A 40 años del informe ‘Nunca Más’: “Entrar en la Conadep me puso en el propio infierno, yo no sabía hasta qué punto”
Graciela Fernández Meijide reconstruye en esta entrevista con EL PAÍS el trabajo de la comisión que en 1984 retrató el horror de la última dictadura argentina
La noche del 19 de septiembre de 1984, Graciela Fernández Meijide (Buenos Aires, 93 años) durmió en las oficinas de la Comisión Nacional para la Desaparición de Personas, la Conadep. Al día siguiente los esperaba el presidente, Raúl Alfonsín, para recibir de manos del escritor Ernésto Sábato el informe que en 50.000 páginas ponía nombre y apellido a 8.961 personas desparecidas por la dictadura argentina, la ubicación de 380 centros clandestinos detención, testimonios de sobrevivientes y hasta la confesión de torturadores aquejados por problemas de conciencia. “Nos habían robado dos veces el informe, porque teníamos a los tipos metidos ahí espiando. Lo hicimos otra vez, todo a mano y máquina de escribir. La noche anterior a la entrega quedamos en las oficinas custodiando los papeles, dormimos en el suelo. Hasta minutos antes de salir para la Casa Rosada seguíamos fotocopiando, con las hojas aún calientes”, recuerda Fernández Meijide en su piso de Buenos Aires, donde vive. Este viernes se cumplen 40 años de aquel trabajo que en su formato de libro se llamó Nunca más y que en 1985 serviría de prueba documental para condenar a los jerarcas militares por delitos de lesa humanidad en el llamo Juicio a las Juntas.
La Conadep fue una decisión del presidente Alfonsín, que firmó el decreto de su conformación el 15 de diciembre de 1983, en el quinto día de su mandato. “Había tomado dos compromisos: investigar qué había pasado con los desaparecidos y hacer justicia. El tema de los desaparecidos era el que más dolía y el que más misterios encerraba”, explica Fernández Meijide. El desafío era enorme. En el mundo no existía siquiera como convención la figura de la desaparición forzada y las pocas comisiones de la verdad que se habían formado en el pasado no habían podido terminar su trabajo. Solo así se entiende la dimensión de la tarea que esperaba a la Conadep y la trascendencia de su éxito.
Tras un intento fallido por dejar el asunto en manos del Congreso, Alfonsín se decantó por “una comisión de gente muy respetable y respetada por la sociedad y sin compromisos políticos”, dice Fernández Meijide. Al frente de la Conadep quedó Sábato, junto con un equipo integrado por una periodista, un filósofo, un jurista, un obispo católico, un epistemólogo, un teólogo, un rabino, tres políticos y un académico. Todos ellos “tendrían seis meses para averiguar qué había pasado con los desparecidos, recibir denuncias, elevarlas a la justicia cuando hubiese un delito y después dar un informe. Eso era todo”, dice Fernández Meijide. “Nosotros, como organización de derechos humanos, queríamos que hubiese además una condena moral y social. Nadie esperaba una condena judicial. Alfonsín pensaba en que los juicios debían hacerlos el Consejo Superior de las Fuerzas Armadas, que era por ley el ámbito natural, pero todos sabíamos que eso no iba a pasar”, agrega.
El 23 de octubre de 1976, hombres armados entraron a la casa de Fernández Meijide y se llevaron a su hijo Pablo, que tenía entonces 17 años y cursaba el cuarto año del secundario. Empezó allí el calvario de una familia que no supo qué hacer con su dolor. “De la búsqueda desesperada de Pablo, de la depresión que tenía todas las noches cuando ya no tenía nada que hacer, de querer matar a los secuestradores de mi hijo y dormirme cuando les metía el último balazo en la cabeza, pasé a fantasear con la idea de meterlos presos. Nada nos decía que íbamos a poder hacer lo que se hizo, nada”, recuerda ahora Fernández Meijide. Se sumó entonces a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), una organización fundada en 1975, meses antes del golpe militar del 24 de marzo de 1976 contra Isabel Perón. En su junta directiva estaban Raúl Alfonsín y monseñor Jaime de Nevares, quien años después se sumaría a la Conadep por invitación del presidente. La APDH llevaba documentados unos 4.000 testimonios de familiares de desparecidos cuando en 1984 Alfonsín crea la Conadep. Muchos de esos testimonios los había recogido Fernández Meijide, que recuerda la sorpresa que sintieron en la Asamblea cuando descubrieron que en el exterior había supervivientes de los centros de detención y tortura, como la ESMA, bajo control de la Armada.
“Cuando por fin llegó la democracia, Alfonsín y otros que estaban en la APDH sabían que existían desaparecidos, pero ignoraban la extensión de lo que había sido la represión. Y nosotros, que trabajábamos recibiendo los testimonios, solo sabíamos lo que nos contaban los familiares a quienes les había desparecido alguien. Se vivía una realidad distinta que no conocíamos. La íbamos conociendo en la medida en que la íbamos sufriendo, pero jamás imaginamos que se iban a hacer campos de concentración, asesinatos y prisiones clandestinas”, dice Fernández Meijide.
Su llegada a la Conadep no fue inmediata. Fernández Meijide aceptó un pedido de Jaime de Nevares, que sintió que la comisión pasaría seis meses buscando cadáveres sin obtener resultado alguno. “Me dice que los tenían corriendo todo el día de un lado al otro. Porque los servicios de inteligencia empezaron a mandar anónimos a los familiares de los desaparecidos diciéndoles que su hijo estaba en tal cuartel en Neuquén, a otro que estaba en Montevideo o encerrado en un manicomio. La idea de los militares era que la Comisión se pasase recorriendo todo el país hasta que se cumplieran los seis meses y no se hubiese hecho nada”, dice.
El plan de los represores, finalmente, fracasó. La Conadep pasó de ser una comisión de búsqueda a una de investigación, capaz de armar un mapa completo del terrorismo de Estado, con nombres de víctimas y victimarios y detalles de los centros clandestinos de detención. La experiencia previa de Fernández Meijide en la APDH resultaba fundamental y ella aceptó el desafío. “Entrar me pondría en el propio infierno, yo no sabía hasta qué punto”, dice 40 años después. La toma de testimonios sometía a los integrantes de la comisión a experiencia extremas.
El trabajo se sistematizó de tal forma que pronto se conformó un cuadro del plan sistemático de exterminio ideado por los militares. “Teníamos, por ejemplo, el centro de detención de la ESMA. Juntábamos todos los testimonios de gente que había estado ahí y luego íbamos al sitio con un fotógrafo y con un arquitecto al cual los sobrevivientes le habían dictado el sitio donde habían estado”, explica Fernández Meijide. “Cuando ya teníamos las fotos y el dibujo del arquitecto se llevaba todo a legales y de ahí con un escrito firmado por Sábato lo elevábamos a un juez. Ese juez podía trabajar porque ya tenía la investigación hecha. Cuando se hizo el Juicio a las Juntas en 1985, la fiscalía usó buena parte de ese material. Antes de terminar ya teníamos 54 causas”, agrega.
La recopilación de testimonios fue una dura prueba para los entrevistadores, tanto que “necesitamos apoyo psicológico”, dice Fernández Meijide. “El que no aguantaba se iba y nadie lo veía mal. El que se quedaba, a veces se estropeaba la vida. Los viernes a la tarde se dedicaban a hacer análisis de grupo con el psicólogo, porque los testimonios eran todos muy fuertes”, recuerda.
El día de la entrega del informe, Sábato fue recogido por un coche de la policía, un Ford Falcon como los que usaba el Ejército para trasladar detenidos y cadáveres. “Nosotros salimos después”, cuenta Meijide, “y cuando llegamos a la casa de Gobierno Sábato no estaba. Enseguida pensamos que lo habían secuestrado. Lo que pasó fue que la gente lo paraba por la calle para abrazarlo, se había convertido en un héroe”. Aquel 20 de septiembre hubo una gran manifestación hasta el Palacio de Justicia, porque la gente quería ahora que aquellos cuyos nombres estaban en el informe Nunca más pagaran por sus crímenes. Un año después, Alfonsín se convenció de que los militares no se juzgarían a sí mismos y dejó el juicio en manos de civiles.
Fernández Meijide no recuperó a su hijo Pablo. Tras su experiencia en la Conadep se volcó a la política activa. Fue diputada, senadora y constituyente. En 1999 se sumó como ministra de Desarrollo Social al Gobierno de la Alianza, el acuerdo de peronistas y radicales que llevó al poder al malogrado Fernando de la Rúa. Hoy, con 93 años, es un referente en la lucha por los derechos humanos. “Hemos pasado crisis y a nadie jamás se le ocurrió convocar a las Fuerzas Armadas; eso fue nuestro Nunca más”, sentencia.
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