Alice Munro, una vida inesperada
Los relatos de la Nobel de literatura de 2013 se caracteriza por las extrañas vueltas de la vida, la intervención del azar, la desaparición y reaparición de personas, espacios, tiempos
Me he permitido titular este breve comentario sobre Alice Munro con el título de una novela mía, publicada en 1997, precisamente la época de mi descubrimiento de la escritora canadiense. La frase -Una vida inesperada- refleja con fidelidad lo que representó Munro para mí. Esa era la sensación que transmitía mejor que nadie y que en aquel momento, cuando accedí a sus libros, era exactamente lo que necesitaba yo. Leer y expresar eso, las extrañas vueltas de la vida, la intervención del azar, la desaparición de personas, espacios, tiempos, su extraña reaparición. Lo inesperado. Lo lleno de vida. De desconcierto, de dolor, de pesadumbre, de súbitas alegrías, de fugaces éxitos. La magia, la gracia, la redención de la vida está en lo inesperado, en el constante fluir.
Los versos de Quevedo:
Oh, Roma, en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme y solamente
lo fugitivo permanece y dura”.
Lo fugitivo nos trae lo inesperado. Solo lo que huye, lo que se escapa, lo que se va, lo que crece, lo que cambia, permanece vivo. Lo firme muere, es tragado por las aguas.
Fue mi amiga la hispanista Francisca González Arias quien me mostró a Munro, quien me la descubrió. En una de sus visitas anuales a España, en 1994, me trajo un libro, como solía hacer. Te va a gustar mucho, dijo, tendiéndomelo, con una sonrisa de complicidad, perfectamente segura de sus palabras. Es de una escritora canadiense, añadió.
Open Secrets. Ese era el título. No se trataba de una novela sino de Stories, lo cual, por cierto, podía facilitar mi lectura.
A ese regalo le siguieron otros: The love of a good woman, en 1998, Hateship, friendship, courtship, loveship, marriage, en 2001, y The view from Castle Rock, en 2006. Pero, entre tanto, yo ya había podido acceder a Munro en mi propia lengua. En 1996, la editorial Debate publicó Secretos a voces, la traducción del primer libro de Alice Munro que tuve en mis manos. En 2001, RBA publicó Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio. En 2002, en Siglo Veintiuno de España, apareció El amor de una mujer generosa. En 2005, en RBA, Escapada. En 2008, en RBA, La vista desde Castle Rock. En 2009, en RBA, El progreso del amor. A estos volúmenes, todos ellos de relatos, han seguido, ya lo saben ustedes, Demasiada felicidad y Mi vida querida. Y el Nobel.
La predicción que mi amiga FGA había hecho -Te va a gustar mucho-se quedó corta. Los libros de Alice Munro han sido para mí los mejores amigos que he tenido desde entonces. En inglés, solo había leído páginas sueltas, dos, quizá tres, relatos enteros, pero, curiosamente, eso me bastó. Los leía y releía, maravillada. Esa era la literatura que buscaba. La aparición, en castellano, de un nuevo libro de Munro era un acontecimiento para mí.
Cuando, en cuatro casos, tenía las dos versiones, en inglés y en español, me desplazaba por la casa con ellas en las manos, porque muchas veces me apetecía comprobar qué había escrito exactamente la autora. Aunque el estilo de Munro parece nítido, hay párrafos muy complejos en los que se entrevén intenciones contradictorias. Hay relatos cuyo final o cuyo sentido último depende de saber descifrar ese o esos párrafos. He leído y comentado con otros lectores muchos relatos de Munro. Son más enigmáticos de lo que puede parece a simple vista. De hecho, son muy enigmáticos. Tanto, que en ocasiones, rozan, incluso, el mismo misterio criminal. Hay relatos que, en un sentido amplio, podrían calificarse de policiacos.
Aunque el estilo de Munro parece nítido, hay párrafos muy complejos en los que se entrevén intenciones contradictorias. Hay relatos cuyo final o cuyo sentido último depende de saber descifrar ese o esos párrafo
Creo que todos los relatos de Munro son un poco policiacos. El lector lee y, de forma más o menos consciente, va recopilando datos en su mente. Pero siempre hay algo que no encaja, algo que nos desconcierta. Muchas veces, volvemos sobre nuestros pasos, releemos, algo se nos ha debido de escapar. De pronto, todo ha cambiado, ¿qué ha sucedido? Las señales estaban ahí, pero no nos habíamos dado cuenta. Todo está ahí.
A Munro hay que leerla muy despacio. Todo cuenta. Cada frase, cada personaje, por mínima que sea su intervención, todo parece estar medido y calculado. Esa es su maestría, porque nos transmite la sensación de que todo fluye de forma natural, casi espontánea. En eso consiste, efectivamente, la maestría: en la naturalidad del resultado, en el extraordinario fluir de las palabras, tan plenas de sentido y, a la vez, tan enigmáticas. Son historias intensas, pobladas de grandes emociones, salpicadas de casi insignificantes gestos. Pequeñas emociones, también.
El primer libro de Munro que leí con otras personas con el objeto de comentarlo y compartir nuestros puntos de vista fue Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio. He vuelto a él hace unos días y me ha impresionado lo vivo que se mantenía en mi memoria. La razón, sin duda, es esa lectura compartida, esa discusión pública que siguió a la lectura privada de cada uno de los relatos contenidos en el libro. Creo que a Munro no solo hay que leerla despacio sino que hay que leerla en público. Con dos o tres personas basta. Dos o tres puntos de vistas distintos. Es entonces cuando los relatos de Munro penetran y fructifican.
Munro nos lleva a indagar en nosotros mismos, a hacernos preguntas sobre nuestros recuerdos y nuestras trayectorias. Nos relata vidas -vidas inesperadas- y, casi inadvertidamente, nos encontramos rehaciendo el relato de nuestra vida. Porque los relatos de nuestras vidas se rehacen continuamente. La literatura de Munro es una confirmación de esa sospecha, de esa intuición.
Una mujer enamorada, cuya obstinación hace cambiar el curso de la vida de los otros, que jamás hubieran apostado por su felicidad. Una mujer enferma, repentinamente envuelta en una evanescente historia de amor adolescente y descarado. Una joven que desea escapar del sórdido ambiente familiar y comete errores de bulto, pequeñas injusticias de las que más adelante se arrepentirá con un poco de nostalgia. Una viuda desconcertada ante las últimas palabras de su marido y ciertos recuerdos inquietantes. Unos jóvenes que protagonizaron un amor de infancia y que se reencuentran al cabo de los años, con sus vidas hechas y sus posos de dolor y algo de su antigua complicidad intacto. La amiga de una mujer casada que se instala a pasar una temporada en su casa, removiendo los frágiles cimientos de la relación matrimonial. Amigos que se mueren y se llevan con ellos para siempre parte de nuestras vidas. Una historia de amor que termina de forma más abrupta de lo que se hubiera querido y de lo que se desea recordar. Una amiga íntima, casi una hermana, que huye de la casa, y la chica que también se quisiera escapar, búsquedas y huidas diferentes con significativos momentos compartidos. Los amores de la senectud, con nuevos recuerdos y nuevas inocencias. La piedad. Lo inesperado, siempre. El fluir. Las leves sorpresas, los papeles nuevos.
Estos son los personajes que pueblan los relatos de Alice Munro. Sus esperanzas y sueños, sus inquietudes. Mirar hacia fuera, esperar algo todavía, descubrir a los otros.
Todo eso lo he aprendido leyendo a Munro. Leyéndola a solas y leyéndola, comentándola, con otras personas.
En un taller literario, escogí el relato Silencio, del volumen Escapada, para ser analizado y debatido. Pocas veces se ha tratado un asunto como el de la relación de las madres con las hijas, desde el punto de vista de la madre. Aunque es el hilo conductor del relato, la mano de Munro nos guía por un laberinto de relaciones sentimentales, que lo abarcan todo. Inevitable rememorar el título de otro de sus relatos magistrales: Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio. Todas las categorías están representadas aquí. Más el amor filial. Más el duelo. Más la perplejidad de la ausencia y la reacción, siempre imprevista, ante el dolor. La contención, la negación, la suplantación del dolor por la risa, por el olvido fácil. Por capas y capas de silencio.
La infancia feliz de la hija, Penélope, con Juliet, la madre, la mujer que protagoniza el relato. La relación de la hija con el padre, tan prometedora, basada en cosas materiales que se compartían con naturalidad, los ratos de navegación en el barco del padre evocados, al cabo de los años, como una rareza, ¿por qué la vida no siguió por ahí?
La muerte del padre, acaecida en verano, mientras la hija está ausente, lo trunca todo. Es el primer giro inesperado. La vida, a partir de aquí, deja de tener pautas. Pero la relación entre la madre y la hija va superando los obstáculos. Nada hace prever que Penélope huya de la casa y se refugie en una extraña comunidad religiosa en busca de la espiritualidad que, según la interpetación de un odioso personaje, siempre le ha faltado a su vida. El gran fallo de Juliet, su culpa: la falta de espiritualidad.
Munro nos lleva a indagar en nosotros mismos, a hacernos preguntas sobre nuestros recuerdos y nuestras trayectorias. Casi inadvertidamente, nos encontramos rehaciendo el relato de nuestra vida
El relato va transitando por la red de relaciones que se forma en torno a Juliet. Las amigas, las amantes o ex amantes de su marido, los vecinos, el hijo del anterior matrimonio del marido. Las amistades de Penélope.
Como sucede siempre en Munro, hay momentos clave, momentos reveladores. Y profundos extrañamientos. La escena de la incineración del cuerpo del marido en la playa es dantesca. Se guarda en la memoria de la viuda como algo incómodo, casi un secreto que cuesta desvelar. Pero cuando al fin la madre se abre a su hija, la hija dije: Te perdono.
De manera que su desaparición no se debe, en principio, a la venganza. Todo hubiera podido encauzarse a partir del perdón. Pero existen los enigmas, la hija es una enigma para la madre. Existen las cosas para las que no encontramos razones. La vida no solo es inesperada, es enigmática.
Finalmente, al cabo de los años, tenemos noticias indirectas de la hija. Juliet, la madre, vive en otra ciudad, ya no trabaja como entrevistadora en un programa de televisión, vive modestamente, tiene unos pocos amigos, lee, sirve cafés, toma cafés. El encuentro casual con una antigua amiga de la hija es el cauce de la noticia largamente esperada. La existencia de Penélope. No era como había imaginado. Según los pocos datos que la amiga le da, rápidamente, en medio de la calle, Penélope es una mujer con aspecto de matrona, madre, efectivamente, de cinco hijos, vive en una pequeña ciudad, no le va mal. No parece que le vaya mal.
Desapareció. Aunque sabe que ella, la madre, vive en Vancouver. Lo sabe. Eso se desprende de las palabras apresuradas de la amiga.
Munro pone fin al relato con la descripción del estado de ánimo de Juliet. Sigue esperando, pero no hasta la extenuación. Sobrevive, pero con cierta esperanza. Ha entrado en otra fase de la vida. Existen los enigmas, existe lo que se nos escapa.
Juliet tiene amigos. No muchos…, pero amigos. Larry sigue vistándola y le hace bromas. Continúa con sus estudios. La palabra “estudios” no parece cuadrar bien con lo que hace… Sería mejor decir “investigación”.
Escasa de dinero, trabaja algunas horas a la semana en el café donde pasaba tanto tiempo en las mesas de la terraza. Cree que ese trabajo equilibra sus enredos con los griegos antiguos… Tanto que cree no lo dejaría aunque no lo necesitara.
Sigue esperando una palabra de Penélope, pero no hasta quedar extenuada. Espera como las personas que saben que es mejor la esperanza de bendiciones no merecidas, de remisiones espontáneas, cosas por el estilo”.
(Párrafos finales de “Escapada”. Pág 137 del volumen Silencio.)
El hilo del relato ha dado muchas vueltas, ha ido hacia adelante y hacia atrás, se ha perdido en breves historias secundarias, se ha anudado con otros hilos. Recorre el tiempo. Vemos cómo cambia el curso de las historias particulares, como el dibujo de trazan las vidas se va complicando. Pero hay cierta nitidez en la maraña. Aunque haya cosas que siempre se nos escapan, cosas que nunca conoceremos, hay nitidez. Mientras la mirada busque nitidez, hay nitidez.
O, lo que es lo mismo, belleza. Estremecimiento. Emoción. De eso tratan los relatos de Munro. Una hija que se va de casa y que se pierde para siempre, aunque exista. La madre, que se acostumbra a la espera. Grandes distancias, desapariciones, huidas, búsquedas, fugaces y trascendentales encuentros, momentos decisivos, deseos cumplidos, sueños realizados, muertes, despedidas.
Sin embargo, cada libro de Munro sorprende, parece completamente novedoso. No, los temas no estaban agotados, ni mucho menos. Hay nuevos matices, historias pobladas de asombro, vueltas de tuerca que nunca hubiéramos previsto y ante las que nos rendimos. Sí, esto sucede, esto puede suceder.
Su último libro, antes de que le concedieran el Nobel, Mi vida querida, fue objeto de un taller de lectura que dirigí el pasado verano en Menorca. En la solana de la casa de campo donde nos pasábamos las horas, los relatos fueron leídos despacio y minuciosamente analizados. ¡Qué de cosas se me revelaron en aquellas largas sesiones! Creía que casi me los sabía de memoria, pero, uno a uno, enriquecidos con los comentarios de los asistentes al taller, me fueron mostrando nuevos aspectos. Eran otros, con nuevos momentos decisivos, nuevas elipsis, nuevos misterios.
De todos ellos, mi memoria se queda con Corrie. En todos los libros de Munro siempre hay uno o dos relatos que la memoria escoge. Una historia que parece decirte algo a ti, que el lector reconoce como suya, aunque, aparentemente, el fragmento de vida atrapada allí no tenga nada que ver con nuestra vida.
Corrie avanza poco a poco, mezcla tiempos, pero cuidadosamente, no busca la confusión, sino los datos perdidos, los datos relevantes para la historia, lo que el lector tiene que saber para una interpretación más completa, más amplia, más justa. Vemos a Corrie con su padre y la leve cojera que marca su destino. Una chica que no se va a casar, que se ampara en la cojera para ser distinta, para ser ella. El enredo amoroso con el hombre casado, que quizá hubiéramos debido prever, nos coge por sorpresa.
¡Siempre la sorpresa en Munro! Pero aún nos aguardan otras, que tampoco imaginamos. Porque estamos dentro del relato y no vemos el futuro. Ni siquiera vemos bien el pasado, a pesar de los datos que rescata, para nosotros, la mano que nos guía. Es una mano que no hace el menor ruido, que no anuncia nada. Sigilosa y firme a la vez. Cautelosa y provocativa. Omite, pero no escamotea.
La vida va por un lado y nosotros por otro, pensamos a veces. Pero quizá no sea así. La vida no tiene lados
Llegamos al centro, al corazón del relato, el chantaje de la criada y el procedimiento que permite seguir adelante con la infidelidad matrimonial. Se paga el precio del chantaje poco a poco, una forma de pago que aceptamos como algo natural, sin la menor sospecha.
Pero estamos leyendo un relato policiaco, eso sí podríamos haberlo sospechado. Munro escribe novelas de misterio, eso lo sabemos. Lo que no sabemos es dónde está el misterio, qué dato se nos ha pasado por alto.
Llega la revelación final, esa terrible y lúcida intuición de la trampa, de la sucesión de engaños, una cadena que de pronto se revela frágil, a punto de romperse. Llega el momento de decidir qué hacer con eso, cómo convivir con el dato que lo transforma todo, con la nueva visión de las cosas.
Corrie se va a la cama con la carta todavía inacabada.
Y se despierta temprano, cuando el cielo clarea pero aún no ha salido el sol.
Siempre hay una mañana en que uno se da cuenta de que todos los pájaros se han ido.
Corrie tiene una certeza. Le ha venido a la mente mientras dormía.
No hay ninguna noticia que dar. Ninguna, porque nunca la hubo.
No hay noticias de Lillian porque Lillian no importa y nunca ha importado. No hay ningún buzón de correos, porque el dinero va directamente a una cuenta, o quizá simplemente se queda en una cartera. Gastos generales. O unos ahorros modestos. Un viaje a España. ¿Qué más da? Gente con familia, casa de verano, hijos a los que educar, facturas que pagar: no hay que devanarse los sesos para gastarse una suma como esa. Ni siquiera puede decirse que sea un dinero caído del cielo. No hay necesidad de explicar nada.
Corrie se levanta, se viste rápido y recorre todas las habitaciones de la casa, presentándoles a las paredes y a los muebles esta nueva idea. Hay una cavidad en todas partes, sobre todo en su pecho. Prepara café y no se lo toma. Acaba de nuevo en su cuarto, y descubre que para exponer la realidad en ese momento hay que rehacerlo todo.
(“Corrie”. Pág. 184 del volumen Mi Vida Querida)
A partir de ahora, Corrie se separa del mundo, aunque se aferre a la vida. Se queda sola, aislada para siempre con una verdad no buscada, no deseada, no esperada. Es una forma de vivir. Esa era, a fin de cuentas, la vida que la esperaba. Miramos hacia atrás, y lo entendemos todo a la nueva luz. La cojera le proporcionó la primera coartada para la soledad, todo fue encajando ahí, como parte del cuadro que solo al final podemos contemplar. Se fue trazando poco a poco, día a día. La desconfianza hacia los otros y su necesidad de amar, de intervenir en el mundo. Así seguirá porque así fue siempre. Corrie, al desvelar el misterio, al encararse con el dato nuevo, se descubre a sí misma.
La vida va por un lado y nosotros por otro, pensamos a veces. Pero quizá no sea así. La vida no tiene lados. Nosotros envejecemos, morimos y resucitamos, buceamos dentro de la vida en busca de señales de los otros y de la identidad que a veces se nos pierde. Buceamos y salimos a la superficie, nuevos.
Munro nos ofrece tantas cosas que cualquier resumen resulta una simplificación. ¿Cómo ha llegado a ser tan sabia?, ¿nos habla de sí misma o de la gente que conoce?, ¿qué son sus relatos, fragmentos de su vida o de la vida de los otros?
Muchas de las veces que Munro utiliza la primera persona para narrar la historia se refiere, ella misma lo confiesa, a su propia vida. Son recuerdos revisitados -como diría Pessoa-, recuerdos que, en cierto modo, quedan finalmente zanjados, fijados. En Mi vida querida hay cuatro de estos relatos y la autora declara que esto es ya lo último que escribirá sobre su vida. Nos habla de sus padres, de su familia, de las casas en las que ha vivido. Da la impresión de que ha enfocado la luz de la linterna en la noche de su infancia, que ha vivido un viaje en el tiempo, ha contemplado e iluminado escenas confusas, turbias, dolorosas, y luego se ha dado la vuelta. Ha apagado la luz, ha cerrado la puerta.
Pero esas historias están ahí, en todas las otras. Esas historias han hecho de Munro lo que es, como la revelación del dato ignorado hace a Corrie una mujer distinta, esa mujer para la que se había estado preparando toda la vida.
En el relato Los muebles de la familia, del volumen titulado Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, hay también uno de esos relatos autobiográficos. El personaje principal, si prescindimos de la narradora, es Alfrida, prima del padre de la autora. Tras su muerte, el padre le dice a la hija que Alfrida estaba molesta con ella por un relato que había publicado hacía unos años. La narradora se queda muy asombrada y explica a su padre: “No era Alfrida en absoluto. Lo cambié todo, ni siquiera pensaba en ella. Era un personaje. Cualquiera podía darse cuenta”. (p.93)
Estas palabras nos dan la clave. ¡Claro que aquel personaje no era Alfrida, aunque esta Alfrira que, en este relato, acaba de morir, sí es Alfrira! Aquí, quizá, no hay nada cambiado.
Y, sin embargo, bien lo sabe Munro, todos son personajes. Alfrida es personaje, el padre es personaje, la narradora es personaje.
La literatura trata de personajes. Las personas reales dejan de ser reales. Entran en la literatura y se convierten, inevitablemente, en personajes.
Cuando Munro habla de sí misma -lo que ha anunciado que ya no volverá a hacer- hace, problablemente, más literatura que nunca. En todo caso, es, creo, lo hace con un grado distinto de consciencia. Coger la linterna y enfocarla hacia el pasado no es algo que se pueda hacer siempre. Hay que tener decisión, fuerzas, inspiración. Hay que estar dispuesta a sumergirse en el riesgo y en la oscuridad.
Pero ese pasado, esas escenas, esos fragmentos de la propia vida están en todas partes. “Lo cambié todo”, le dice la autora a su padre. Ese es el ejercicio constante, continuo, del escritor. Cambiarlo todo. Disolverse encada página, en cada párrafo, en cada personaje. Para llegar al fondo del personaje, para descubrir quién es.
Munro pertenece a esa clase de escritores. Los que se ocultan en su literatura en la misma medida en que se muestran. La literatura es su casa, su verdadera identidad.
La famosa frase de Flaubert, “Emma Bovary soy yo”, expresa la literatura de Munro. Pero, a la vez, hay mucha distancia entre Munro y sus personajes. Incluso un punto de frialdad. Porque Munro no solo es sus personajes. Munro les observa. En realidad, como podría observarse a sí misma, ya que ese es uno de los retos de la vida: conocerse. Una de las mayores dificultades, sin duda. Para conocerse, hay que salirse de uno mismo de vez en cuando, verse desde fuera. Convertirse en otros personajes, recibir sobre uno mismo la mirada de los otros, la versión de los otros, la construcción de los otros.
Leer a Munro es adentrarse en el mundo original y distinto que cada persona construye. Y descubrir que hay muchas cosas que se nos habían pasado por alto, que merece la pena seguir indagando, seguir viviendo. Nosotros estamos incluidos en el universo de los cambios. Lo inesperado nos aguarda siempre, porque, por muy atentos que estemos, no podemos adivinar qué sucederá en el siguiente momento, el tiempo aún está por hacer, por existir. Y toda vida, en suma, es inesperada.
Texto de la conferencia de Soledad Puértolas, escritora y miembro de la Real Academia, dictada en la Residencia de Estudiantes el 7 de mayo de 2014 con motivo del Encuentro en torno a Alice Munro.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.