La lucha por evitar la extinción del pirarucú, el pez más grande de Sudamérica
Este pez milenario sobrevive en la Amazonía colombiana gracias a los acuerdos de pesca de las comunidades ribereñas y la piscicultura en el piedemonte
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Una mañana de julio de 2022, en el mercado de Leticia, un grupo de pescadores rebanaba centenares de filetes de pirarucú, el pez más grande de Sudamérica y quizás el más representativo de la Amazonia. Es una escena común. Pese a que su pesca se prohíbe entre el 1 de octubre y el 15 de marzo, el pirarucú puede encontrarse cada día del año sobre los mesones metálicos de la galería pesquera de Leticia.
El pirarucú no es un pez cualquiera. Puede llegar a medir tres metros de largo y pesar en promedio 200 kilogramos, más que un cerdo adulto. Su nombre significa “pez rojo” en lengua indígena tupí, pues tiene una franja de este color que rodea las escamas verde grisáceo que envuelven especialmente el cuerpo de los machos en edad reproductiva.
Contrario a la gran mayoría de peces, este gigante amazónico pone pocos huevos, pero logra que la mayoría llegue a la adultez. Buena parte de los 100 neonatos de una camada de pirarucú alcanzan a desarrollarse gracias a los cuidados del macho, que transporta a las crías sobre su cabeza, protegiendolos con una suerte de leche que contiene hormonas, proteínas y otros nutrientes que secreta.
Por siglos, este pez ha sido parte fundamental de la alimentación de las comunidades indígenas amazónicas. Con la llegada acelerada de colonos a la región, atraídos por la sucesión de bonanzas desde finales del siglo XIX, su consumo aumentó descontroladamente y diezmó sus poblaciones, señala Hugo Hernán Franco, biólogo de la Universidad de la Amazonia especializado en peces amazónicos.
Para evitar su desaparición, en 1987 el Gobierno colombiano creó una veda que prohíbe la pesca de pirarucú en toda la cuenca amazónica del país durante casi seis meses, el período de reproducción. “Al cazar al papá se perdían todas las crías y así no hay forma de que prolifere la especie”, explica Franco. “Ahora los pescadores ya saben cuál es la temporada y las zonas de reproducción, y esto permite que los alevinos, - como se conoce a las crías- , continúen su ciclo de vida”.
Esta norma también establece que fuera de la veda solamente se pueden capturar ejemplares de por lo menos 1,50 metros, tamaño en el que el pez ya alcanzó la edad de reproducción. Además, en 2021, una resolución de la Autoridad Nacional de Acuicultura y Pesca (Aunap) extendió la veda al acopio, transporte y comercialización de la especie, y estableció que durante este período únicamente pueden ser comercializados los individuos provenientes de las zonas aprobadas por Brasil.
Hoy, 35 años después de la creación de la primera veda, pocos pensarían que el pirarucú está en peligro. Su carne se vende por doquier en el mercado de Leticia. Su cuerpo se aprovecha casi entero. Dada la envergadura de su esqueleto permite ofrecer dos sencillos cortes de carne sin espinas: lomo y pecho. El primero se vende a 20.000 pesos colombianos el kilo (cuatro dólares) y el segundo a 15.000.
Un fósil viviente
El nombre científico del pirarucú —o del paiche, como lo llaman en Perú— es Arapaima gigas. Se calcula que esta especie existe desde el Mioceno, hace unos 23 millones de años, lo que lo convierte en uno de los peces más antiguos que aún habitan la Tierra. El pirarucú pertenece al género Arapaima —palabra que proviene de warapaimo, que en la lengua de los indígenas macuxi del noreste de Brasil significa “pez muy grande”— y al orden osteoglossiforme, que se caracteriza por tener lenguas hechas de hueso.
Vive en los lagos y bosques inundables que rodean el río Amazonas, aunque también se encuentra en las cuencas de los ríos Orinoco y Esequibo. En estos ecosistemas, ocupa el nivel superior de la cadena alimenticia, pues es un ágil cazador de todo lo que pueda poner dentro de su boca: desde microorganismos hasta pequeños mamíferos que caen desprevenidos de las ramas de los árboles.
“Se dice que hay un respeto mutuo entre el pirarucú y el caimán negro [Melanosuchus niger], que son los dos más grandes predadores”, dice Santiago Duque, profesor de la Universidad Nacional sede Leticia, quien ha estudiado estos ecosistemas por más de 30 años. “El caimán no se mete con un pirarucú macho adulto y el pirarucú tampoco”. La única amenaza para la supervivencia de este “fósil viviente” es el ser humano.
Actualmente, no existe un consenso dentro de la comunidad científica sobre el grado de amenaza que enfrenta. En la Lista Roja de Especies Amenazadas de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), el pirarucú se encuentra en la categoría “datos insuficientes”. No obstante, este organismo lo incluye desde 1975 en el Apéndice II de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES, por sus siglas en inglés), que enumera las “que no están necesariamente en peligro de extinción, pero cuyo comercio debe controlarse a fin de evitar una utilización incompatible con su supervivencia”.
Más recientemente, el Libro rojo de especies dulceacuícolas de Colombia, elaborado por un consorcio que encabeza el Instituto Humboldt, clasificó en 2012 a Arapaima gigas como una “especie vulnerable”, un nivel intermedio de amenaza dentro de la escala propuesta por la UICN.
Sin embargo, la presencia de pirarucú en los lagos de la Amazonia sí funciona como un indicador del estado de salud del ecosistema, lo que los biólogos llaman una “especie sombrilla”. Ricardo González, investigador del Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas SINCHI, alerta que, además de la sobrepesca, el pirarucú podría estar en riesgo por la caza de las especies de las que se alimenta.
Los débiles ojos del Estado
Tan solo 80 metros separan el puerto de Leticia de la plaza de mercado. Los pescadores llevan al hombro su carga para la venta sin registros ni preguntas. Ni allí, ni en la frontera terrestre con Tabatinga (Brasil), ni en el aeropuerto Alfredo Vásquez Cobo existen puestos de inspección. Daniela González y Luz Yolanda Cerón, las únicas dos funcionarias con las que la Aunap hace presencia en el departamento de Amazonas, son quienes visitan las bodegas de siete comercializadoras de pescado para verificar que el pirarucú que se vende cumpla con las normas.
Esa mañana de julio ni un solo ejemplar tenía el “lacre”, un sello que deben llevar atado a la boca los que ingresen a Colombia desde Brasil para verificar su origen lícito. Pero esa vez, y a pesar de que muchos pirarucús se vendían incluso por debajo de la talla permitida, la visita se limitó a llamados de atención. No hubo decomisos debido a la falta de presencia de otras autoridades. “Se necesita más personal de la Aunap para hacer ese control. Nosotros usualmente nos apoyamos de la Armada, la Policía Fluvial, Aeroportuaria, Ambiental y Carabineros”, cuentan las funcionarias.
El “lacre” lo pone el Instituto de Desarrollo Sostenible Mamirauá, un centro de investigación encargado de gestionar los recursos naturales de dos reservas que suman más de tres millones de hectáreas en la Amazonia. Su sede de despacho se encuentra en la ciudad de Tefé (Brasil), a 587 kilómetros en línea recta de Leticia y es un referente para la conservación de pirarucú. Con participación de las comunidades ribereñas, han aumentado el inventario de peces en un 427 % desde 1999.
La conservación del pez místico
A dos horas en lancha de Leticia se encuentra Puerto Nariño. El nombre del municipio del departamento de Amazonas, grande y en varios colores, recibe a los turistas para que se tomen fotografías con el río de fondo. Al lado del letrero hay una estatua de un pirarucú de dos metros de alto y tres de largo.
Lilia Java, representante del resguardo Ticoya, que agrupa autoridades de las etnias tikuna, cocama y yagua, las tres principales que viven en la zona, cuenta que por siglos el pirarucú ha sido una criatura mística para estos pueblos indígenas. “Para nosotros son lagos sagrados. Lagos bravos, como dicen nuestros abuelos”, señala. “No solo el pirarucú está allí, sino la madre del agua”.
Pero la creciente rentabilidad de la pesca ha puesto a prueba el interés de las comunidades y el Estado para conservar la especie. Un pescador recibe 10.000 pesos por cada kilo de pirarucú, por lo que un solo espécimen adulto puede significar más o menos un salario mínimo colombiano (1.000.000 pesos colombianos o 200 dólares).
En los primeros años de la década del 2000, la Fundación Omacha reportó una reducción sostenida en talla y número de individuos de la especie en Lagos de Tarapoto, un complejo de humedales clave para la reproducción de peces y mamíferos. Las alertas de la Fundación fueron acogidas por la comunidad Ticoya que, entre 2008 y 2014, prohibió de manera permanente la pesca del pirarucú en estos humedales. Junto a la población de Puerto Nariño acordaron, además, un límite de explotación pesquera y disminuir la velocidad de circulación de las canoas.
Aunque los acuerdos continúan y la conservación poco a poco se vuelve la norma, Java asegura que no es suficiente y que las infracciones nunca han cesado: “No es solo de regular y vigilar que se cumplan las vedas, sino que, ¿qué otro tipo de apoyos hay para que los pescadores dejen reposar por un tiempo estos lagos?”.
Algunas comunidades ven el ecoturismo como una opción. En la reserva natural Wochine, cuyo nombre significa “ceiba” en lengua tikuna, los turistas pagan una entrada de 10.000 pesos para ver varios animales. Pero la atracción principal es Quintina, un pirarucú libre y sin peligro de ser cazado que sale del fondo del humedal para atacar bocados de vísceras de pollo que le lanzan. “¿Qué te da más dinero o que te va a ayudar más, un pirarucú muerto o un pirarucú vivo?”, pregunta Java.
Además de los acuerdos de pesca y del ecoturismo, Ricardo González del Instituto SINCHI cree que el desarrollo de la piscicultura es “la respuesta lógica” ante la reducción de las poblaciones de peces. Como entidad adscrita al Ministerio de Medio Ambiente de Colombia, el SINCHI ha sido el encargado de hacer los estudios de viabilidad para el cultivo de peces en el departamento de Amazonas. “Todo el mundo nos pregunta por el pirarucú, pero todavía no sabemos cuál es su viabilidad. Con esta especie todavía es complicado”, explica.
Esa incógnita se debe principalmente a los costos y dificultades logísticas para llevar el alimento concentrado, que es producido en zonas distantes de Perú, Brasil y el interior de Colombia; y para transportar el pescado al resto del país, pues la única conexión es por vía aérea hacia Bogotá. Por ello, las iniciativas para cultivar el pirarucú en Leticia y Puerto Nariño todavía son experimentales.
La piscicultura en el Caquetá
En la región de Florencia, la capital del Caquetá, los obstáculos para el cultivo del pirarucú parecen estar resueltos. En los últimos años, este departamento se ha posicionado como epicentro del cultivo de este pez en Colombia. Su capital, ubicada en el piedemonte amazónico, en las estribaciones de la cordillera oriental, está conectada por carretera con el resto de Colombia, lo que facilita la comercialización.
El primer ejemplar de pirarucú llegó a Florencia a finales de la década de 1980 de la mano de Hugo Franco, padre del biólogo Hugo Hernán Franco, uno de los principales piscicultores del departamento. “Comenzamos desde cero”, cuenta Hugo. Hijo de una familia ganadera, él tuvo que salir de la región por la delicada situación de orden público en la década de 1970, a donde solo volvió hasta los años 90, tras conocer cómo se hacía piscicultura en los Llanos Orientales de la mano del empresario estadunidense Gregory Nielsen.
En esa época trajo en un avión desde Leticia el primer alevino de pirarucú, pero tardó casi 10 años en lograr que se reprodujeran. Hoy, más de 20 años después de la primera cosecha, su empresa, Piscícola Pirarucú, vende esta especie fresca a algunos restaurantes exclusivos de Bogotá y Medellín, entre los que se encuentra Leo, de Leonor Espinosa, galardonada recientemente como una de las mejores chefs del mundo.
Igual sucede con Piscícola El Rincón, otro de los proyectos de cultivo del pirarucú que son referencia en la zona y que está liderado por Gustavo Hermida. Tanto él como Hugo son optimistas sobre el futuro del negocio del pirarucú, pero creen que dependerá de la expansión del consumo dentro de su mercado nicho sin llegar a masificarse.
Esta investigación hace parte de la tercera edición del especial periodístico ‘Historias en clave verde’, resultado la formación ‘CdR/Lab Periodismo colaborativo para narrar e investigar conflictos socioambientales’, que se realizó en el Amazonas por Consejo de Redacción (CdR), gracias al apoyo de la Deutsche Welle Akademie (DW) y la Agencia de Cooperación Alemana, como parte de la alianza Ríos Voladores.
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