El retorno de las tortuguitas: una alianza de indígenas y científicos recupera tres especies en peligro en el Amazonas
Charapas, taricayas y cupisos se pasan la voz: en seis playas de Colombia y Perú pueden desovar sin peligro de ser capturadas
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Se admiraban los cronistas del siglo XVII, ante una naturaleza amazónica en su esplendor: “Hay tortugas en tan gran abundancia que cuando suben a las orillas de arena para enterrar sus huevos, más de un millar de ellas llegan en una misma noche. El número de huevos que dejan en un momento es increíble”. Tras siglos de sobreexplotación, don Rogelio Carihuasari, el octogenario sabedor del Pueblo Cocama —que ocupa las riberas del curso medio del Amazonas, entre Perú, Colombia y Brasil—, tiene recuerdos similares de su niñez, cuando a mediados del siglo pasado iba con su padre a conseguir tortugas para el consumo familiar. “Subían miles de ejemplares en una noche, la playa quedaba llena de rastros”.
Pero en las últimas décadas, el aumento de la población humana y su plena incorporación a la economía de mercado han pasado factura: en el tramo colombiano del río Amazonas, encontrar una tortuga se convirtió en una suerte reservada para los cazadores furtivos, que vendían madres y huevos en los mercados de Leticia, Tabatinga y Caballococha, en la triple frontera del Trapecio Amazónico. “La comercialización”, constata don Rogelio. “Más de uno llevaba sus diez o quince tortugas a vender, docenas de huevos. Y se acabaron las tortugas”.
Esta es la historia de cómo los que ayer cazaban hoy cuidan. Así lo explica Nabil Carihuasari, hijo de don Rogelio y coordinador de campo de un exitoso programa de conservación comunitaria: “Con la ayuda del abuelo, con su conocimiento, dijimos: ‘Vamos a parar esto porque las tortugas se van a acabar’. Y hoy estamos comprometidos con que nuestros hijos y nuestros nietos también puedan conocerlas”, como dice Carihuasari.
Alianza de saberes
En 2008, el médico tradicional Rogelio Carihuasari tuvo una idea: hacer del cuidado de las tortugas una profesión. Su casa, en el resguardo indígena de Santa Sofía, era destino habitual de visitantes atraídos por las ceremonias de ayahuasca que celebra, y a todos preguntaba la manera de conseguir ayudas económicas para hacer realidad su visión. Un día apareció el biólogo Fernando Arbeláez, director general de la Fundación Biodiversa Colombia, y el destino hizo clic. “Yo conseguí algunos recursos y comenzamos a cuidar las playas en 2008″, recuerda Arbeláez. “En aquel año eran seis guardianes de la familia de don Rogelio, y protegían una sola playa. Hoy en día son 188 monitores de seis comunidades indígenas que están cuidando seis playas, tanto en el lado colombiano del río como en el peruano”.
Los resultados han sido espectaculares. Si en 2008 los seis guardianes protegieron 17 nidos y liberaron 112 tortuguitas, a día de hoy ya se han protegido 854 nidos y se han liberado más de 22.000 pequeñines. Las tortugas pertenecen a tres especies: la gran charapa, que puede alcanzar un metro de longitud y 60 kilos, y que pone hasta 150 huevos; la mediana taricaya, de medio metro, que pone hasta 50 huevos; y el pequeño cupiso, de 30 centímetros, que desova hasta 25 huevos. Las tres, sin embargo, comparten una característica preocupante: pertenecen a la categoría “vulnerable” de la lista roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza. Están en riesgo de extinción.
Los grupos de monitores suben a sus botes desde las comunidades de Santa Sofía, Nuevo Jardín, San José o Progreso, en Colombia, y Barranco o Yahúma, en Perú, cuando cae la tarde y llegan a las playas cercanas. Montan un sencillo campamento, se resguardan dentro del mosquitero de la nube de zancudos y comen algo antes de que la noche sea profunda. Entonces, salen a rondar. Emplean una luz roja, imperceptible por las tortugas, escudriñando el suelo en busca de rastros mientras vigilan que no haya pescadores apostados para capturar a los animales.
Cuando encuentran a la madre, entra en juego el conocimiento científico que ha proporcionado la Fundación Biodiversa. Toman medidas biométricas de la madre (el ancho del rastro, las medidas del caparazón) y le colocan una chapa identificativa antes de dejarla ir. Los nidos se georreferencian mediante GPS y los huevos se sacan, con suma delicadeza, para su “trasplante”. Nabil Carihuasari, coordinador de campo del programa, explica el motivo: “Se hace porque hay nidos que están en riesgo. Riesgo natural y riesgo de los depredadores que son los humanos. El riesgo natural es que hay madres tortugas que desovan cerca al canal de agua de lluvia en las playas, lo que puede dañarlos. Además, hay tortugas que ponen cerca de la orilla, y son muy fáciles de ver por los humanos”.
Lo dice Nabil Carihuasari: el ser humano, ese depredador. Mucho han cambiado las cosas desde que los pueblos indígenas de la Amazonia, antes de la llegada de los europeos, ejercieran un estricto control ecológico sobre su exuberante territorio. La invasión reventó el sistema y, desde el siglo XVI, fueron explotados para el mercado global los más variados productos de la naturaleza amazónica; a cambio, los pueblos indígenas recibían artículos manufacturados que, como las herramientas de hierro, cambiaron para siempre su sociedad y su economía.
La manteca de los huevos de las tortugas, empleada como combustible para los lamparines de la época, fue objeto de una de las campañas más intensas de sobreexplotación, tanto en la cuenca del Amazonas como en la del Orinoco. Naturalistas y exploradores del siglo XIX como, Alexander von Humboldt o Henry Walter Bates, estimaron en más de cien millones los huevos que cada año se empleaban en producir aceite para la exportación.
Concienciando a los pescadores
En el siglo XXI, ya no es hierro lo que los indígenas necesitan, sino plata para pagar vivienda, alimentación, ropa, útiles escolares, motores o celulares. Las necesidades básicas antes provistas por la naturaleza ahora requieren del dinero. Por eso es frecuente que los monitores, en sus rondas, se encuentren con pescadores o cazadores furtivos, que esperan sacar algunos pesos con la venta de las tortugas y sus huevos.
“Nosotros les comentamos el proceso que llevamos, que no es solo para nosotros sino para todos”, dice Nabil Carihuasari. “Luego les preguntamos si pueden dejar de pescar en ese sector para que las tortugas tengan confianza de subir. Hay pescadores que entienden, pero hay otros que se alteran. A veces nos insultan, nos sacan machete, nos sacan escopeta. Son cosas que dan miedo”.
La desesperación de los pescadores es comprensible: en los últimos quince años, el tamaño, la variedad y la abundancia de los pescados ha mermado drásticamente. Pero los monitores evitan la confrontación y continúan su campaña informativa armados con paciencia y un mantra sentimental al que nadie es inmune en la región: “Que nuestros hijos y nietos conozcan estas especies, que no las conozcan solo a través de fotografías o dibujos. Eso sería muy triste”.
El trabajo con los niños es esencial. “Nosotros hacemos actividades de educación ambiental”, explica Nabil. “En las escuelas, están los futuros adultos. Entonces la idea es dar el mensaje desde muy temprano para que sepan qué es lo que está pasando con nuestros animales, y que en el futuro puedan aprovecharlos de forma adecuada”.
Además de charlas y talleres en las escuelas, una actividad resalta por su fuerza simbólica. En la época de eclosión de los huevos, se traslada a los niños a la playa para que, en un ambiente festivo, liberen ellos mismos las tortugas al río Amazonas. Antes de hacerlo, cada niño tiene que apadrinar una tortuguita y ponerle un nombre. De esta manera, explica Nabil Carihuasari, se crea un vínculo tal que cuando un pescador captura una tortuga, los niños se sienten motivados para defenderla. El director de la Fundación Biodiversa, Fernando Arbeláez, recalca la importancia de esta dimensión educativa: “Ellos van ser los guardianes de tortugas del mañana. De hecho, ya hay algunos de los niños que participaron en las primeras actividades de educación ambiental hace doce años que ahora forman parte de los grupos de conservación”.
Este componente educativo del proyecto fue decisivo para que el programa A Ciencia Cierta, del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación de Colombia, premiara esta iniciativa en 2020 con 20.000 dólares, un empujón anímico y financiero para la consolidación del proyecto.
Alternativa económica
Allá por 2008, don Rogelio y familia comenzaron su trabajo de conservación con uñas y dientes. Soñaban que algún día la actividad pudiera generar ingresos, pero tanto la asociación que crearon, Curuinsi Huasi, como su contraparte científica, la Fundación Biodiversa Colombia, tuvieron claro que la motivación de los monitores no podía ser exclusivamente económica. De hecho, los primeros años, el dinero apenas daba para los gastos. Después, los monitores comenzaron a cobrar cantidades simbólicas, “para la gaseosa”, bromeaban. En la campaña recién concluida, cuando el proyecto ha encontrado apoyo financiero en diversas instituciones, la cantidad recibida por cada participante “antiguo” ha sido de 25.000 pesos por noche (algo más de 5 dólares). Los “nuevos” cobran la mitad durante sus dos primeras campañas, una garantía de que su interés en la conservación va más allá de lo económico.
“Lo que estamos promoviendo con este proyecto”, enfatiza Fernando Arbeláez, “es que haya una alternativa económica basada en la conservación, para que no tengan que vender sus recursos. Esto es un trabajo y ellos tienen todas las credenciales para poderlo hacer. Además, es para el bien de todos, porque las tortugas son patrimonio de la humanidad”.
En los últimos años, la estrategia para conseguir financiación se ha fijado en la creación de una planta comunitaria de procesamiento de asaí, una fruta amazónica de gran valor nutritivo y demanda internacional. La planta comprará asaí a los participantes en el programa a buen precio, y al procesar y exportar la pulpa, se generarán unos beneficios que redundarán en el proyecto. “Sería el primer proyecto autosostenible de conservación en la Amazonia”, sueña Arbeláez.
Ciao, tortuguitas
La clausura de la decimoquinta campaña se celebra por todo lo alto con la Danza de la Taricaya. Doscientas personas de los pueblos yagua, tikuna y cocama, tanto de Colombia como de Perú, disfrutan de sus bailes y cantos tradicionales. Un grupo del Pueblo Tikuna ejecuta un baile que suele desarrollarse durante la pelazón, el ritual de paso de las niñas, al ritmo de un tambor hecho con el caparazón de la taricaya. “La taricaya para nosotros es un animal simbólico. Utilizamos su caparazón para producir un sonido de protección, para que esa señorita sea más fuerte y valiente”, explica Nabil Carihuasari.
No importa que la danza se ejecute en un contexto diferente al original, los bailarines disfrutan con el canto y el movimiento, los espectadores se unen al frenesí, y los numerosos niños se asombran y descubren tradiciones que, como las tortugas, también están en peligro de desaparición.
Al final de la tarde, como colofón, los asistentes se dirigen al río para liberar a las últimas tortuguitas de la temporada. Es el momento preferido de los niños. Solo unos pocos afortunados tienen la responsabilidad de coger una pequeña, ahijarla, darle un nombre y, con exquisito cuidado, dejarla que inicie su vida en libertad. “Ciao, tortuguita”, dicen. “Partieron”, se escucha. “¿Qué será de ellas?”, se preguntan.
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