Fogwill sueña con cementerios
Desde los años sesenta, con una determinación animal, Fogwill anotó las cosas que soñaba El resultado de esa larga manía es el libro póstumo 'La gran ventana de los sueños'
Era una tarde de mayo de 2009. Sobre la mesada de la cocina de un departamento del barrio de Palermo de la ciudad de Buenos Aires había una canasta repleta de inhaladores que contenían tres o cuatro medicamentos diferentes.
—Si no tuviera las drogas estas, cagamos. Tengo broncoespasmos. Se te cierran los bronquios y cuesta un huevo respirar.
Vestido con bermudas y camiseta gris, el escritor argentino Rodolfo Fogwill explicaba, sin el menor atisbo de lamento, todas las catástrofes a las que lo habían arrojado años de fumar tabaco —broncoespasmos, compromiso de la arteria ilíaca izquierda, un críptico diagnóstico de “claudicación intermitente”— y preparaba té entre capas tectónicas de restos de comida, yerba mate, fideos secos, tazas sin lavar, tostadas viejas.
—Estoy en el final, loca —decía, sentándose en medio de la sala repleta de botellas de agua mineral, libros, trajes que, dentro de las fundas de la tintorería, colgaban de un sistema de nudos que oficiaba de perchero—. Una gripe manda a una persona a la cama, y a mí me manda al foso.
Después, hablando de su paso por la cárcel (seis meses en los años setenta, acusado de estafa), dijo que, durante ese período, no había escrito nada.
Mientras ordenábamos la casa, aparecieron los cuadernos. En la computadora encontramos borradores del libro
—Te voy a mostrar por qué no.
Rezongando —cómicamente molesto, como si su naturaleza olímpica no estuviera hecha a la medida de las curiosidades humanas— buscó algo en los estantes de una biblioteca y regresó con un cuaderno grande, espiralado.
—Son todos sueños míos, que anoté en 1971. ¿Acá qué dice? No sé. “¿Por qué se produce el degradé?”. Eso. Lo leo y de golpe hay una palabra clave que me permite reconstruir el sueño. Pero ya ves por qué no escribía en la cárcel.
Cerró rápidamente el cuaderno, en el que no había palabras sino algo ilegible, un rastro de tinta electrificado, violento, riscos y desfiladeros de rayas sin forma, y lo volvió a guardar.
—¿Te das cuenta por qué no escribí? Porque no sé qué dice.
Pero sabía. En agosto de 2010, después de pasar unos días internado en el hospital Italiano de Buenos Aires, Fogwill murió. Ahora, tres años más tarde, editorial Alfaguara publica un libro que es, a la vez, un diario de sueños y un ¿último? acto de demostración de potencia: desde los años setenta, día por día, con una determinación animal, Fogwill anotó —en cuadernos grandes, espiralados— las cosas que soñaba: tres o cuatro frases que le servían de ayudamemorias para, después, reconstruir. El resultado de la larga manía de todos esos años es La gran ventana de los sueños: citas de mi diario de sueños, un libro póstumo —el primero de dos más: una novela escrita en 1980, llamada Nuestro modo de vida; y otra, llamada La introducción— pero, sobre todo, un registro implacable de esa otra vida en la que se hundía noche a noche y de la que le costaba tanto —tanto— emerger: despertar.
—Tenía el sueño muy pesado. Levantarlo a mi papá era un gran tema. A la mañana lo llamabas para despertarlo y era “Ya voy, ya voy”.
En la oficina de Andrés Fogwill, dueño y fundador de Landia, una de productoras de publicidad más importantes de Iberoamérica, hay estantes de madera y, sobre los estantes, pipas, una máscara de Darth Vader, libros, todo dispuesto con prolijidad serena. Tiene poco más de cuarenta años y es el mayor de los hijos de Fogwill, hermano de Vera, Francisco, José y Pilar. Es, también, el dueño del departamento donde su padre vivió los últimos años.
—Un día, cuando ya estaba en el hospital, me dijo “Traeme una lapicera Bic, caramelos ácidos de Lippo, Secotex cinco miligramos, galletitas Cerealitas”. Fue lo último que escuché de él. Que le llevara una lapicera que tenía muchas cosas que escribir. Me fui a buscar eso al departamento y cuando volví ya estaba en terapia intensiva. Yo sabía que estaba trabajando el libro de los sueños, pero no sabía si lo tenía terminado. Cuando lo leí, dije “Qué mundo tenía, qué individualidad, cómo vivió atado solamente a sus principios”. Y me dio envidia. Dije “Mirá, tenía vida también en los sueños”.
El velatorio —el 21 de agosto de 2010— se hizo en la Biblioteca Nacional. En la sala había un retrato suyo, el labio inferior corrido hacia un lado en ese gesto que era, quizás, su forma de doblegar el aire para metérselo en el cuerpo. El retrato, realizado en hilos de colores, estaba firmado por Mondongo, un colectivo de artistas a quienes Fogwill les confió, en 2004, el manuscrito de lo que entonces llamaba “el libro de los sueños” y que fue el engranaje que puso en marcha todo lo demás.
A los 11 años manejaba un arma; a los 23 era sociólogo; a los 38, multimillonario, a los 40 ya no tenía nada
A los 11 años manejaba un arma, a los 12 tuvo su primera moto, a los 15 su primer barco, a los 16 empezó a estudiar medicina, a los 23 era sociólogo, a los 38 multimillonario, dueño de dos empresas de investigación de mercado y publicidad, y a los 40 ya no tenía nada. En 1982 escribió en siete días —dizque sostenido por veintiún gramos de cocaína— Los pichiciegos, considerada una de las grandes novelas argentinas y dotada de algo que merodea toda su obra: el carácter anticipatorio (el libro, sobre la guerra de Malvinas, fue escrito en los inicios del conflicto pero anticipa no sólo la derrota sino el estado de las tropas argentinas). Escribió, entre otras cosas, los relatos de Pájaros de la cabeza (1985) y Restos diurnos (1997); las novelas La buena nueva (1990) y En otro orden de cosas (2002); los poemas de Partes del todo (1990) y Últimos movimientos (2004); la recopilación de artículos Los diarios de la guerra (2008). En 2009, Alfaguara publicó sus Cuentos completos, que lo confirmaron como una de las voces más impresionantes de la literatura argentina. En medio de todo eso, Fogwill —que ganaba su sustento como asesor de marketing en su país y en Chile— se diseñó como una máquina de generar incomodidades: un escritor que recibía periodistas y escupía huesitos, una voz en estado de guerra. Mucho más discretamente, se preocupaba por la salud de los amigos, daba consejos de crianza, leía con generosidad a los más jóvenes, adoraba a los niños y a los barcos. Ese hombre escribió este libro que empieza, antes de empezar, con una dedicatoria (a sus cuatro psicoanalistas) y un epígrafe: “Ser viejo es haber empezado a respetar los sueños”.
La primera vez que el manuscrito de La gran ventana de los sueños salió del departamento de Fogwill vino a dar aquí, a este taller de Palermo donde trabaja el grupo Mondongo. Manuel Mendanha y Juliana Laffitte, dos de sus integrantes, conversan bajo el enorme retrato de Fogwill hecho con hilos.
—Cuando él lo vio se shockeó, porque decía que se le veía el enfisema —dice Juliana Laffitte—. Decía “Ustedes son unos soretes, unos hijos de puta, me hicieron para que se me viera el enfisema”.
—Pero le encantaba —dice Manuel Mendanha.
El grupo Mondongo es, ahora, conocido y prestigioso (entre otras cosas, hicieron retratos por encargo de la Familia Real Española), pero Fogwill los conoció en sus inicios.
—Agustina Picasso, otra integrante del grupo, y yo, habíamos ido al Centro Cultural Recoleta, y ahí estaba él —dice Juliana—. Y se nos acercó, de mujeriego. Después vino al taller y se convirtió en una especie de crítico fundamental de la obra y de la vida.
—Era como un sparring —dice Manuel—. No se callaba nada. Una vez hicimos una serie inspirada en la historia real de la violación de una chica de quince años, y no nos habló durante seis meses. Le pareció una falta de respeto.
—La primera vez que vino acá sonaba, desde una computadora, un rock muy trash. Empezó a decir “Sacá eso”. Y nosotros “No la saco”. Y él: “Sacame esta música de mierda porque si no te rompo todo”. Le pegó una patada a la computadora que voló por el aire. Después le dio culpa, y estuvo tres horas tratando de arreglarla.
En 1982 escribió en siete días —sostenido por 21 gramos de cocaína— ‘Los pichiciegos’, una de las grandes novelas argentinas
—Se quedó a comer, se pidió unos fideos chinos y de repente empezó a recitar a Pessoa —dice Manuel—. Decíamos “¿Qué es esto?”. Estábamos en otra galaxia.
—Un día llegó con una bolsa repleta de hojas. Nos dijo que era un libro de sueños, y nos lo dio para que hiciéramos algo. Pero no nos salió nada. El manuscrito era ilegible. Pasó un año, pasaron dos. Y al final se lo llevó.
—Se enojó —dice Manuel—. Porque no surgía nada. Y en 2008 vino con el libro de nuevo, pasado en computadora. Cuando murió, me acordé que teníamos eso y hablamos con el marido de Vera, la hija, porque yo lo conocía, y le dijimos “Mirá, el papá de Vera nos dejó este libro”. Y se lo dimos.
El primer sueño, llamado “Testigos de Jehová”, sucede en Santiago de Chile mientras la ciudad está tomada por un congreso de Testigos de Jehová. Fogwill sueña con el colorado Craviotto, un compañero de colegio. Al despertar, escribe, “La primera imagen que a duras penas se configura en mi pantalla es un mail de Emilio Alfaraz invitándome a un encuentro de ex compañeros de colegio. Le respondo que iré, recuerdo el sueño, y le prometo que se lo relataré en detalle cuando nos veamos en Buenos Aires, en compañía del mismo Craviotto de la promoción 1957 y porque a mí me parecía que algo estaba anunciando sobre este encuentro, y en general, sobre todos los posibles encuentros de la gente”. El texto termina allí, sin comentarios sarcásticos, sin ironías feroces, e instala el espíritu del libro. Porque si toda la obra de Fogwill obedece a otros impulsos (“la hostilidad, el rencor, la rabia, el odio, la envidia, y la indignación”, escribió en una nota autobiográfica de 1998), La gran ventana de los sueños parece escrito no en estado de mansedumbre pero sí de serenidad.
Cuando el manuscrito que Fogwill había dejado al grupo Mondongo llegó a manos de Vera Fogwill, el razonamiento fue más o menos evidente: si La gran ventana de los sueños había pasado de manuscrito ilegible a documento impreso, debía haber algún rastro en la computadora. Y había: varias versiones que Vera Fogwill comparó con la ayuda de una amiga, la archivista e historiadora Verónica Rossi, que ahora trabaja —en una oficina prestada por el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires— en la clasificación del archivo Fogwill: manuscritos y cartas distribuidos en cajas preparadas para preservar de la humedad y el fuego. Ahora, cuatro de esas cajas están sobre el escritorio en el que Rossi trabaja.
—Mientras ordenábamos la casa, aparecieron los cuadernos de los sueños. Y a su vez en la computadora encontramos varios borradores del libro, con varias versiones de los textos, pero con diferencias mínimas entre sí.
Ser la hija de Fogwill es intentar ser actor siendo hijo de Vittorio Gassman, intentar ser persona siendo hijo de un animal
Vera Fogwill envió la versión que creyó definitiva a dos personas en las que Fogwill confiaba: el escritor argentino Damián Ríos y el crítico español Ignacio Echevarría. Ellos coincidieron en que era un libro listo para publicar.
—Y eso fue lo que se envió a Alfaguara.
Verónica Rossi saca, de las cajas, carpetas en las que, a su vez, hay hojas de cuadernos con el rastro licuado, indescifrable, de la caligrafía de Fogwill. En un cuaderno de 1988, con esfuerzo, se lee: “17 del 2. Sueño: hay una feria del libro. Es un lugar abierto. Yo ocupo un territorio de un rincón. Lejos. Haroldo Conti leyendo el libro. En la clandestinidad”; “Sueño: estoy en Chile viviendo y me entero que en una fábrica hay tres modelos de Ford K. Uno de ellos es de mimbre para pasear por la playa”. Las notas de los últimos años no fueron tomadas en cuadernos sino en libretas.
—Esta es la última libreta, que se llevó al hospital.
En la libreta no hay sueños, sino anotaciones: la frase Clases en literatura argentina, remarcada; una lista (caramelos, Bagovit, chocolate, galletas, agua); dos recordatorios: Rodolfo por auto; Nota perfil; teléfonos.
—La editorial me pidió una coincidencia entre los textos del libro y los textos del manuscrito. Yo lo preparé y lo envié, pero finalmente eso no se usó.
En La gran ventana de los sueños pueden verse dos páginas de esos cuadernos: una al comienzo, otra al final. Allí, con esfuerzo, se leen palabras sueltas —azteca, sueño, viento— y algunas frases completas: “Pero lo peor no es el obstáculo sino el diagnóstico”.
Fogwill sueña un paseo junto a la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner después de la muerte de su marido, el ex presidente Néstor Kirchner (una muerte de la que Fogwill no llegó a enterarse, porque murió antes). Sueña con Gabriel García Márquez, con una pareja de hombrecitos de treinta centímetros de altura, con una bailarina de catorce años, con el mar, con pipas, con cementerios. En “El cementerio Fuentes”, escribe: “Pasé la vida soñando con cementerios. Encuentro uno que anoté en 1973. El cementerio se llamaba Fontana y estaba anexo a una colonia psiquiátrica en las afueras de la ciudad de La Plata”. Más adelante, en “Instituciones”, escribe “Para el habitante del capitalismo tardío el cementerio privado, como la medicina privada, es un componente del paraíso de libertad y autonomía que sólo puede alcanzar quien se haya situado satisfactoriamente en la red de distribución del poder y la riqueza”. Como un sistema de muñecas rusas, La gran ventana de los sueños contiene sueños que contienen significados que contienen reflexiones acerca del arte, la tecnología, el capitalismo, el dinero, la masturbación.
—Yo ya había trabajado con Fogwill, y eso me ayudó para poder armar este libro.
Julia Saltzmann, editora de Alfaguara (que publicará las dos novelas inéditas y reeditará cinco títulos) está en las oficinas del grupo Prisa, en Buenos Aires, un piso alto en un edificio del centro. Saltzmann fue editora de Fogwill en Mondadori y, después, en Alfaguara.
—Haber trabajado con él me ayudó para poder tomar decisiones. Había cuestiones sintácticas a las que él no les daba la menor importancia, y sabiendo eso, aunque hay cosas que no están del todo bien, yo las dejé. Había unos sueños al final a los que les faltaba elaboración, y un listado de títulos de otros sueños que seguramente Fogwill pensaba desarrollar. Pero el sentido del libro, el tono, estaba ahí. Se publicó lo que él había dejado.
—¿Te acordás de la última vez que lo viste?
—Una hora antes de que muriera. Y me alegré de poder despedirme. Era una persona de una nobleza muy grande.
—Hoy se contactó conmigo una novia de mi papá —dice Andrés Fogwill—. Nos trajo las cartas de amor que mi papá le escribió. Mi viejo en los últimos tiempos estaba más manso, pero era un salvaje. Cuando yo era chico no podía decirles a mis amigos “vengan a casa a jugar”, porque era un kilombo. Había rifles de aire comprimido, abrías un cajón y había cincuenta vibradores. Era un tipo sin filtros, muy pendiente de la sexualidad. Le gustaba el caos. El otro día una novia me mandó este libro y me escribió esto: “Hola, Andy, lamenté mucho la noticia de la muerte de tu papá. En la época en que yo estuve con él, quizás te acuerdes, 1993, 1994, solía desprenderse de todos sus libros y objetos. Quizás por eso llegó a mí este libro que encontré revisando los libros de mi antiguo departamento. Como no tengo otros datos tuyos te lo dejo en la productora”.
El libro, en inglés, tiene una dedicatoria escrita en el año 1956, cuando Fogwill tenía 15 años, por su tía Delia.
—Mi viejo no tenía miedo. De nada. Al final le dije “Papá, ¿tenés miedo?” Y me dijo “¿Vos me viste a mí con miedo alguna vez?”. Y le dije “No”. Y me dijo “No, no tengo miedo”.
“Algunos sueños de cementerios y hospitales son tristes, a veces de una tristeza vecina a la emoción del llanto. Pero entre ellos, no pocos son sueños de plenitud y felicidad. Al pensarlo los comparo con la experiencia de la felicidad de las ceremonias fúnebres con su tristeza ante la pérdida y la muerte unida a la alegría —o felicidad— de compartir una misma emoción con otros pares vivos. Son experiencias que en la rutina de los días se nos escapan y que sólo en la gravedad de las grandes ocasiones se pueden recuperar”, escribe Fogwill en “Tonos del sueño”.
“Ser la hija de Fogwill (…) es intentar ser actor siendo hijo de Vittorio Gassman, intentar hacer cine siendo hijo de Ozu (…), intentar ser persona siendo el hijo de un animal”, escribió Vera Fogwill en un texto publicado en el suplemento Radar del diario argentino Página/12 una semana después del fallecimiento de su padre. Ese texto, y otro publicado un año después, en el que narra la tarea de desocupar la casa, es todo lo que ha dicho en público acerca de esa muerte. En ese segundo texto cuenta cómo sacó siete bolsas de residuos repletas de botellas de agua mineral, cómo tardó semanas en desanudar el complejo sistema de sogas del que colgaban los trajes en la sala. Una noche de lluvia, en esa casa, subió a la terraza para destapar los desagües. Cuando bajó, encontró a su padre sentado en la sala. “No tuve miedo —escribió—. Más bien me confirmó lo que intuía. Era mi guía. Él y yo habíamos tenido experiencia mediúmnica juntos”. Ahora, en el teléfono, declinando amable la invitación a conversar, dice:
—Pero fijate en el último sueño del libro. Dice algo de Quilmes y de Italia. Te lo digo y ya me empiezo a descomponer.
—¿Por qué?
—Porque mi papá se murió en el hospital Italiano y está enterrado en Quilmes.
El último sueño del libro son tres líneas: “Quilmes, París, Italiano con el coya karateca con manos de goma y uñas de acero inoxidable”. Su título es “Sueño de hospitales”.
La gran ventana de los sueños. Fogwill. Alfaguara. Buenos Aires, 2013. 144 páginas, 17 euros.
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