El niño mexicano que salvó a un oso en silencio
El niño rebelde quería apagar la luz para salvar al oso de morir por culpa de nuestro consumo eléctrico. A la maestra, su rebeldía le parecía tierna y chistosa, aunque no por eso menos reprobable. Para mí fue lacerante. Al apagar la luz, el niño oscureció algo dentro de mí
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El niño era sordo y el oso era polar. Ambos detalles son importantes para entender lo que atestigüé hace quince años. También lo es aclarar que las personas sordas no son mudas y los osos polares no son blancos. Los sordos platican con los gestos, dibujando palabras con los músculos del rostro y de las manos. Estudié lengua de señas hace tiempo. Ya casi olvidé todo el vocabulario, pero aún sé deletrear, presentarme (mi nombre es una jota que hace rizos en la frente) y expresar escéptico recelo con una seña cuya traducción más exacta al español mexicano es No mames. ¿Cómo se dice oso? Con la mano derecha se forma un hocico grueso y se cubre la boca y la nariz con él. ¿Cómo se especifica que el oso es polar? En México, se agrega al “oso” el adjetivo “blanco”, que se forma barriendo el dorso de una mano con el otro (acaso la etimología de esta seña sea una brocha que pinta una superficie). Pero el pelaje del Ursus maritimus no es blanco; carece de pigmento, es transparente y hueco, lo cual permite que la luz llegue a calentar la piel negra del oso.
El niño vivía en la Ciudad de México y el oso en el océano Ártico. A pesar de la lejanía y la diferencia de tamaño (uno era un bípedo diminuto y el otro era el carnívoro más grande que camina sobre este mundo), ellos se encontraron una mañana en el Instituto Pedagógico para Problemas del Lenguaje, donde yo trabajaba como voluntario.
Como mi lenguaje de señas era muy limitado, en la escuela me encargaron clasificar el acervo de la biblioteca, donde estaba la pequeña sala de proyecciones. Una mañana llevaron a un par de grupos a ver un documental de naturaleza. Unos veinte niños tomaron asiento en el piso, frente al muro blanco que servía como pantalla. En silencio y con subtítulos, el largometraje hacía un repaso de la fauna más carismática del planeta y concluía con una advertencia sobre la devastación ecológica, yuxtaponiendo imágenes de las humaredas producidas por una planta termoeléctrica con las del oso famélico que flotaba a la deriva sobre una pequeña balsa de hielo.
Al terminar la función, la maestra encendió la luz. De inmediato, el niño se puso de pie, se abrió paso entre sus compañeros y corrió a apagarla. La profesora volvió a prender el interruptor de un manotazo. Él no se dio por vencido. Luz, penumbra, luz, penumbra: la sala se convirtió en una discoteca de bajo presupuesto. La docente y el pupilo discutían a gritos silenciosos; la prosodia corporal me dio a entender que había reclamos, frustraciones y advertencias disciplinarias. Mientras los alumnos eran desalojados, otra maestra me explicó que el niño rebelde quería apagar la luz para salvar al oso de morir por culpa de nuestro consumo eléctrico. Su rebeldía le parecía tierna y chistosa, aunque no por eso menos reprobable. Para mí fue lacerante. Al apagar la luz, el niño oscureció algo dentro de mí. Sigo buscando el interruptor con las palabras.
Me he acordado del episodio en situaciones muy diversas. Por ejemplo: cuando vi otro documental: Grizzly Man, de Werner Herzog, elaborado con los videos de Timothy Treadwell, un chiflado que pasó trece veranos viviendo con los osos pardos de Alaska (Estado donde el gobierno estadounidense acaba de aprobar un inmenso proyecto de explotación petrolera, lo cual contribuirá a que sigan aumentando las emisiones de gases de efecto invernadero). Herzog saca una moraleja nihilista de la historia: “Lo que me agobia —dice con su inglés pausado y tenebroso— es que en todas las caras de todos los osos que Treadwell filmó, no veo ninguna familiaridad, ni entendimiento, ni compasión. Sólo veo la avasalladora indiferencia de la naturaleza”. Creo que Herzog proyectaba su propia incomprensión e indiferencia en el espejo. En el otro extremo del antropocentrismo, Treadwell trata a los osos como mascotas y su historia acaba mal por eso.
Pienso en aquel niño y me pregunto si vio en el oso polar algo que Herzog, Treadwell y todos los demás no somos capaces de reconocer. Sin el apoyo de una música melodramática y una manipuladora voz en off, el niño reconoció su personalidad, comprendió su situación y sintió compasión por él. Tal vez la sordera lo hacía más sensible a la experiencia de sentirse solo en medio de un océano de indiferencia. Tal vez su habilidad para interpretar gestos y miradas le permitió entender el lenguaje silvestre de aquel náufrago.
Pienso en los osos polares al leer los pronósticos climáticos del Ártico. El panorama luce descongelado: “El Ártico estará libre de hielo por primera vez en septiembre antes de 2050. Esto significa que ya es demasiado tarde para seguir protegiendo el hielo marino ártico del verano como paisaje y como hábitat”. Mientras tanto, nos hemos habituado a romper los récords más funestos. Acabamos de vivir el mayo más caluroso registrado en los polos. El hielo marino en la Antártida también alcanza mínimos históricos. Siberia tiene fiebre y en Canadá han ardido esta primavera más de cinco millones de hectáreas (los incendios no fueron noticia internacional hasta que cubrieron Nueva York de un humo apocalíptico). El Ártico sin hielo es un mar vulnerable (navegable, pescable, militarizable, perforable, contaminable); el Ártico sin hielo es un mar hostil para las focas anilladas y barbudas y para los osos que dependen de ellas.
Pienso de nuevo en aquel niño al ver que dos activistas suecas atacaron con pintura roja el cuadro El jardín del artista en Giverny, de Claude Monet. Los adultos regañan a los jóvenes por levantarse a apagar la luz o por llamar la atención profanando inofensivamente obras de arte. ‘¿No ven que ya vendemos bonos de carbono y autos eléctricos? ¿No ven que ya estamos licuando aves migratorias con gigantescos aerogeneradores? ¿Qué más quieren?’ Aunque no tengo noticia de que el niño se haya vuelto activista, me lo imagino con una lata de pintura blanca, tratando de salvar osos polares en el Museo de Arte Moderno. Hasta que los gobiernos no se ocupen de frenar los desastres socioambientales que la indolencia y la codicia están causando, la protesta seguirá creciendo, vehemente e iracunda, incomprensible para unos, esperanzadora para todos los demás.
A estas alturas me imagino a una lectora preguntándose con el ceño fruncido: ‘¡No mames! ¿Y luego? ¿No que el niño iba a salvar al oso?’ Puede ser que no haya salvado al oso del documental, pero ese día, al presionar el interruptor de la biblioteca, empezó una larga cadena de reacciones (esta columna es una de ellas) que buscan apagar el ecocidio y cortar la corriente de la silla eléctrica en la que hemos sentado al mundo entero.
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