característica pertenece a Apolo. El espíritu es distancia y la distancia implica cierta ascesis, cierta renuncia. Como dice García Bacca, implica “poder ver la realidad sin salir vorazmente hacia ella, sin considerarla como cosa a comer, a beber, a poseer, a gozar.” Contener semejantes ímpetus es lo que hace el espíritu. El espíritu es lo que se encuentra más allá del alimento dirán las upaniṣad, más allá del comedor y lo comido. Se contenta con observar la belleza sin necesidad de poseerla, de conquistarla o de comérsela. Para Scheler ni el león ni la ameba son capaces de hacer tal cosa (aunque quizá los subestimamos). En todo caso, lo que distingue al ser humano es que es un animal ascético, que puede dejar en suspenso la causa eficiente, que puede dominarse y dominar el impulso causal de la realidad, que puede ser “dominus” (señor). Se trata de un proceso de desrealización, mediante el cual el espíritu consigue que ningún objeto obre sobre él, ni quede a merced de la causalidad física o biológica. Esa abstención (epojé) podría extenderse, como hizo el budista Nāgārjuna, a las propias opiniones, aunque Scheler no da este paso.

“Sólo la persona puede elevarse sobre sí misma y, partiendo de un centro situado allende el mundo espacio-temporal, convertirlo todo, incluso a sí mismo, en objeto de su conocimiento. La persona, como ser espiritual, es un ser vivo superior a sí mismo y al mundo”. Esa capacidad de salir fuera de sí, permite dos actitudes esenciales de la filosofía: la ironía y el humor. El ser humano no sólo es capaz de reírse de sí mismo, sino que puede ver sus propias ideas como si fueran de otro. Y “ese centro desde el cual objetiva el mundo y su propia psique, no puede ser parte de ese mismo mundo, como tampoco puede estar localizado en un lugar del espacio o un momento del tiempo, sólo puede residir como fundamento supremo del ser mismo”. Ello hace que el espíritu sea aquello “incapaz de ser objeto” (no así el alma). Dicho en términos de Aristóteles, es “actualidad pura” y “su ser se agota en la libre realización de sus actos”. Podemos recogernos en él, concentrarnos en él, no objetivarlo. La pregunta es si hay un espíritu suprasingular y si es posible participar de él mediante una suerte de “correalización”. Scheler cita a Buda, en un fragmento que no hemos podido localizar: “Es magnífico contemplar todas las cosas, pero ser una es terrible”. Y, a partir de esa constatación, el budismo desarrolla sus técnicas de desrealización del mundo y la identidad. Frente al animal, que siempre dice sí a la vida, el hombre es ese ser que puede adoptar una conducta ascética frente a la vida, aunque ésta lo estremezca con violencia. Esa actitud negativa, esa paralización de los impulsos de la mente, no condiciona en modo alguno el ser del espíritu. Sólo es un modo de aprovisionar energía.

El espíritu es, digamos, un atributo del ser mismo, pero, en su forma pura, carece de poderío, fuerza o actividad. Es el cojo, inmóvil, de la tradición sāṃkhya. Pero un cojo que puede ver. La naturaleza, al contrario, es ciega, pero puede moverse. El cosmos es el resultado de la alianza de ambos. La naturaleza (ciega) toma en brazos al espíritu (cojo), para que le guíe en su evolución. Scheler se acerca al sāṃkhya al rechazar la concepción griega del espíritu (como fuerza y actividad) y afirmar que “el espíritu no posee energía primigenia alguna”. La represión de los impulsos pretende dotar de energía al espíritu, que es impotente por naturaleza, pero eso no quiere decir que el espíritu nazca de acto ascético alguno.

En cierto sentido, toda ciencia es un producto del espíritu. De esa distancia y objetivación. De ahí que la ciencia sea tan peligrosa cuando se convierte en negocio voraz, cuando renuncia al desprendimiento y se somete, como decía Ortega, en “imperio ideológico de los laboratorios”. Hay que estar en guardia ante las explicaciones puramente fisiológicas. “El hecho de que la medicina moderna haya mostrado su preferencia por el lado corpóreo del hombre y por la influencia de los agentes externos sobre los procesos vitales, es una manifestación parcial del exagerado interés unilateral propio de la técnica occidental”. Así, el espíritu, “es sólo el medio de salvar una especie de monos carniceros, atacados de delirios de grandeza por obra de la ciencia. Una especie que se ha vuelto problemática en sí misma y que se hubiere hundido sin dejar rastro después de un breve periodo de conciencia”. La cita, de Theodor Lessing, es de triste actualidad.

El espíritu es capaz de trasmutar todo el símbolo. Las cosas ya no aparecen como cosas físicas sino como signos, como símbolos de una realidad que las trasciende y que, en cierto sentido, las deja en suspenso

La segunda posibilidad del espíritu es su potencia simbólica. El espíritu es capaz de trasmutar todo el símbolo. Las cosas ya no aparecen como cosas físicas sino como signos, como símbolos de una realidad que las trasciende y que, en cierto sentido, las deja en suspenso (o les quita protagonismo). Las cosas pasan a ser representaciones de otras entidades o ideas. Con el símbolo, las cosas se “descosifican” y espiritualizan. Ya no son ellas mismas sino lo que representan. Son un dedo señalando a otro lugar, generalmente intangible. De ahí el estrecho vínculo del espíritu con la palabra, la del filósofo o la del poeta.

La tercera característica del espíritu es la conciencia de sí, la conciencia de lo que le ocurre. El espíritu se adhiere a la sensibilidad, pero puede también distanciarse de ella. Somos conscientes de un dolor, el dolor nos hiere. Pero ese dolor es del yo, no del espíritu. Pues el espíritu no puede ser “mío”. Scheler se acerca en este punto al sāṃkhya. Cuando el dolor es mío, nos encontramos en el nivel de conciencia animal. Pero el ser humano es capaz de distanciarse de su propio dolor, y esa tarea corresponde al espíritu. Todo lo que siento mío puede ser considerado como si no lo fuera (incluida el alma). Ejercitarse en ello es la misión del espíritu. No es fácil, al contrario, se trata de un arte dificilísimo, pero un arte posible. Y las consecuencias de ello no se limitan a lo personal, tienen una dimensión cósmica. De ello depende el destino de Dios, lo veremos más adelante. La filosofía, como dijo Sócrates, es un servicio divino. Los seres humanos vinimos al ser para la vivificación del espíritu. García Bacca, con su gracia habitual, versiona la frase del Evangelio de un modo hindú: “quien pierda su alma hará que la gane el Espíritu, que la gane Dios”. No estamos lejos de la Bhagavadgītā.

¿Cómo llega Scheler a todo esto? Hay dos grandes modelos teóricos sobre el tema: el clásico y el mecanicista. La doctrina clásica del alma sustancial y espiritual sostiene que sólo existe un espíritu, del que todos los espíritus particulares son modos o centros de actividad (Averroes, Spinoza, Kant, Fichte, Hegel, Schelling, Hartmann). Esta teoría comete el error de suponer que el mundo en el que vivimos está ordenado desde su origen, y conduce “al absurdo insostenible de una concepción teleológica del mundo”. Mientras que el modelo mecanicista comete el error de suponer que las formas inferiores del ser son causa de las superiores. Scheler rechaza ambos modelos y a partir de esa crítica diseña su propuesta. La imagen del mundo que esboza borra la antítesis que ha imperado durante siglos entre la explicación teleológica y la explicación mecánica de la realidad. Un modo de pensar “que no se detiene ni siquiera ante el ser supremo o fundamento del mundo.”

Ya hemos apuntado que ni por naturaleza ni por origen tiene el espíritu fuerza propia. Pero Scheler va aún más lejos y afirma que las categorías superiores del ser son las más débiles. El espíritu adquiere poder mediante la sublimación de los impulsos vitales, que le prestan la fuerza que en sí mismo no tiene. Lo más poderoso del mundo no es lo espiritual, sino los centros de fuerza inorgánicos, los metales pesados, que son ciegos (aunque se forman en el interior de las estrellas y son, por así decir, luz condensada). El espíritu sólo puede orientar y conducir, su fuerza no es propia. El universo es una “tormenta imponente”, pero en ese torbellino es posible llegar a un acuerdo entre las formas de ser y los valores. “En el curso de la evolución, puede producirse una paulatina inversión de la relación primitiva, según la cual las formas superiores son las más débiles y las inferiores las más fuertes. Dicho de otro modo, puede producirse una mutua compenetración del espíritu (originalmente impotente) con el impulso (originalmente demoníaco, es decir, ciego para todas las ideas y valores), mediante la progresiva idealización y espiritualización de las tribulaciones.”

Todas estas consideraciones hacen que el problema alma-cuerpo pierda trascendencia para Scheler. Lo físico y lo psíquico son dos aspectos del mismo proceso vital. Hay diferentes modos de considerar ese mismo proceso (materialismo médico, medicina tradicional china, ayurveda indio), pero la tensión que palpita en el hombre es de rango más elevado e intenso, es la tensión entre la vida y el espíritu. El organismo es un proceso. Toda forma del cuerpo se halla sostenida en todo momento por ese proceso. “Entonces, lo que llamamos espíritu no sólo es supraespacial, es supratemporal. Las intenciones del espíritu cortan, por así decir, el curso temporal de la vida. Sólo indirectamente, en tanto que solicite una actividad, depende el acto espiritual de un acto de vida temporal, como también sólo indirectamente se halla inserto en él”.

El modelo de Scheler rechaza no sólo las teorías mecanicistas, sino también las vitalistas. El vitalismo tiene el mérito de reconocer que lo poderoso en el hombre no es el espíritu, ni las formas superiores de conciencia, sino las potencias oscuras y subconscientes del alma. El destino del individuo y de los grupos humanos dependen ante todo de estos procesos y de sus correlatos imaginativos y simbólicos. La vida del alma mantiene la marcha, el espíritu sólo puede, mínimamente, orientarla. El mito oscuro no es tanto un producto de la historia como el motor de la historia, la potencia impulsiva de toda actividad. El error del idealismo y de la teoría clásica ha sido sobrevalorar la fuerza del espíritu, e ignorar la afirmación de Spinoza de que la razón es incapaz de dominar las pasiones, a no ser que ella misma se convierta en pasión.

¿Quién crea a quién?

El padre hace al hijo tanto como el hijo hace al padre. La idea es de Nāgārjuna. Y si lo trasladamos al ámbito femenino, al estado bicardíaco de la gestación, esa verdad se hace todavía más evidente. Scheler baraja esta misma idea, pero se sirve del símil del lenguaje. “Lo que dice Humboldt del lenguaje, que el hombre no pudo inventarlo dado que el hombre sólo es hombre por medio del lenguaje, es aplicable a la esfera ontológica formal de un ser que sea superior a todos los seres finitos; un ser cuya autonomía es absoluta y cuya santidad impone veneración. Si entendemos el “origen de la religión” y el “origen de la metafísica” no sólo la consumación de esta esfera mediante determinadas hipótesis y creencias, sino también el origen de la esfera misma, este origen coincide con el advenimiento del hombre”. Intuitivamente sabemos que existe algo, un mundo, que existimos nosotros y que podríamos no existir. De ahí que sea un error anteponer el “yo soy” (Descartes) o “el mundo existe (Aquino) a la afirmación general de un ser absoluto (Dios). Scheler enuncia el paralogismo del siguiente modo: “La conciencia del mundo, la de uno mismo y la de Dios, forman una unidad indisociable y estructural”. Fue necesario que la persona afirmara su centro más allá del mundo en el instante en que se opuso a la concreta realidad del medio. En ese momento, el ser humano naciente, no sólo se sustentó en su adaptación al medio (vida animal), sino que emprendió la dirección contraria: adaptar el mundo a sí mismo (aquí Latour y su empeño de difuminar la distinción entre naturaleza y cultura). En ese preciso instante, el ser humano se colocó “fuera” de la naturaleza. Recordemos la definición del espíritu antes mencionada. El espíritu no sólo es conciencia de sí, también es distancia, capacidad de objetivar y capacidad simbólica. El ser humano no es una simple “parte” de la naturaleza, ni un “miembro” más del mundo.

Esta posición excéntrica permite al ser humano una doble conducta. Puede asombrarse y poner en marcha el espíritu cognoscitivo para aprehender el mundo natural e insertarse en él (origen de toda metafísica). Y puede, ante la amenaza de hundirse en la pura nada, seguir el incontrolable impulso de salvación (tanto de sí mismo como se su grupo, familia o nación) y, recurriendo a su exceso de fantasía, crear figuras y símbolos para refugiarse en ellos mediante el culto y los ritos. La superación de ese nihilismo es lo que llamamos religión. Primero de un grupo, luego de una nación, que celebra su “alianza” con Dios, y, finalmente, del Estado (el demiurgo moderno).

Scheler rechaza la representación monoteísta de un Dios “padre”, del que todos los seres humanos serían “hijos”, y al que se puede conmover mediante ruegos y amenazas

La representación monoteísta de un Dios “padre”, del que todos los seres humanos serían “hijos”, y al que se puede conmover mediante ruegos y amenazas, ha sido la más difundida. Scheler la rechaza y se distancia de la ideología católica que defendió tras la guerra. Niega también (en la línea de Leibniz), el supuesto teísta de un Dios espiritual, personal y omnipotente. “La relación fundamental del hombre con el principio del universo consiste en que ese principio se aprehende inmediatamente y se realiza en el hombre mismo, quien, como ser vivo y espiritual, es sólo un centro parcial del espíritu e impulso del ser existente por sí”. La idea no es nueva, está en Hegel, Śaṃkara, Spinoza y otros, el ser primordial adquiere conciencia de sí mismo en la persona, en el mismo instante en que ésta se contempla fundada en él. Pero Scheler reforma esa idea, excesivamente intelectualista. “Ese saberse fundado es sólo una consecuencia de la decisión activa tomada por el centro de nuestro ser de trabajar en favor de la exigencia ideal de lo divino, de contribuir a engendrar a Dios, que está naciendo desde el primer principio de las cosas y que es la compenetración creciente de la naturaleza (el impulso creativo) y el espíritu”.

Engendrar lo divino.

La misión del hombre consiste en colaborar en la inserción del espíritu en la naturaleza. “El lugar de esa autorrealización o, mejor dicho, de esa autodivinización, que busca el ser existente por sí y cuyo precio es la “historia” de mundo, es, por lo tanto, el hombre, el yo y el corazón humanos”. El corazón es el único lugar del advenimiento de Dios que resulta accesible, ese lugar es una parte esencial del proceso trascendente. El proyecto es antiguo, está en el hermetismo, pero Scheler le da un sesgo particular. El ser existente por sí, que es la unidad funcional de espíritu y naturaleza, hace nacer todas las cosas a cada segundo, en creación continua. El corazón del hombre es el punto en el que convergen ambos. El advenimiento del hombre y el advenimiento de Dios dependen, desde el origen, uno de otro. La persona no puede cumplir su destino (y su misión) si no se reconoce como parte de los dos atributos divinos, espíritu y naturaleza (Scheler dice “impulso”: Drang). Esos dos principios no está acabados, sino en proceso (aquí Whitehead). Son la evolución de la vida y la historia del espíritu humano. El Dios de Scheler es un dios en formación (god is in the making), un dios inacabado, procesual. De nuevo regresamos a la Bhagavadgītā. Nuestra misión consiste en construirlo, de un modo plural y a la vez unitario.

La idea de un dios imperfecto seguramente no complacerá a muchos, pero la metafísica no es una compañía de seguros para personas débiles y necesitadas de apoyo. Por aquí asoma Nietzsche. “La metafísica da por supuesto que existe en el hombre un espíritu luminoso y ufano, y que sólo mediante su propio desarrollo y el creciente conocimiento de sí mismo, el hombre puede llegar a ser consciente de ser parte de la lucha por la divinidad y coautor de la misma”. Scheler vuela, por fin, libre. Ha soltado los viejos lastres, poco antes de que la muerte le sorprenda y su corazón, agotado, deje de latir.

Los viejos consuelos del monoteísmo no están a la altura de esta misión. “La necesidad de encontrar amparo y salvación en una omnipotencia extrahumana y extramundana, equiparada con la bondad y la sabiduría, pertenece a una época en la que el hombre no había alcanzado la mayoría de edad”. Scheler se viene arriba y opta por sustituir esa relación semiinfantil y semitemerosa del hombre con la divinidad, basada en la adoración y la plegaria, por la decisión del corazón que hace suya la causa de la divinidad. En este punto se distancia de la Bhagavadgīta, que defiende el pluralismo en los modos de contribuir a esa misión (la devoción, el trabajo o la filosofía), como diferentes vías que conducen a la misma cumbre. Pero Scheler, apasionado, prefiere jugar la baza nietzscheana.

El ser existente por sí no se puede objetivar. Y tampoco existe para amparo del hombre o remedio de sus debilidades. Está vivo y en evolución. Tiene un componente estático (el espíritu o la conciencia) y otro dinámico (el impulso creativo de la naturaleza). No puede tampoco ser algo extraño o ajeno a la vida misma, sino que es más bien una misión, un destino con el que colaborar. Nuestro “socorro”, nuestra salvación, descansa en la identificación activa con esa divinidad que se está haciendo. Sólo mediante ese ingreso activo en la misión divina es posible conocer a aquel que existe por sí mismo.

La simpatía y los valores

Hasta aquí la metafísica. Pero Scheler tiene otras aportaciones, fundamentalmente a la moral y a la sociología del conocimiento. Respecto a la primera, resulta esencial su análisis de la esencia y formas de la simpatía. En la antigüedad, la simpatía constituía un principio fundamental del organismo de la Naturaleza. Una acción recíproca de las cosas entre sí, tanto en el mundo espiritual como en el físico. Así la vieron estoicos y neoplatónicos. Para Plotino, la simpatía constituye el fundamento de la magia. De ella derivan los encantamientos. Un acuerdo natural entre las cosas semejantes y una natural contrariedad entre las disímiles. La simpatía es una cuerda invisible que, tañida en un extremo, trasmite el movimiento al otro. Es la precursora del entrelazamiento cuántico. El universo tiene una armonía única, hecha de contrarios, y la simpatía presupone la animación de todas las cosas. Así la vieron Paracelso, Agripa, Campanella y otros magos del Renacimiento. Posteriormente, la ilustración escocesa (Hume, Shaftesbury) y la alemana (Leibniz, Schopenhauer) revivirían el tema. Hay una simpatía cósmica, una especie de fuerza de la gravedad, que todo lo une y vivifica y que es anterior a la simpatía humana. La simpatía es un poder unificador, un ejemplo de lo Mismo (Foucault), y un poder transformador que va en dirección a lo idéntico. Si no tuviera su contrapeso en la repulsión, la simpatía reduciría el mundo a una masa homogénea. Empédocles ya lo había visto. Hume, más aterrizado, considera que la simpatía es el medio para que las personas se comuniquen sus emociones. Gracias a la simpatía hay consenso en las comunidades y, a partir de éste, se formulan los juicios morales.

A lo largo de su vida, Scheler fue asaltado con frecuencia por raptos eróticos, circunstancia que aprovechó para situar los sentimientos en el centro de sus intereses filosóficos. Partiendo del análisis fenomenológico de las emociones, erige una teoría de la simpatía, el amor y el odio. Para Scheler, la simpatía no puede reducirse al contagio afectivo o a la atracción. Como fenomenólogo, considera que los actos de simpatía son actos intencionales. La simpatía no puede ser una mera disposición al contagio psíquico. Ha de ser algo activo, una función afectiva, no un estado, sino una participación activa. Una intuición pura que permita penetrar en el interior de ciertas realidades sin experimentar un contagio afectivo. “Todo simpatizar implica la intención de sentir dolor o alegría por las vivencias del prójimo”. Scheler distingue cuatro formas diferentes de afinidad emocional: (1) sentir una y la misma pena con alguien, (2) simpatizar en algo, (3) el mero contagio afectivo (psicología de masas) y (4) la genuina unificación afectiva (amor dei intelectuallis). Esto se observa con claridad en las diferencias entre la empatía y la compasión. La empatía permite la identificación del propio yo con el yo del otro, mientras que la compasión permanece ciega a la vivencia del otro. La primera es activa y requiere imaginación, la segunda es negligente y pasiva y está preñada de automatismo sensiblero. El amor es el fundamento de toda compasión, pero la empatía es un acto deliberado de comprensión.

Cuando el desgobierno de la vida de Scheler era más evidente, se embarcó en una teoría de los valores. Frente a cualquier tipo de sensibilidad etnográfica, formula una teoría absoluta de los valores. Contra Kant, sostiene que los valores son objetivos, inalterables, a priori, no formales, y objeto de emociones más que de razón. Los valores se organizan jerárquicamente en cuatro niveles ascendentes. (1) placer-dolor (ámbito sensible), (2) noble-vulgar (ámbito sentimental), (3) bello-feo, justo-injusto (ámbito espiritual), (4) sagrado-profano (ámbito religioso). Una tabla de medir que proporciona una antropología. La persona no es una sustancia ni un objeto, sino una “particular unidad de actos” (distribuidos en esos cuatro ámbitos). Respecto a las pasiones que lo zarandean, Scheler sigue la consigna de Spinoza: “no resistencia directa al mal”. “La persona debe aprender a tolerarse a sí misma, a tolerar aquellas inclinaciones que reconoce en sí mismo como malas y perniciosas. No debe atacarlas en lucha directa, sino aprender a sobreponerse a ellas y vencerlas indirectamente, transformándolas, disfrazándolas.

La libertad

La libertad nunca se entiende mediante el análisis teórico, sólo cuando se vive. Libre es la persona, no el acto. La discusión teórica sobre libertad y determinismo es vana. La primera pertenece al ámbito fenomenológico, la segunda al discursivo y doctrinal. Sólo la observación fenomenológica de la libertad puede otorgarnos su esencia. Para ello hay que penetrar en el drama de lo vivo. “Cuán difícil es para el amante dejar en libertad al ser amado”. Quienes hablan del fantasma de la libertad, quienes afirman que la libertad es una ilusión, no hacen sino manifestar su miedo a la libertad. Es un error creer que la liberación de factores externos puede dar la libertad. La libertad es una pulsión interna. La libertad hay que tomársela, nadie te la puede dar. “El que se comporta libremente merece la liberación, el que no es libre merece la coerción”. La libertad tiene sus paradojas. La persona servil no vive la coerción que se le ha impuesto como tal, sino que se siente libre. Calvinistas y puritanos fueron deterministas, pero conquistaron su libertad eclesiástica y política. Mientras que los jesuitas, que afirmaban la libertad, se plegaron a la autoridad de Roma. La libertad, paradójicamente, significa la predictibilidad del individuo. El hombre más predecible es el más libre. El demente es completamente impredecible, como las masas, que no sólo son impredecibles, sino histéricas y caprichosas.

El determinismo contempla los procesos desde fuera, lo que impide la decisión, que es un asunto interno. Pero tanto su actitud como sus principios (la idea de que todo acontecer se halla unívocamente determinado por causas espacio-temporales de contacto), descansan sobre un acto libre. El ser vivo selecciona e interpreta los fenómenos que se le presentan en función de categorías previamente elegidas y definidas, como espacio, tiempo y contacto.

El mundo es comprensible únicamente desde el punto de vista de la libertad. Allí donde el determinismo parece reinar sin restricciones, es sólo en apariencia. Scheler se pone cuántico: “Cada átomo individual es, efectivamente, distinto de otro y se comportade manera diferente bajo las mismas condiciones, pero nos contentamos con investigar el comportamiento promedio de los átomos”. Dicho en términos más radicales: cada átomo tiene su propia memoria, sus propios fines e inclinaciones.

Amor y conocimiento

Sólo se comprende lo que se ama. La pregunta es si puede conocerse algo sin amarlo. Creemos que sí. Entre el conocimiento y la comprensión hay un trecho, que se cubre con el afecto. ¿Es necesario comprender el mundo para amarlo? ¿No es el conocimiento del mundo una manifestación de nuestro amor por él? El movimiento del amor funda el conocimiento, la unidad de la vivencia con la que, según Platón, se logra el máximo grado de ser, el más alto coeficiente de realidad. En la vocación encontramos un ejemplo, también en la vehemencia con la que el investigador persigue su objeto y lo crea. Pero el conocimiento exige también cierta distancia, la contención de ciertas emociones, enfriar el ardor, hacerse el indiferente. El conocimiento exige espíritu.

A propósito de estas cuestiones, Scheler cita la Bhagavadgītā, donde se describe el magnetismo que ata al espíritu y la naturaleza como deseo y acción. El protagonista genuino de esos deseos y de esa actividad no es el yo (el alma), sino el espíritu (que, sobrevuela, por así decir, el mundo natural). El amor (y el conocimiento) es precisamente el magnetismo entre el espíritu y la naturaleza. Los papeles están distribuidos, pero se implican mutuamente (eso es el amor). El primero contempla, la segunda actúa. Esa es la secreta complicidad de lo real. Y es un error creer que la acción la realiza únicamente la naturaleza, pues la acción sin contemplación (sin la conciencia de su hechura) es ciega y el amor genuino, pese al tópico, nunca es ciego.

Sin el espíritu el alma es ciega. Pero el espíritu, por sí mismo, no puede actuar. De ahí que se necesiten mutuamente para que el mundo exista. En cierto sentido, el espíritu objetiva el deseo, se distancia de él, lo enfría. Quiere ver, no quiere dejarse arrastrar por su ceguera. Esa es la “desrealización” hacia la que apunta la sabiduría hindú, el axioma de “la experiencia índica del universo”. En esa experiencia, “el amor nunca desempeña un papel más originario que el conocimiento”. Scheler ve en la doctrina india del amor tanto intelectualismo como en la helénica de Platón y Aristóteles (frente a la cristiana, representada por Agustín de Hipona, que ve en el amor el impulso más originario del espíritu divino y humano). En Platón el eros es tránsito de un saber limitado a un saber más amplio, tendencia de las cosas sensibles a participar de la idea, impulso “de lo que no es” hacia “lo que es”. Love makes you real. La frase inglesa recoge la idea platónica del amor.

“De la idea india y helénica del amor y el conocimiento se sigue que el comienzo de todo proceso de salvación no está dado, como para el cristianismo, por un acto de amor y de gracia de una potencia externa, de “Dios”, acto que es anterior a toda actividad del hombre; sino que toda salvación es autosalvación del individuo por el acto de conocimiento”. En la concepción india (y helénica) el amor no basta, hace falta un plus de conocimiento. Esto es cierto sólo parcialmente en el caso indio. Las tradiciones devocionales insisten en el con el amor debería bastar. Además, no se trata de la salvación del individuo. Ese no es el fin perseguido en la Bhagavadgītā, se trata de la liberación del yo. El individuo (el yo, el alma) ha de quedar en el camino, como la vieja piel de la serpiente.

El amor permite “alejarse de sí”, hace posible “ser otro”, y acercarse a ese “no-yo” del que hablan los budistas. Esa es la genuina redención del corazón

Scheler destaca, además, que la idea india del amor insiste en que éste no sólo se debe al prójimo, sino también a todo lo viviente, a plantas y animales. El amor permite “alejarse de sí”, hace posible “ser otro”, y acercarse a ese “no-yo” del que hablan los budistas. Esa es la genuina redención del corazón. Ese amor, que es un ansia positiva de creación, se encuentra ya en la visión extática que Diotima confía a Sócrates. Un principio de producción de figuras, que engendra lo bello. El amor como transición entre un conocimiento superficial y un conocimiento pleno. Por no hablar de la amistad erótica espiritualizada. Ni los necios ni los dioses son capaces de amar. Sólo los amantes de la sabiduría pueden hacerlo. Además, el amor tiene una dimensión óntica, como tendencia del no ser al ser. Una aspiración que se consume en el mismo logro y que ilustra, en el celo animal, un anhelo de inmortalidad. Las generaciones de individuos y especies no son sino la expresión de ese anhelo. Eros está ávido de ser y de permanencia. Barajando estas ideas, platónicas e hindúes, Scheler llega a una definición de la condición humana. Lo que llamamos individuo es, por un lado, “una particular unidad de actos” y, por el otro, la memoria de los mismos. Lo primero engendra deseos y aspiraciones, lo segundo una identidad personal. Esta identidad es la que pretenden salvar las “tecnologías del yo” cristianas y, ahora, en la era del Antropoceno, la cibernética. Pero en el caso hindú no se trata de salvar esa identidad sino de liberarla. El recuerdo puede conservarse e muchos modos y, de hecho, lo hace en la especie y su evolución, no necesariamente en la identidad personal. En la tradición budista, antes de la liberación, hay una migración de esa “particular unidad de actos” que se transfiere a otro ser, que se refleja en otro ser, que no es capaz de recordar a su antecesor pero que lo lleva incorporado en sus destrezas, en sus deseos e inclinaciones. La identidad ya no es individual, sino transitiva. Esa algo que se da a otro anónimamente, a la espera de que ese otro nos supere en amor y conocimiento y, con ello, se acerque a la liberación.

Se advierten las diferencias respecto a la tradición agustiniana. El conocimiento religioso no parte de modo espontáneo del individuo, sino que parte de Dios, de una voluntad de redención guiada por el amor. Esa iniciativa se aprehende por la gracia divina, que es anterior a toda actividad propia. “Toda libertad humana y todo mérito existen entre esos dos momentos”. El comienzo y el fin de todo el proceso está situado en Dios (en Tomás de Aquino leemos que Dios creó el mundo para su propia glorificación). La idea de ser redimido por el amor divino ocupa es el equivalente cristiano a la liberación hindú mediante el autoconocimiento. Un principio, que como el helénico, considera que el amor se fundamenta en el conocimiento. Śaṃkara lo dirá de un modo elocuente: lo real (ātman) no es sino el conocimiento que se conoce a sí mismo.

La traición a la alegría

Ocurrió en Alemania y el responsable es Kant. Se traicionó la alegría en favor de un falso heroísmo y de una inhumana idea del deber. Scheler atribuye esa traición “al severo y augusto deber del imperativo categórico”. En Leibniz el placer todavía era un signo de progreso hacia la perfección. Kant traiciona la alegría más profunda y espontánea. Su influencia en la formación del ethos alemán es incalculable. Proyecta su doctrina anti-eudemonista a la historia, enseña con Rousseau que la civilización no hace más feliz al hombre, pero en lugar de asumir el bucólico regreso a la naturaleza del ginebrino, exige “ir adelante a pesar de todo” (como hará Weber). Así lo exige la evolución histórica. Ir hacia el más elevado bien terrenal: el estado nacional. Schopenhauer y Hartmann heredan la concepción negativa de la felicidad de Kant. Una idea que tiene su origen en las comarcas orientales de Alemania, “colonizadas por la adusta y ascética orden de los caballeros teutones que impusieron su impronta, toda ella hecha de acción, de orden, de efectividad, de dominio absoluto de la voluntad”. No hubiera ocurrido lo mismo en la Alemania meridional (mucho menos en el Mediterráneo), “donde el hombre no tiene que arrancar penosamente a la tierra los medios para su subsistencia, en una naturaleza árida y rebelde, ni donde una casta dominante tiene que imponer artificiosamente orden a una población eslava, caótica y poco grata”. El paisaje se hace ethos y en Alemania se eligió el peor. En la primitiva Prusia hay que buscar la traición a la alegría. ¿Qué queda por hacer en un ambiente tan parco, tan mísero, en el que nada invita al amor y la alegría, sino solo al deber?” Scheler cita a Oscar Wilde: “El deber es la conducta que hay que adoptar frente a personas desagradables”. Scheler es alemán, pero su alma es meridional. Sabe que “sólo los hombres felices son buenos” y busca, en su vida amorosa, el antídoto contra esa tendencia unilateral del espíritu alemán. Lo veremos a continuación.

La educación sentimental

Si la filosofía es algo que ocurre en la vida (y no la vida en la filosofía), Scheler, como Rousseau o Agustín de Hipona, es un buen ejemplo de la supremacía de la vida sobre la filosofía. La vida amorosa de Scheler es digna de un folletín. Una carrera académica desbaratada periódicamente por episodios eróticos y amorosos. Su primera relación estable fue con una mujer casada y ocho años mayor que él, Amelie von Dewitz. Primero fue su amante y luego su esposa. Cuando se separaron, se encargó de arruinar su vida profesional en Jena y, luego en Múnich. La simpatía es la clave del cosmos. Scheler experimenta una atracción incontenible hacia ciertas mujeres. Sabe que su esencia es inefable, pero no se resiste a penetrar en ella. El erotismo le obliga a una vida peregrina (como a Nietzsche la enfermedad) y pasa de una universidad a otra tratando de tapar los escándalos. Es expulsado (o invitado a marcharse) como consecuencia de su vida amorosa, pero sin esa carga erótica probablemente su obra no sería la que es, un torrente brillante de ideas, emociones e intuiciones certeras. De su primer escándalo amoroso logró restablecerse tomando refugio entre los católicos de Colonia (enseñando ética y proponiendo, en la era del relativismo, una teoría de valores absolutos), pero un nuevo divorcio provocó su ruptura con la iglesia. Sus ideas también cambian al ritmo de sus amores. Traicionar la propia filosofía es una de las prerrogativas del genio filosófico. La falta de integridad teórica es una constante en los grandes pensadores. Wittgenstein, Whitehead, Sartre, Heidegger, Husserl son sólo algunos ejemplos. En una época inestable y pluralista, Scheler, preocupado por la cohesión social, cree, alternativamente, que ésta puede lograrla el ejército, la iglesia o el movimiento juvenil. Los eventos se suceden rápidamente y siempre es capaz de encontrar una explicación metafísica que los justifique. Antes de la primera gran guerra es un crítico contumaz del positivismo y de los valores burgueses. Cuando se inicia la contienda defiende el militarismo y publica El genio de la guerra, una obra de enorme repercusión en un país movilizado. Tras la guerra, cuando es acogido en la Universidad de Colonia, se convertirá en portavoz de las ideas políticas y sociales de la Iglesia católica, conjugando el vitalismo de Nietzsche con la idea de una comunidad jerárquica y una metafísica aristocrática (nunca abandonará su elitismo congénito), enfrentándose a la proletarización de la cultura, y creando una sociología del conocimiento que integre las diversas corrientes del pensamiento. Finalmente, poco antes de morir, romperá con el catolicismo y ofrecerá una antropología de sesgo oriental (y hermético).

A los catorce años, para escapar del ambiente opresivo, Max se convierte al catolicismo. (...) La fragancia del incienso, la luz temblorosa de las velas y el esplendor barroco de las celebraciones, se funden con su devoción por las jóvenes doncellas.

Scheler es hijo de madre judía, dominante y temperamental, y padre protestante y sumiso. La madre busca la cercanía de su hermano Hermann (rico, ortodoxo, soltero y tacaño) y la familia se traslada a Munich. El padre abandona su vida en el campo, donde administra las granjas del duque de Saxe-Coburg, y acepta resignado la vida de la ciudad. Compran una casa en Kanalstrasse. El joven Max recibe una educación judía, acude los sábados a la sinagoga con su madre y su tío. Su padre muere antes de que Max entre en la escuela secundaria. La madre se muda con sus hijos, Max y Mathilda, a casa de su hermano Hermann, al que el joven detesta. A los catorce años, para escapar del ambiente opresivo, Max se convierte al catolicismo. Las sirvientas de la casa de su tío lo han llevado a ver las procesiones nocturnas de la Virgen de mayo. La fragancia del incienso, la luz temblorosa de las velas y el esplendor barroco de las celebraciones, se funden con su devoción por las jóvenes doncellas.

Su paso por la universidad es errático. Empieza medicina en Múnich, poco después se traslada a Berlín para estudiar filosofía y sociología y se doctora en Jena en 1897. En 1910, cuando sea despedido de la universidad de Múnich por conducta inmoral, se oirán rumores sobre sus orgías (cuya veracidad es incomprobable). Mientras sus compañeros se dedican a beber y a desafiarse en duelos, Max vive enfrascado en el conocimiento y el amor. Descubre a Nietzsche. Tiene una aventura con Amelie von Dewitz, una mujer casada, ocho años mayor que él, a la que ha conocido en unas vacaciones en el Tirol. Hechizado por sus ojos negros, siente que esa mujer es su “destino”. Tras un tiempo como amantes, Amelie se divorcia de su marido y exige al joven que salve su honor. Max accede a casarse con ella. Un matrimonio de quince años en el que no será feliz y que le dará un hijo, Wolfgang, que morirá joven en una reyerta callejera. Cuando se divorcien, ella se encargará de arruinar su vida académica en Jena y Múnich. Será el primero de los giros de una vida erótica que es incapaz de controlar. Scheler tiene algo de dionisíaco y de tántrico. Parece un personaje de Dostoyevski. Combina una extrema espiritualidad con un incontrolado impulso sexual. Su amigo Theodor Lessing lo define como “un genio daimónico que salta desde las alturas a las profundidades buscando la salvación a través del desenfreno”. Admira su lucidez, pero se espanta cuando su rostro se contorsiona por la lujuria.

Tras la muerte de Hegel, en Berlín prolifera cierta aversión a la metafísica. La moda es el positivismo (Haeckel, Mach), que para Scheler es una enfermedad. Busca desesperadamente un marco objetivo para la realidad, y lo encuentra en los valores (que considera independientes de cualquier opinión o deseo). La filosofía debe liberarse de las ataduras del método científico y reconocer el papel fundamental de la intuición y la emoción en la percepción del mundo. Los seres humanos han ido perdiendo gradualmente el sentido de participación en el drama cósmico. Un tema sobre el que volverá en sus últimos años. Ve en la filosofía, fundamentalmente, catarsis e intuición. Una vía de purificación que facilita cientos vislumbres liberadores. Para lograr esas intuiciones es más importante la simpatía que el intelecto o la racionalidad. La simpatía es la única fuerza que puede trasportarnos al interior de las cosas. Una fenomenología que contrarresta la tendencia, dominante en su época, a filtrar la experiencia mediante conceptos abstractos. Un espíritu de la desconfianza que atribuye a Kant, obsesionado con los límites, que no se preocupa de las cosas, sino de saber si sabe, de saber si su conocimiento es fiable, seguro. Reduciendo con ello la infinita riqueza de la experiencia humana. El filósofo debe ser un poeta y un sacerdote, evocar el asombro y la alegría, el misterio sagrado de un universo divino. Respetar, como decía Nietzsche, la filigrana, perfección y delicadeza de las cosas, “la sensación de que el mundo es mucho más vasto y misterioso que nuestra conciencia”.

Un escándalo amoroso y la denuncia pública de Amelie, que le acusa de tener un affair con la mujer de un colega (a la que abofetea en una fiesta) le obligan a dejar Jena. Se traslada a Múnich en 1907, donde logra hacerse con un grupo de alumnos entusiastas. Amelie lo denuncia de nuevo con la publicación de un libelo de un periódico socialista. Le acusa de haber contraído deudas con sus amantes y de haberla dejado a ella y a su hijo en la miseria. La universidad ordena una investigación. Scheler demanda al periódico pidiendo dinero prestado a sus estudiantes (que no devuelve). En 1910, se le obliga a dimitir como profesor y se le retira la venia legendi, el derecho a enseñar. A Scheler le ocurre lo mismo que le había ocurrido a Nietzsche por motivos de salud y a Heidegger por su vinculación con el nazismo. En los tres casos, la exclusión del ámbito académico da lugar a la filosofía.

Sólo y deprimido, sin ingresos, se traslada a Gotinga en 1911. Allí encuentra un nutrido grupo de jóvenes fenomenólogos, entre los que destacan Roman Ingarden, Alexander Koyré y Edith Stein. Carece de plaza, pero se las ingenia para impartir clases privadas. Husserl, que le ayudó cuando tuvo que abandonar Jena, lamenta su vida descontrolada e impropia de un profesor universitario. El temperamento de ambos acrecienta sus diferencias. Husserl es un hombre discreto, mejor investigador que docente, que vive consagrado a sus libros. Scheler es un orador carismático, que puede hechizar a su público durante horas. Escribe en los restaurantes y da sus clases en un café de Gotinga. La tensión entre ambos hará que regrese pronto a Múnich. Distanciado desde la adolescencia de su familia y separado de su esposa, bordea el colapso nervioso. Se refugia en su nuevo amor, Maerit Furtwaengler, y en su fiel amigo Dietrich Hildebrand. Ambos le ayudan a iniciar una carrera como crítico y escritor independiente, en lucha abierta contra el positivismo y el liberalismo burgués. Siguiendo a Maerit, se traslada a Berlín. Su exesposa le exige una importante suma de dinero para el divorcio. Scheler busca desesperadamente fondos. Finalmente, se lo presta una persona que prefiere quedar en el anonimato. Más tarde, con la herencia de Maerit saldará la deuda.

Publica un volumen sobre ética y un elogio de la guerra, que se convierte en un ‘bestseller’. (...) La guerra no es sólo violencia física sino renovación espiritual

Los escritos anteriores al estallido del conflicto hacen de Scheler una figura de renombre. Trata de alistarse, pero es rechazado por su edad (40). Publica un volumen sobre ética y un elogio de la guerra, que se convierte en un bestseller. La guerra limpiará las telarañas creadas por la vida burguesa y devolverá a la sociedad a sus raíces orgánicas. La guerra no es sólo violencia física sino renovación espiritual. Un buen antídoto contra la decadencia. No tardará en arrepentirse de la simplificación de sus arrebatos bélicos. En 1915 regresa a la vida sacramental de la iglesia católica, de la que se había distanciado tras su primer divorcio. Cree que Alemania debe conservar la unidad espiritual de Europa. Una civilización basada no en el individualismo burgués, sino en la solidaridad cristiana. Scheler se convierte entonces en portavoz de la inteligencia católica. Pero diez años más tarde, cuando publica su sociología del conocimiento, ya habrá perdido su fe en el poder de cohesión del catolicismo. La Iglesia se niega a reconocer la validez de su tercer matrimonio y vuelve a distanciarse de ella. En un salón de Colonia se ha enamorado de la joven Maria Scheu. A él le fascina su voluptuosidad y brillantez intelectual, a ella su irresistible elocuencia. Se desmorona su reputación como filósofo católico y, de nuevo, es invitado a abandonar la universidad de Colonia, donde enseña ética y valores cristianos. En 1923 se divorcia de Maerit. También se arrepentirá de esta decisión. Con el tiempo reconocerá, en el extenso epistolario entre ambos, que Maerit ha sido la mujer de su vida.

En el periodo entre 1922 y 1924, tras la ruptura con el catolicismo, arrecia en sus críticas a Roma. Pese a ello, conserva la idea de una jerarquía absoluta de valores. Los valores de cada cultura en particular se encuentran supeditados a un logos universal, que está más allá de la historia y la sociología. Bajo esta premisa construye su Sociología del conocimiento (1924), que busca una vía media entre el idealismo y el materialismo. La premisa esencial de la disciplina, planteada por Durkheim y Marx, es que el conocimiento nunca está completamente determinado por su objeto, ni por sus antecedentes lógicos, sino que también se encuentra socialmente determinado. Para Durkheim el lenguaje es una representación colectiva mediante la cual una sociedad ordena e interpreta su experiencia. Incluso las ideas religiosas son un producto de las realidades sociales. Scheler parte de una crítica de Durkheim, cuya sociología positivista no hace justicia a la metafísica y al conocimiento religioso. Las encrucijadas de la historia son nudos metafísicos. Las ideas de Auguste Comte, padre del positivismo, son la expresión de una sociedad burguesa, decadente y calculadora, centrada en el control y dominio del entorno. Frente a esa desconfianza, heredada de Kant, hay otra actitud posible. La renuncia al control y la confianza en las intuiciones religiosas y metafísicas. Dilthey y sus seguidores han abandonado la filosofía y se han convertido en sociólogos e historiadores de las ideas. Heidegger hará lo propio con la poesía. Weber subsumía la filosofía en la ciencia. Scheler, que siempre ha sido un antipositivista, considera que la ciencia debe permanecer neutral en sus valores (algo impracticable) y que la metafísica es complementaria a la historia y la sociología. En la agenda de Scheler está la destrucción del culto a la ciencia como criterio único y normativo. El conocimiento científico no es el conocimiento supremo, sino una versión más de la realidad, y no la más esencial. Abandonado el catolicismo y el naturalismo científico, rechazado el positivismo y el idealismo hegeliano, Scheler emprende su marcha en solitario. Se dirige hacia una metafísica singular, muy original y al mismo tiempo muy antigua, donde lo divino ha dejado de ser omnipotente. Tiene algo del sabio oriental que se retira al bosque, pero la expone ante un público expectante y entregado, en una larga conferencia, en la habitación encantada de una mansión.

Últimos días

Al tiempo que se acrecienta su fama, su corazón se debilita. Recibe invitaciones de América, Japón, India, China y la Unión Soviética, pero no está en condiciones de aceptarlas. Pese a su popularidad, sus últimos días son amargos y solitarios. Confiesa a Maerit que sólo su trabajo, y la complicidad de Nietzsche, lo mantienen a flote. Peregrina a Sils-Maria y recorre los valles y colinas por los que paseaba el filósofo. The mind undermines. Cuanto más penetra en el pensamiento de Nietzsche, más inquieto se siente. El entusiasmo (pathos) es inquietud, el amor a la verdad puede ser desalentador. En el último semestre en la universidad de Colonia, el corazón empieza a fallarle. Mientras, se enfrasca en una teoría de las energías vitales y los instintos. La mano que sostiene su eterno cigarrillo empieza a temblar. Tiene mareos y con frecuencia pierde el equilibrio sobre la tarima. Para los estudiantes es trágico ver cómo se esfuman sus energías y su carisma. Tras una cura en Ascona, en abril de 1928 se traslada a Frankfurt, cuya universidad le ha ofrecido una plaza. La ciudad le cautiva con sus excelentes teatros, cafés y auditorios. Le esperan académicos de renombre como Adorno o Mannheim. Se interesa por el Oriental Institute, recién inaugurado por Richard Wilhelm y Rudolf Otto, donde pretende investigar técnicas de meditación y autocontrol. Además, desde Frankfurt estará a menos de una hora de tren de Maerit, que ahora es su gran amiga y confidente. Dan largos paseos por los jardines del castillo de Heidelberg y recuerdan los viejos tiempos, antes de la guerra, cuando eran pobres pero felices. El 13 de mayo, ya en Frankfurt, sufre un ataque al corazón y es ingresado. El 19 parece recuperado. Le pide a Maria un vaso de cerveza que sale a buscarlo. Entra la enfermera con el termómetro. Scheler piensa que es Maria que regresa con la cerveza y se incorpora con rapidez. Su débil corazón no soporta la sacudida y se rompe. Muere a los pocos minutos. El cerebro de Scheler es conservado, sin el permiso de Maria, en un frasco del laboratorio de Kurt Goldstein. Cuando la viuda se entera, lo reclama y le es enviado en una caja de puros. Ella se encarga de que lo entierren junto a su cuerpo en Colonia. Su viuda, embarazada, no asiste. Sí lo hace Maerit, fiel hasta el final. Un viejo amigo lee unas palabras. Ante los asistentes recuerda una imagen y una idea. La mirada amorosa de Scheler y la idea de que la simpatía es la clave del cosmos.

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