La receta rural para combatir el hambre en América Latina
En la medida en que estén preparados para hacer frente a los efectos del cambio climático, los agricultores producirán más alimentos nutritivos para sus comunidades, tendrán una actividad económica más estable, y mejorarán su nivel de ingresos y el de sus comunidades
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Por segundo año consecutivo, el hambre y la inseguridad alimentaria retrocedieron en América Latina y el Caribe. En 2023, alrededor de 20 millones de personas más que en 2022 vieron cumplido su derecho a una alimentación adecuada. Fue la única región del mundo que logró reducir la inseguridad alimentaria, en buena parte gracias al desempeño de América del Sur, donde la recuperación económica y los sistemas de protección social permitieron a varios países responder de manera efectiva a la crisis económica y social derivada de la pandemia.
La región está dando pasos en la dirección correcta. ¿Debemos sentirnos satisfechos? La respuesta realista es que no, porque 41 millones de personas aún sufren el hambre en América Latina y el Caribe, un nivel superior al registrado antes de la pandemia. Y porque 187,6 millones de personas (28,2% de la población) no tienen acceso regular a alimentación adecuada.
Esto ocurre, en parte, porque estamos la región del mundo con la dieta saludable más cara. Esta realidad es sencillamente inaceptable en una región con una enorme capacidad de producción agrícola y que es una exportadora neta de alimentos. Además, como reflejo de la desigualdad, la inseguridad alimentaria afecta de manera desproporcionada a ciertos grupos, como a las mujeres y las comunidades rurales.
Estos resultados figuran en el Panorama Regional de la Seguridad Alimentaria y la Nutrición en América Latina y el Caribe 2024, un informe elaborado por cinco agencias de Naciones Unidas que ofrece una visión detallada sobre los últimos indicadores de hambre e inseguridad alimentaria en la región.
Este año, el informe analiza la correlación entre los eventos meteorológicos y climáticos extremos y la incidencia del hambre y la inseguridad alimentaria. Las sequías, inundaciones y tormentas tienen un fuerte impacto sobre la producción y distribución de alimentos porque provocan la pérdida de cultivos y dañan la infraestructura productiva, interrumpiendo la cadena de suministro. La conjugación de estos factores se traduce en un aumento de los precios que afecta particularmente a las poblaciones más desfavorecidas.
Esto es especialmente relevante en América Latina y el Caribe, la segunda región del mundo con mayor exposición a eventos extremos, solo por detrás de Asia. En nuestra región, al menos 20 países están altamente expuestos al cambio climático, mientras que 14 son vulnerables, ya que tienen mayores probabilidades de que el hambre se agrave como consecuencia de estos fenómenos.
En este contexto, es imperativo fortalecer la resiliencia climática de nuestros sistemas alimentarios. La cadena que va desde la producción de alimentos hasta su consumo debe estar mejor preparada para hacer frente a los embates del cambio climático de forma sostenible.
El primer eslabón de la cadena, lo que conocemos como la primera milla, lo conforman los productores agropecuarios. Aquellos que trabajan en actividades productivas de pequeña escala son especialmente vulnerables al cambio climático, porque en muchas ocasiones no tienen los activos ni las herramientas necesarios para prepararse y responder ante una sequía prolongada o una inundación grave. A pesar de ello, continúan ejerciendo un rol esencial en la protección de los recursos naturales, la biodiversidad y en la producción de alimentos. Ellos son responsables de un tercio de los alimentos que se producen en el mundo.
Los agricultores de pequeña escala estarán mejor preparados para hacer frente a impactos climáticos si su actividad económica es estable y sostenible. Por eso, uno de los objetivos principales de los proyectos financiados por el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA) es elevar la productividad en las comunidades rurales y facilitar su conexión con los mercados.
Al mismo tiempo, se promueven prácticas agrícolas respetuosas con el medio ambiente y resilientes al cambio climático, como la agricultura regenerativa, la agroforestería, la diversificación de cultivos, y una gestión adecuada de los recursos naturales a través de energías renovables y sistemas de riego eficientes.
Es necesario, además, que los productores tengan acceso a nuevas tecnologías y a instrumentos financieros para desarrollar sus negocios. Contar con información meteorológica y climática veraz y actualizada es fundamental para que los productores puedan adaptar los ciclos de cultivo con anticipación, gestionar de forma eficiente el uso del agua y seleccionar semillas y especies más resistentes a los efectos del cambio climático.
Las soluciones existen, pero hace falta mayor financiamiento. Debemos invertir más y de una manera más inteligente, focalizando los recursos en las comunidades rurales y en las mujeres, que son quienes siguen padeciendo sobremanera el hambre y la inseguridad alimentaria. Reforzar su resiliencia y desarrollar sus capacidades de adaptación al cambio climático es fundamental para fortalecer nuestros sistemas alimentarios.
Además, debemos escalar soluciones financieras innovadoras que sabemos que funcionan, seguir atrayendo capital del sector privado y aprovechar mejor el potencial de colaboración con bancos nacionales de desarrollo. Hablamos de inversiones que son rentables para la sociedad: cada dólar destinado a prepararnos para afrontar fenómenos extremos puede suponer un ahorro de hasta diez dólares en ayuda de emergencia luego de un desastre.
En la medida en que estén preparados para hacer frente a los efectos del cambio climático, los agricultores producirán más alimentos nutritivos para sus comunidades, tendrán una actividad económica más estable, y mejorarán así su nivel de ingresos, generando nuevas oportunidades de empleo local. Esta es la receta que debemos aplicar para seguir reduciendo el hambre en la región.
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