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PENSADORES INTEMPESTIVOS | 12

Schopenhauer: el teatro de la mente

El filósofo alemán describió la realidad como una ficción: lo que vemos no es verdadero, sino una representación orquestada por la voluntad

Juan Arnau
Arthur Schopenhauer (1788-1860), fotografiado por Johann Schäfer en 1859.
Arthur Schopenhauer (1788-1860), fotografiado por Johann Schäfer en 1859.

Schopenhauer camina con una inusual ligereza y, cuando la luz transfigura el paisaje, se detiene a contemplar el espectáculo a través de su monóculo. Momento que aprovecha para sentenciar: “La materia es un efecto, nunca un fundamento” o “no podemos saber a qué profundidad llegan las raíces de la individualidad”. Frauenstädt, que planteó inteligentes objeciones al concepto de voluntad, recordaría las semanas pasadas con el filósofo como las mejores de su vida. Abundan los testimonios de quienes lo conocieron cuando ya era famoso, o de quienes compartían su mesa en el Hotel de los Ingleses, donde comía habitualmente (el almuerzo de caliente; la cena, fiambres y una jarra de vino). Gracias a ellos podemos compartir intimidad con el más huraño de los filósofos. Hay también sitio para los paseos, convencido como estaba de que las mejores ideas advienen al aire libre. Para el cortejo de Flora Weiss (y las posteriores calabazas), para las visitas al pabellón de los melancólicos (en la Charité de Berlín), para la música que tocaba a diario (interpretaba a flauta las óperas de Rossini), para ocurrencias y exabruptos impíos. Podemos adentramos en su estudio y verlo tumbado sobre el diván, con su levita gris, enfrascado en conversaciones sobre fantasmas, sueños y otras clarividencias. Escuchamos juicios inmisericordes sobre su altanería y su fabulosa capacidad de sobreestimarse, sobre su misoginia y su relación amorosa con Atman, un perrito de lanas que lo acompaña en los paseos y al que reprime llamándolo “hombre”.

El filósofo tenía un temperamento difícil. Tras romper con su madre, por la que sentía una abierta antipatía (por parlanchina y gastarife, por haber arruinado la vida de su padre), vivió aislado y nunca aprendió a llevar con paciencia las debilidades de los demás. Se convirtió en una especie de ogro de intimidantes ojos azul-grises, profundos pliegues en el rostro y afiladas patillas. Pero también tuvo facetas más amables, al parecer era una persona extraordinariamente sensible y excitable. Si escuchaba una heroicidad se le llenaban los ojos de lágrimas y se le quebraba la voz cuando contaba un acto noble o conmovedor. Despreciaba todo lo superficial y vulgar, pero era capaz de mostrar una extraordinaria afectividad con aquellos que admiraba. Podía ser ameno y locuaz, sobre todo en los paseos, que acompañaba de su cigarro y en los que charlaba de todo cuanto se le ocurría. Era monárquico y enemigo de revoluciones. Conocía el griego y el latín, aunque nunca aprendió sánscrito, y muchas otras lenguas, entre ellas el español (fue entusiasta lector de Gracián), el italiano o el francés, que consideraba una jerga. Tuvo gran estima por el inglés (decía que había sido concebido en Inglaterra, en un viaje de sus padres) y todas las tardes leía The Times.

A diferencia de los “maestros del galimatías” como Hegel o Fichte, Schopenhauer fue un excelente escritor y su lectura proporciona momentos de gran placer. Detestaba toda la parafernalia y el papanatismo del mundo académico. Especialmente a los profesores de filosofía, gusanos que se alimentaban del cadáver del filósofo. Amaba a Platón y Kant. Consideraba que el segundo le había curado de las fantasmagorías del primero. Creía que los hombres habitan dos mundos, uno dominado por la razón suficiente, y el otro libre de la tiranía del límite y la causalidad.

Su padre quiso que fuera comerciante y para convencerlo le ofreció un viaje de placer de dos años por Europa. La otra alternativa era dedicarse al humanismo (como él quería) y quedarse sin viaje. Se decidió por el viaje y conoció el mundo. Tras la muerte de su padre, rompió con su iniciada carrera en el comercio y volvió a la filosofía. Comerció con las Indias orientales, pero no con especias, sino con ideas. Ideas que llegaron escritas en latín de la mano de un francés. La versión de las upaniṣad de Anquetil Duperron le impresionó profundamente. Confesó que fue la más gratificante y conmovedora de sus lecturas. Había sido el consuelo de su vida y lo sería de su muerte. Se trataba de una traducción del persa al latín que utilizaba la versión encargada por Dara Shikoh. Un triple desplazamiento (sanscrito-persa-latín-alemán) que dejaba muchas cosas en el tintero y suscitaba otras tantas. Ello no le impidió que tratara con sospechas, por su sesgo teísta y europeizante, las traducciones directas del sánscrito de Colebrooke, Röer y Roy. En 1816, mientras escribía El mundo como voluntad y representación, tuvo por primera vez contacto con las upaniṣad y, en la segunda edición, encontramos ya adiciones y enmiendas que dan cuenta de sus avances indológicos. Había tesis fundamentales que casaban bien con el vedānta: la unidad fundamental de lo real, la representación como proyección de apariencias espacio-temporales (culminación del kantismo: cuyos a priori reducía a espacio, tiempo y razón suficiente) y la realidad imparable del deseo ciego, llamado voluntad, que no conoce propósitos ni direcciones y que le sirve para oponerse a Hegel (la historia como sinsentido). La realidad que vemos no es la verdadera y todas las diferencias que observamos corresponden a una misma entidad que las trasciende: la voluntad. El filósofo lo ilustra con una representación teatral. Los personajes se muestran antagónicos y en discordia, pero, una vez concluida la función, todos comparten la misma esencia, constatando lo ilusorio de aquella individualidad.

La voluntad es la “cosa en sí”, que no se puede conocer. La representación es su desciframiento. Para Schopenhauer, el error de todos los filósofos es creer en un entendimiento original, al margen de la voluntad. El entendimiento carece de soberanía, es un mero accidente de la voluntad. Lo racional, desde su base, está condicionado por lo irracional ciego y depende de esa voluntad infatigable que no puede saciarse jamás. Sólo la experiencia contemplativa del arte puede librarnos de la tiranía de la voluntad. La alegría estética anticipa otro mundo. De todas las artes, sólo la música (imagen inmediata de la voluntad) puede lograr que, por un instante, quede en suspenso la propia voluntad y el mundo sea sólo representación. Lo que los budistas trataban de obrar con la meditación, Schopenhauer lo atribuía a la música.

Schopenhauer advirtió cierto paralelismo entre las doctrinas brahmánicas y las platónico-kantianas. Asociaba la voluntad con el bráhman-ātman de las upaniṣad, mientras que los fenómenos se corresponden con la ilusión de māyā. Hay, sin embargo, dos diferencias importantes. En primer lugar, mientras en Schopenhauer la voluntad domina sobre la representación (que es su instrumento), en la filosofía india, que es una filosofía de la cultura mental, lo contrario es posible. En segundo lugar, esa esencia compartida, unidad de todo lo real, en Schopenhauer es negativa, ciega y avasalladora (ante ella sólo caben recetas luteranas: reprimir todo deseo o pasión), mientras que en las upaniṣad se trata de un principio algo más atractivo y magnético. No obstante, al margen de comparaciones simplistas, Schopenhauer subraya aquello que comparten ambas tradiciones: la mente misma es el velo que induce a ver los fenómenos de modo ilusorio, y que el sabio es aquel capaz de rasgar ese velo (aunque Schopenhauer no facilite las instrucciones).

Siguiendo con estas asociaciones, la voluntad cósmica fue para Schopenhauer un principio inmanente (no trascendente), que se correspondería con la naturaleza primordial del sāṃkhya. Una energía ciega contraria al espíritu puro, el testigo (puruṣa). Es precisamente en esa “contrariedad”, en esa oposición no resuelta, donde el filósofo revela que es hijo de su tiempo y del luteranismo. El apego por las cosas del mundo, que los budistas llaman upadana, equivalía a su “voluntad de vivir”, mientras que el karma era una voluntad individual sin intelecto.

En cierta ocasión, Schopenhauer mencionó que albergaba la esperanza de que la sabiduría india produjera un cambio y una reorientación radical del pensamiento europeo. Estaba convencido de que “por las venas del cristianismo corría sangre india” y que el conocimiento del pensamiento indio permitía acercarse más cabalmente al cristianismo. De hecho, nunca consideró estas ideas como influencias o antecedentes históricos (del despliegue del Espíritu, digamos) sino verdades perennes que no conocen las restricciones de épocas o geografías. Duperron creía como él que los sabios de todas las épocas habían dicho lo mismo y por supuesto él era uno de ellos. Nunca tuvo ningún rubor en afirmar que tanto Eckhart como Buda enseñaban lo mismo que él.

Schopenhauer fue para algunos de sus contemporáneos el gran sacerdote de la religión atea. Un santo que predicó la castidad y renunció a las trampas del deseo. Se había acercado al budismo al constatar la “maldad del mundo”, en una época de su vida en la que el mundo le parecía miserable, la creación de un demonio maligno que se deleita con el sufrimiento de sus criaturas. Ante las visitas le gustaba presentarse como budista. Śākyamuni le parecía el único que había comprendido la esencia del mundo, y en su estudio mandó colocar una estatua de Buda, que hizo recubrir de oro de la mejor calidad y encargó una peana para sostenerla.

Es indudable que el “buda de Fráncfort” (que es como Moreno Claros titula su excelente libro sobre el filósofo), fue la figura que mejor ilustra el giro del pensamiento europeo hacia la India. Mostró una genuina disposición a incorporar conceptos indios para ilustrar sus doctrinas. Frente al progreso y el racionalismo, sabía que el intelecto se encontraba al servicio de la voluntad (en esto seguía a Hume) y que la razón podía ser una fuerza ciega, obsesionada por el control, que se expresaba en la ciencia y la técnica.

Pero hay que admitir que no acabó de entender cabalmente el budismo. Cometió el desliz de considerar el nirvana como una especie de extinción, una nihilización de la realidad, que casaba bien con su natural pesimismo. Precisamente en una época en la que el pesimismo era la gran acusación contra el budismo, porque prescindía del paraíso o lo rebajaba a lugar de paso. En este sentido, los parecidos con su filosofía son superficiales o simples malentendidos. En Schopenhauer no hay mención alguna a la cultura mental o a la gracia, dos aspectos fundamentales del budismo. El filósofo creía que el mundo, como sueño de la voluntad, era una pesadilla e identificaba la vida misma con el sufrimiento. Al ser humano más le valdría no haber nacido. Nada más alejado del budismo, para el que la vida humana constituye una plataforma inmejorable para el despertar. El mundo que habitamos no es una colonia penitenciaria, está trufado de budas y bodhisattvas, que ejercen continuamente su actividad compasiva, hay remansos de paz y espacios purificados, “campos de Buda”, donde el logro del despertar resulta accesible. En el universo de Schopenhauer no hay espacio para la gracia, es un mundo acosado por el dolor y el aburrimiento, por la angustia y la insatisfacción, amenazado por toda clase de catástrofes y enfermedades (visión frecuente en rentistas y funcionarios). Frente a esa perspectiva, que equipara ser y padecer, el budismo sostiene que cada ser vivo lleva inscrita la naturaleza de buda, la promesa del despertar, el logro de un estado de la mente donde no tiene cabida el sufrimiento. La representación, como la música, puede imponerse a la voluntad.

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