La segunda juventud del cuento latinoamericano
Herederos de una tradición polifónica, en la que caben Juan Rulfo, Juan José Saer y Clarice Lispector, seis jóvenes cuentistas reflexionan sobre el presente de un género potente, mutante y en plena ebullición
Cada noche alguien se regala un cuento antes de dormir. En América Latina, ese rito adquiere acentos nuevos. El realismo mágico y el fantástico de otros días fluyen hacia el gótico y lo extraño, devenidos lentes para explorar los vínculos, lo ambiguo y las violencias de un presente tormentoso. El cuento mira y se mira sin exotismo. Si hay costumbrismo, es tecno, y el corsé de los géneros no contiene el desborde de la imaginación, mientras las escritoras empiezan a tener un lugar largamente merecido.
El cuento latinoamericano ha vuelto a ser noticia. Los peligros de fumar en la cama, de Mariana Enriquez (Anagrama), 12 relatos sobre el terror que puede agazaparse en la vida diaria, fue finalista del Booker Internacional 2021, un escaparate de prestigio global. La reciente Vindictas (Páginas de Espuma), una antología de 20 cuentistas del siglo XX, iluminó el talento de autoras marginadas, cuestionando un canon predominantemente masculino. Cuentistas americanos integran también el segundo listado de menores de 35 años propuestos por la revista Granta como los mejores narradores jóvenes en español. En ellos destaca la editora Valerie Miles, se lee tanto la influencia de Roberto Bolaño como la de Sylvia Plath. Herederos de una tradición polifónica en la que caben Juan Rulfo y Clarice Lispector, Juan José Saer y Armonía Somers, ¿qué territorios sienten propios los jóvenes cuentistas latinoamericanos?
Arquitectura superpuesta
Descreen de las miradas generacionales, pero se leen sin falta. Reivindican la libertad de experimentar con diversos géneros (del suspense al new weird anglosajón) y no se encuadran en ninguno. Las traducciones les permiten frecuentar literaturas de otras latitudes como nunca antes. Mezclan y palpan como si a la oralidad de sus relatos quisieran sumar una textura inolvidable. Algunos usan el lenguaje inclusivo en sus obras y todos siguen con atención la literatura escrita por mujeres. Son activos en las redes sociales, que emplean para promocionar sus ficciones. Omnívoros, se nutren de las series, el cine, el teatro, los videojuegos y las historietas tanto como de los libros, y al narrar pueden incluir un código QR que remite a un concierto.
Chéjov, Borges y Mansfield no sucumbieron a la seducción de la novela, ¿pero puede un escritor consagrarse hoy escribiendo solo cuentos? “A los novelistas nunca les preguntan: ¿por qué escribes novela y no cuento o poesía? Va implícita la hegemonía de la novela ante la cual el cuento tiene que justificar su existencia”, define Liliana Colanzi (Bolivia, 1981), traducida a cinco idiomas. Su nombre es uno de los primeros que surgen al hablar de cuento latinoamericano actual. Autora premiada de cuatro libros de relatos, doctora en Literatura Comparada por la Universidad de Cornell y profesora de Literatura Latinoamericana en esa institución, en su escritura Colanzi explora y difumina los bordes del fantástico. Sus historias pueden situarse en Ithaca, París o Marte y convocar aparecidos, alienígenas, universos urbanos o rurales, leyendas o relatos del futuro con originalidad y acento propios. “Rara vez escojo un tema”, cuenta la autora de Nuestro mundo muerto (Eterna Cadencia). “Lo que persigo es una imagen o un ritmo, y el cuento se me va revelando a partir de allí. Mezclo elementos anacrónicos, fuera de lugar, con otros más contemporáneos y futuristas; me gusta pensar en mis cuentos como cholets, esa arquitectura tradicional boliviana donde se superponen componentes disímiles y hasta contradictorios”.
Colanzi: “A los novelistas nunca les preguntan por qué escriben novela y no cuento. La hegemonía va implícita”
Su poética abreva en las películas de Tarkovski y de Apichatpong Weerasethakul (“parecen emanaciones del inconsciente y están llenas de imágenes enigmáticas y hermosas”) y en escritores diversos como Rubem Fonseca, Denis Johnson, Rodolfo Fogwill, Felisberto Hernández y Silvina Ocampo, capaces de “reinventar constantemente lo que entendemos por cuento”. A ellos, dice Colanzi, vuelve siempre para robar cosas.
José Ardila (Colombia, 1985), uno de los autores propuestos por Granta, hace literatura con mirada extranjera en su propia tierra. “Nací en un pueblo en el Caribe, Chigorodó, y vivo hace casi 20 años en Medellín. Mis historias tienen que ver con la sensación de no pertenecer a esos lugares. Son historias sobre el pueblo que recuerdo, que odio y quiero, y sobre esta ciudad que me ha dado tanto y que aborrezco con frecuencia”, cuenta el autor de los relatos de Divagaciones en el interior de una ballena y Libro del tedio, en los que el humor y lo inesperado matizan vidas condenadas a la maldición del aburrimiento.
Ardila opina que hoy se escribe más cuento que nunca en América Latina por influencia de talleres y maestrías en escritura creativa. “De tan estudiado, se piensa que el cuento ya está inventado y es muy parecido al de la tradición estadounidense que viene de Hemingway y Carver: un cuento fundamentado en el silencio. Me gustan más los cuentos que se exceden, como los de Andrés Caicedo. Que fundamentan casi todo su valor no en lo que dejan de decir, sino en cómo dicen lo que dicen, aunque se desborden”, define. Mientras escribe su primera novela, sobre un farsante que monta un culto influenciado por religiones orientales, Ardila subraya las huellas del manga en su escritura. “Hay algo que hacen bien los japoneses en sus historietas y me gusta pensar que aprendo de eso: el ritmo y la estructura. Me aterra la idea de aburrir cuando me leen”.
La experimentación como ADN
La vitalidad del cuento latinoamericano le debe mucho a los festivales (Centroamérica Cuenta, Filba…), que incluso en pandemia ofrecen conversatorios de reflexión y laboratorios de escritura, y a las editoriales independientes, más sensibles a nuevas voces que los grandes grupos. Hace 22 años que el editor madrileño Juan Casamayor milita por esa causa desde Páginas de Espuma, un sello dedicado al cuento. A partir de su experiencia, alerta sobre la dificultad de englobar 19 literaturas tan diversas: “Hablar del ‘cuento latinoamericano’ es tan complejo como hacerlo de la ‘novela europea’. ¿Cuál? ¿La policiaca noruega? ¿La novela realista italiana? ¿De qué estamos hablando?”.
Con todo, hay cauces. La experimentación como ADN y dos grandes núcleos temáticos: argumentos que recogen la vida empobrecida y convulsa de las sociedades latinoamericanas —las obras de Antonio Ortuño, mexicano; de la ecuatoriana María Fernanda Ampuero y del brasileño Geovani Martins son casos elocuentes— y un registro de lo insólito que va desde el desasosiego y la inquietud hasta el terror y lo oscuro. “Hay un arco del gótico andino hasta el gótico mexicano. ¿Ese espacio es algo fantástico o se está alimentando de un acervo folclórico popular, elaborado artísticamente como hace Mónica Ojeda en Las voladoras?”, se pregunta Casamayor. A quienes alegan que el cuento no vende, el editor les responde con las 22 ediciones de Siete casas vacías, de la argentina Samanta Schweblin.
Downey: “Los cuentos son puro vértigo. Pueden contar una vida en dos páginas o dar vuelta el mundo en un párrafo”
Cada época metaboliza las influencias a su manera. Ricardo Piglia (Buenos Aires, 1941-2017) explicaba su entusiasmo por los escritores estadounidenses como una reacción frente al peso de Borges y Cortázar, “que hacían estragos” en los escritores de su generación. En junio, al cumplirse 35 años de la muerte del autor de El Aleph, Patricio Pron animaba, en cambio, a estudiar las huellas borgianas en el exitoso gótico latinoamericano actual. “No hay necesidad de matar al padre. Nadie quiere matar a Mario Vargas Llosa porque ya se lo lee como a un clásico”, explica Casamayor.
No todo es ciudad ni versiones de lo fantástico. Lo rural, su habla y su temporalidad regida por la naturaleza enmarcan las historias de Trucha panza arriba, de Rodrigo Fuentes (Guatemala, 1984). Esos siete cuentos inaugurales que siguen a Henrik, un noruego lidiando con la selva, el narco y las inclemencias de lo agreste, editados originalmente en 2017, le valieron al autor traducciones al inglés y al francés y ser elegido por el Hay Festival como uno de los escritores menores de 40 años que conviene no perder de vista. “Me interesan los personajes”, afirma Fuentes, cuyas criaturas cruzan de un cuento a otro, invitando a leerlos como una novela astillada. “Sucedió solo después de reunirlos y tras siete años de escritura”, ahonda. “Los lazos afectivos y formales subieron a la superficie, conectando universos singulares. Aunque los textos siempre mutan, siento que hubiera traicionado o falseado algo importante en la escritura al presentar este libro como una novela”.
Augusto Monterroso, por su rigor sin formalidad, y Angela Carter, sensual y terrorífica a la vez, son los escritores a los que vuelve. “Nunca he comulgado con la noción de Philip K. Dick de que el cuento se trata del crimen y la novela del criminal. Una primera refutación de esa idea fue la lectura de los cuentos de Onetti y de Rulfo”, define el autor, que trabaja como profesor universitario en Estados Unidos. Desarraigarse y trabajar en otro idioma son estaciones comunes para muchos latinoamericanos.
La violencia tatuó el segundo libro de Fuentes, que publicará Sophos este año: “Mapa en relieve es una novela que siempre quise escribir y que preferiría no haber vivido. Tiene que ver con los vínculos entre la historia política de Guatemala y mi familia; un centro de gravedad es el asesinato de mi abuelo en el 79”, anticipa.
Un género ‘outsider’
Cuentista más que narradora. Así se define Aniela Rodríguez (México, 1992), autora varias veces premiada por las historias de El confeccionador de deseos y El problema de los tres cuerpos (Minúscula). “Por muchos años, los cuentistas hemos sido abandonados a un espacio menor, considerados como el peldaño más bajo de la cadena alimentaria de la narrativa”, sostiene. “Escribo, leo y estudio cuento porque es un género outsider: la novela ocupa un lugar predominante en las mesas de novedades. Escribir y leer cuento es hacerle frente a una tradición narrativa hegemónica”.
Sus historias indagan en el abandono y las pérdidas. Pero también en problemáticas sociales como el narcotráfico, la brujería y la idolatría, en forma de religiosidad o de afición apasionada por una camiseta de fútbol. “Nunca he sido partidaria de los finales felices”, bromea Rodríguez. Y aunque reconoce estar muy influenciada por el género negro, el suspense y el terror, no se siente al 100% dentro de ellos. Entre sus referentes señala tanto a Juan Rulfo y Elena Garro como a António Lobo Antunes y a Rodrigo Fresán.
Tomás Downey (Buenos Aires, 1984) estudió guion cinematográfico y cierta fiebre audiovisual alimenta la tensión de sus cuentos, que él encuadra en el fantástico en sentido amplio. “Los editores y los agentes siguen pidiendo novelas, así que asumo que deben vender más. Pero los cuentos son pura densidad, puro vértigo. Pueden contar una vida (y en paralelo, la historia de un país) en apenas dos páginas, como en Fumar abajo del agua, de Félix Bruzzone, o dar vuelta el mundo en un párrafo, como en cualquier microrrelato de Lydia Davis”, se entusiasma.
Acá el tiempo es otra cosa (Interzona), su primera colección de relatos, ganó el Premio del Fondo Nacional de las Artes y quedó finalista del Gabriel García Márquez. Con El lugar donde mueren los pájaros (Fiordo), su segundo libro que Paripé publicará en España, obtuvo una mención en el Premio Nacional de Cuentos. “El tema con el que termino enredado es la familia, o los vínculos, siempre por el lado de la ambigüedad. El objetivo es abordar algo conocido bajo una perspectiva nueva”, dice Downey. Escoge como referentes a contemporáneos, cuatro escritores argentinos que le hicieron sentir la literatura como algo posible: Samanta Schweblin, Luciano Lamberti, Mariana Enríquez y Federico Falco, finalista del Premio Herralde con Los llanos y un cuentista virtuoso, muy influido por Saer, convertido en editor de la colección de cuentos de Chai, una nueva editorial independiente de su Córdoba natal.
Trabajo concluido
Vida y literatura son un mismo frenesí para Paulina Flores (Chile, 1988), que hoy reside en Barcelona. “Aprendí a escribir escribiendo cuentos”, dice, y entiende que el género es ideal para una época en la que el tiempo apremia. “Era estudiante, trabajaba, vivía sola y las condiciones materiales fijaron la ruta a seguir, porque necesitaba terminar un texto, poder mostrarlo y recibir comentarios, o participar en algún concurso. Los cuentos daban la sensación de trabajo concluido. Cerrar un pequeño proceso creativo, saborear resultados y empezar otra vez es importante para mí; tengo problemas para manejar la frustración”, afirma.
Qué vergüenza, editado por Seix Barral y traducido a seis idiomas, corona un largo aprendizaje en el que sus influencias fueron narradoras anglosajonas: Flannery O’Connor, Carson McCullers, Lorrie Moore, Amy Hempel o Alice Munro. “Trabajé en él durante años, compartiendo textos con amigues cuando estudiaba literatura o participando en talleres”. Define estas historias como íntimas, de la vida cotidiana: “Hablan de pequeños momentos cuando las cosas cambian. La mayoría tiene como protagonistas a adolescentes y niñes. Hay un componente social que siempre me interesa desarrollar”. Esa mirada colectiva crece en Isla decepción, su primera novela, que se publicará en España en septiembre, inspirada en casos de marineros orientales fugados de los barcos-factoría que navegan por el estrecho de Magallanes.
Fugar, fluir, llevar a los lectores a otra parte. A diestro o siniestro, el cuento latinoamericano vale el viaje.
Cuentos para pensar, reír o tener miedo
'Libro del tedio', de José Ardila (Angosta), 195 págs. "Quise ser actor y lo primero que escribí fue teatro; luego entendí que esos monólogos querían ser cuentos", recuerda Ardila. Una casa invadida por oleadas de gatos y parientes y un hombre que pasa el tiempo esperando a su novia en cualquier sitio integran este "bestiario del aburrimiento": raro carnaval de tristes, pródigo en humor y sorpresas.
'Nuestro mundo muerto', de Liliana Colanzi (Eterna Cadencia), 128 págs. Perturbadores más allá de la anécdota y el lugar que exploran (una posesión fantasmática o los problemas derivados del alcoholismo; Marte o un campus universitario), estos relatos, finalistas del Premio Hispanoamericano Gabriel García Márquez 2017, prueban el arte de Colanzi para exprimir la idea de extrañeza. "Lo otro" (amerindio, sobrenatural o alienígena) se vive y narra como amenaza.
'El lugar donde mueren los pájaros', de Tomás Downey (Fiordo), 128 págs. "Pienso las historias en imágenes, las voy hilando en escenas", cuenta el autor. Ese vértigo casi cinematográfico se respira en los diez cuentos, que aprovechan obsesiones y fantasías oscuras de los personajes (madres, abuelos, hermanas, viudas...) para indagar la belleza inesperada y lo monstruoso que asoma en las familias.
'Qué vergüenza', de Paulina Flores (Seix Barral), 296 págs. Urbanas hasta la médula, las nueve historias de esta colección pintan a adolescentes y niños en algún punto de inflexión, con el marco del neoliberalismo chileno. El cuento que da título al libro ganó el Premio Roberto Bolaño. Hay música de The Smiths, crudeza, tecnología, pastillas y una mirada extrañada ante las promesas incumplidas de la adultez.
'Trucha panza arriba', de Rodrigo Fuentes (Laurel). El entorno rural guatemalteco es tan protagonista como Henrik, un extranjero golpeado una y otra vez por la inadecuación y la desgracia, cuya historia es el hilo subterráneo de los siete relatos. "El cuento es una red que recoge los mejores y peores vicios de cada narrador", define Fuentes, hábil constructor de personajes.
'Los mejores narradores jóvenes en español 2, Granta 23' (Candaya). Los cuentos incluidos en esta obra colectiva de autores de hasta 35 años deslumbran por la diversidad de acentos, intereses y universos creativos. Una panorámica indispensable para zambullirse en la riqueza y complejidad de las poéticas post #MeToo.
'El problema de los tres cuerpos', de Aniela Rodríguez (Minúscula). La atmósfera opresiva de la realidad mexicana y un fino sentido del humor envuelven los nueve cuentos de esta colección. Del narcotráfico a las golpizas de la pobreza, las historias exponen la fragilidad humana. "Escribir es mi vía para aprehender el mundo que me rodea", define la autora.
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