Cuando toda la humanidad te lleva de la mano el primer día de escuela
Al poder político le molesta la creación artística por la inseguridad que genera cuando reconocemos que estamos biológicamente relacionados entre cada ser humano
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Los comienzos II
Hacía calor, pero el olor a madera trabajada para escenografía advertía la tercera llamada mientras que el sudor de la espalda comenzaba a cumplir su función y enfriar de una vez por todas. Los que nacimos en el teatro —en el sentido de crecer en una familia relacionada con el teatro (actores, directores, dramaturgos, tramoyistas, traspuntes, vestuaristas, y un larguísimo etcétera)— identificamos este olor como el lugar más a salvo que existe. Por fin se apagan las luces, por fin dejará de hacer calor o frío, por fin apagaremos nuestros malditos teléfonos (no suele suceder del todo), y por fin bajarán nuestras pulsaciones para aventurarnos en ese extraño ritual que en un instante nos convoca o nos comienza a incomodar.
“Debajo de su asiento hay un antifaz y una hoja de roble; por favor, pónganse el antifaz y pongan entre sus manos la hoja que a cada quien le tocó”, dijo Simon McBurney, director de la obra llamada Mnemonic. Pensé, con tremenda decepción, que esta sería una de esas experiencias de teatro inmersivo donde necesitarían de nuestra participación para poder hacer la obra y había que subirse al escenario eventualmente. Tenía 20 años y, a pesar de estar estudiando teatro, me sonaba pésima la idea de tener que levantarme del asiento con la camiseta toda transpirada y enfrentarme a esa vergüenza que pertenece a la pesadilla de todos los actores. Pero la compañía de teatro había pensado y anticipado todo: “Ahora, seguramente ustedes pensarán: ‘Ah, esta debe de ser una de esas obras en las que el público participa... y qué horror, para qué vine. Pero no, les juro que, desde su asiento, con los ojos tapados y con las yemas de sus dedos tocando la hoja de roble, será toda la participación activa que necesitamos de ustedes para que la función comience”.
Al escribir esto, recuerdo exactamente el lugar en las butacas donde estaba sentado, al lado de quién estaba sentado, el rostro que vi antes de ponerme el antifaz. “Bien, vamos a hacer un ejercicio de memoria muy sencillo: recuerden el último inicio de año. ¿Dónde despertaron el primero de enero de este año?; ¿con resaca o sin resaca?; ¿solos o acompañados?; ¿qué fue lo primero que vieron por la ventana?” Claro, absolutamente. Claro que me acuerdo de lo primero que vi por la ventana: un campo nevado con algunas ovejas. Qué maravillosa es esta compañía llamada Theatre du Complicité, siempre dan en el clavo. “¿Pueden recordar a qué olía esa habitación donde despertaron? Si no pueden, no importa, los olores vuelven de manera inesperada (esta parte la estoy inventando). Ahora recuerden el inicio del año 2000... ¿Con quién despertaron? Una vez más: ¿Qué fue lo primero que vieron por la ventana?” La obra arrancaba indagando en torno a la memoria y, al parecer, queriendo lanzar unas hipótesis cómplices acerca de los pulsos en la sinapsis que no llegamos a entender del todo. La traducción al español del título de la obra sería Mnemotécnica: aquellos objetos, sensaciones o memorias que nos recuerdan y nos lanzan inmediatamente como un resorte a lugares, compañías, vínculos, enamoramientos, cosmovisiones. El ejercicio seguía y te transportaba con la ayuda de ciertas fechas clave a septiembre de 1991, fecha en la cual unos alpinistas descubrieron a Ötzi, el nombre con el que bautizaron a la momia de un hombre que murió hace más de 5000 años.
La premisa principal de la obra era una interpretación dramatúrgica de la investigación científica que se hizo ante este hallazgo. Es una momia tan bien preservada que se pudo averiguar la edad exacta del hombre, sus enfermedades y patologías, los últimos alimentos que comió y, entre tantas otras cosas, las razones por las que murió. Incluso se pudieron encontrar células sanguíneas intactas para así hacer análisis que van más allá de lo que aquí puedo describir. A partir de estas y otras pistas, los científicos construyeron un instante cronológico de la vida de este ser humano al que bautizaron Ötzi, dándole vida gracias al recuerdo y también a la familiaridad; estoy seguro que muchos científicos cercanos a Ötzi lo consideran un amigo o incluso un primo lejano.
Una vez arrullados por la tonada y ensoñación de la memoria, el narrador nos invita a recordar nuestro primer día de clases, la primera vez que nos llevaron a la escuela. Ahí surgió un silencio más parecido a un escalofrío entre todo el público. “Miren sus zapatos. ¿Qué zapatos llevaban? Supongamos que su madre y padre los llevaron a ese primer día de clases. Bajo esa suposición, recuerden y sientan la mano de su madre en su hombro izquierdo y la mano de su padre en su hombro derecho. Véanlos acompañándolos a su lado, ligeramente atrás de ustedes para que ese niño o niña que ustedes eran diera su primer paso hacia el futuro”. Ahí ya la obra estaba cumpliendo a cabalidad su función. Todo el teatro parecía levitar en comunión de un recuerdo muy personal pero fácil de compartir. “Detrás de su padre y madre, están sus abuelos, cada uno con la mano en el hombro de cada hijo o hija, respectivamente. Y detrás de sus abuelos, están sus bisabuelos, tocando los hombros de sus hijos o hijas, de la misma forma que sus padres ponen sus manos sobre sus hombros, todos acompañándolos a su primer día de clases”, continuó. Supongo que todo el público seguíamos con la hoja de roble entre las manos. Navegaban un par de pensamientos paralelos mientras hacía esta visualización. Veía los rostros de mis abuelos, desde la memoria que potencia la extranjería en la que me encontraba. Y poco a poco lograba inventar los rostros de mis bisabuelos a quienes jamás conocí y que nunca logré ver en fotografías. Juana, Silvestre, Marius, Isidra, Gil y Baudeliana, todos aquellos nombres que conozco por todas las historias que me habían contado mis padres al querer saber de dónde venía más allá de los nombres de los pueblos donde habían nacido.
Esas cuatro generaciones que componen esta fotografía animada del primer día de clases suman 31 personas. Bajo los estándares de la expectativa de vida actual, cuatro generaciones cohabitan en un siglo de vida aproximadamente. Si nos vamos doscientos años atrás, es decir, dos siglos y ocho generaciones atrás - todos y todas detrás de su hijo o hija respectivamente - habría 541 personas en esta imagen del primer día de clases. Trescientos años atrás habría 8.221 personas, siempre y cuando nadie estuviera relacionado entre sí. Estamos hablando del año 1.700, más o menos, apenas doce generaciones atrás, en el auge del colonialismo y con la revolución industrial todavía lejana. Haciendo un salto al año 1.500, inmediatamente después del encuentro oficial entre dos mundos, habría más de dos millones de personas acompañando ese primer día de clases, siempre y cuando esas personas no estén relacionadas entre sí. Aquí ya se empieza a poner complicada la cosa porque estamos hablando del tamaño de la población de una ciudad moderna. Seguramente alguno o alguna será sobrina del tío que está casado con la hermana de la prima y tuvieron hijos. Pero supongamos que no, que nadie está relacionado entre sí y que la fotografía se sigue ampliando hasta el año 1.100. En este momento, habría más de 130.000 millones de personas detrás de nosotros acompañándonos en este primer día de clases, siempre y cuando nadie esté relacionado entre sí. Lo cual significa que habría muchísima más gente de la que ha nacido y muerto en la historia de la humanidad, algo realmente, objetivamente, y prácticamente imposible.
Hay un momento en el teatro —como en cualquier ritual— donde la obra “comienza” y no suele ser al inicio de la función. Suele suceder cuando todo el público llega a la misma respuesta que por lo general se plantea a modo de pregunta. De pronto, en este ejercicio teatral que nos suspende en el aire, todos nos volvimos nervios de la hoja de roble que sostenemos en nuestras manos. A muchos les saltará la conclusión clara de que todos en este teatro somos familia, seguramente primos lejanos y nos estamos reconociendo por primera vez. A muchos otros el mismo sentimiento o reconocimiento llega sin necesidad de ponerle palabras. En este momento ya-somos-y-ya-creemos-todo lo que está sucediendo, aún sabiendo que esto es teatro y que los sueños, sueños son.
Ligero verfremdungseffekt, (rompimiento brechtiano) cortesía de mi amigo filósofo Srecko Horvat en su libro Después del Apocalipsis: “¿Vamos a utilizar nuestro intelecto e imaginación, así como un fuerte sentimiento de justicia transnacional y solidaridad intergeneracional para ir más allá del apocalipsis, para ir más allá de la noción misma de progreso y su temporalidad?”
Es increíble cómo a través del escalofrío artístico llegamos a lo elemental y lo bello de manera inmediata. Se genera una comunidad que comulga con lo natural y lo lógico sin necesidad de una explicación. Podría decir que se logra una poética conjunta que va más allá de cualquier extremo; más emocionante que cualquier discurso o sermón y mucho más claro y objetivo que cualquier cifra. Es principalmente por eso que al poder político le molesta mucho la creación artística. No es tanto el temor a lo que se diga o lo que se revele desde la libertad de expresión; es más la inseguridad que genera la mayúscula revelación y el escalofrío que surge cuando reconocemos que estamos biológicamente relacionados entre cada ser humano, entre cada ser vivo, y que todos somos del mismo lugar. Que este también es nuestro lugar y que todos y todas somos de aquí.
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