_
_
_
_
_

Surcando el Amazonas: una locura fluvial que cambia a todo viajero

Unos 6.000 kilómetros a bordo de cargueros de fortuna, con lo imprescindible, entre cucarachas, cocodrilos, anacondas, aguardientes y toda la belleza y toda la aventura del mundo. Desde Arequipa (Perú) hasta Belém (Brasil), un viaje que cambia la vida a quien se atreve con él.

Amazonas
El puerto fluvial de Manaos (Brasil), donde atracan y de donde parten sin cesar barcos rumbo a la aventura del Amazonas.Emeric Fohlen

En el Amazonas se entra siendo uno y se sale siendo otro. Bogar sus más de 6.000 kilómetros navegables (Perú-Brasil) e incursionar en la selva en varias expediciones, siempre colgado sobre tu propia hamaca y desposeído de las coordenadas espacio-tiempo, te cambia para siempre. El viajero puede haber trazado su propio cuaderno de bitácora, pero como en la odisea del gran Ulises, el viaje te marca otros rumbos que escapan a tu control, la Ítaca que dejas atrás se desdibuja por tu propia mutación personal. Aquí sueltas muchos de tus asideros y de tus certezas, que por el peso de sus años y su falibilidad se hunden inexorablemente en el opaco lecho del río y en la libertad de lo imprevisible.

La aventura arranca en la terraza de una picantería de Arequipa, con un chupe de camarones sobre la mesa y un plomizo atardecer de septiembre que pixela la cima del Nevado Mismi. De sus quebradas cuelga el arroyo glacial Carhuasanta, que pocos han visto y algunos soñamos, cuyos primeros ojos de agua amamantan el nacimiento del río más largo y caudaloso del mundo. Este punto de la cordillera andina peruana dista 7.062 kilómetros de su desembocadura, en la brasileña y atlántica Belém.

Llega el viajero a Perú desde la vecina Bolivia tangenteando el lago Titicaca para preparar el asalto al Amazonas desde la segunda ciudad del país, asentando su estómago con esa maravillosa gastronomía que tanto rivaliza con la limeña y de la que previsiblemente no se podrá disfrutar en los meses posteriores. De Arequipa hay que fijar rumbo a Pucallpa, una ciudad anárquica y ruidosa, gobernada por los motocarros que levantan de las calles el polvo rojizo que imponen los sedimentos del río. Estamos en la ribera del Ucayali, el principal río tributario del Amazonas, a unos 6.000 kilómetros de la desembocadura, y toca enrolarse en un carguero si se quiere hacer al completo la navegación por el mayor río del mundo.

Viajar en la cubierta de un carguero (aquí, el 'Henry 8') es la mejor opción para surcar el Amazonas.
Viajar en la cubierta de un carguero (aquí, el 'Henry 8') es la mejor opción para surcar el Amazonas.Baltasar Montaño

No hay más opción que bajar al puerto, preguntar por la salida del próximo barco y esperar a que se cargue para partir. El contramaestre estima que el Henry 8 zarpará en tres días. El precio del pasaje individual es de 110 soles (unos 25 euros) por los cuatro días de trayecto y el derecho a colocar la hamaca entre dos de los muchos pilares de hierro que sustentan las cubiertas, y a las tres comidas de rancho diarias. Toca brujulear por los mercados para hacerse con algunos de los pertrechos que recomienda el personal de a bordo. Se adivina que el día a día en el Henry va a ser espartano. Hay que comprar una buena hamaca para dormir y otra más pequeña de apoyo para guardar en altura la mochila y otros enseres, agua embotellada, latas de conservas, galletas dulces y saladas, café soluble, aceite de oliva argentino, repelente de mosquitos, un táper, dos platos, cubiertos, papel higiénico, una soga para saltar a la comba y dos libros de segunda mano que gritaban desde el escaparate de una ferretería, El hombre que amaba a los perros y Los perros románticos.

Me instalo en el centro de la cuarta cubierta para evitar empaparme con los aguaceros que entrarán por los costados durante la travesía. Decenas de familias peruanas con pocos recursos, muchos trabajadores y trabajadoras y un grupo de jóvenes viajeros con poco más que arena en los bolsillos pueblan las cubiertas con sus hamacas. Van a buscarse la vida a Iquitos, la capital de Loreto, mucho más turístico y comercial. Los primeros delfines rosados aparecen por estribor para interpretar su danza fluvial. Espero varias horas hasta que el barco pierde todo contacto visual con la civilización para subir a la última cubierta. Un verde rabioso y obsceno trenza a la perfección el manto de una bóveda selvática inabarcable, que en su afrenta divisoria dibuja un garabato fluido, un cauce terroso, ancho y poderoso, que serpentea hasta fundirse con el azul del techo y sus frágiles esponjas blancas. El balanceo del barco mece mi propio sueño, que flota sobre una mole poco romántica de hierro, contenedores y hamacas.

La vida aquí transcurre lenta y vaporosa, el tiempo se hace más referencial que cronológico, lo marcan las campanadas de las tres comidas, que yo decido repartir entre mis vecinos. En las más de cuatro jornadas hasta arribar a Iquitos me alimenté de galletas y ensaladas con hortalizas que compraba en las pequeñas lanchas que se abarloaban al carguero. Adelgacé mucho pero soñé más, también me adapté a bañarme dos veces al día en duchas plagadas de cucarachas con el agua barrosa que las bombas del barco extraían del lecho del río. Esas cucarachas también solían pasear por cubierta en sus ratos libres.

Una imagen de Manaos (Brasil), antiguo centro del negocio cauchero.
Una imagen de Manaos (Brasil), antiguo centro del negocio cauchero.Emeric Fohlen (Emeric Fohlen)
En temporada de lluvias, el Amazonas alcanza hasta 40 kilómetros de ancho.
En temporada de lluvias, el Amazonas alcanza hasta 40 kilómetros de ancho.Emeric Fohlen (Emeric Fohlen)

Llegamos a La Boca, el punto en forma de uve en el que confluyen el Ucayali con el Marañón para dar lugar al gran Amazonas, ese que a partir de aquí empieza a forjar su leyenda. El color chocolate con leche del primero y el chocolate negro del segundo tardaron varias millas en aceptar su mestizaje y diluirse el uno en el otro. La ciudad cauchera que inmortalizó el loco necesario de Fitzcarraldo es ya pura Amazonia, aquí se come paiche (pirarucú en Brasil), sábalo, omima, tucunaré y carne de cocodrilo, que se hace a las brasas y tiene una textura relativamente similar a la del contramuslo de pollo.

El siguiente tramo del viaje acaba en el punto de las tres fronteras, al que se llega en un barco rápido en 10 horas. En Santa Rosa, una destartalada aldea de calles enfangadas, se sella la salida de Perú para cruzar en pequepeque a Leticia. A menos de una milla de la ciudad colombiana se ubica Tabatinga, el punto en el que el Amazonas se entrega ya en exclusiva a Brasil. Tres esquinazos de tres países que conforman el trifinio más selvático y absurdo del mundo.

Una amiga colombiana me propone una incursión a la selva junto a sus dos hermanos para montar una chagra, un terreno para cultivar yuca, maíz o plátano, que se deforesta por unos años y luego se devuelve a la jungla para que se regenere. Son prácticas heredadas de los indígenas, la sana filosofía de cultivo, autoabastecimiento y respeto a la selva. La expedición dura una semana, llevamos los víveres básicos y las hamacas para montar el campamento. Nos alimentaremos de la caza, la pesca y la recolección de frutas. Trabajamos duro por las mañanas y después nos dedicamos a buscar nuestra comida y a abrir nuevos caminos. Un cerrillo, jabalí de la jungla, cae abatido y nos da carne para toda la semana; también una boruga, un roedor muy sabroso. Pescamos sábalos, un pez novia y algunas pirañas, y nos bañamos en el río Calderón, con mucho miedo en mi caso porque había cocodrilos.

Un barco abandonado en Iquitos (Perú), emulando la película 'Fitzcarraldo' de Werner Herzog...
Un barco abandonado en Iquitos (Perú), emulando la película 'Fitzcarraldo' de Werner Herzog...Baltasar Montaño

Cansados y felices volvimos a Leticia. El siguiente asalto parte de Tabatinga a Manaos, casi 1.400 kilómetros de navegación en El Brillante, un barco que por 200 reales (50 euros) te permite instalar la hamaca y disfrutar de baños, lavabos y duchas limpias en todas las cubiertas, bufé libre de razonable calidad, sala de lectura y un quiosco-bar con música atronadora en el que aprendí a bailar samba. Llevaba más de un mes avanzando por la Amazonia y me había acostumbrado a flotar en la elasticidad de su tiempo, a la parsimonia de su cauce y a esos días que la selva convierte en irreales por la porfía de su tupido techo con los haces de luz del sol, la luna y las estrellas.

Aquí el río se ensancha sin mañana y se convierte en la autopista de la vida y el comercio. El trasiego de barcos de carga y pasajeros, de madereros y de miles de pequeñas lanchas visto desde cubierta es impactante. La vida a bordo crea nuevas amistades que el bar de arriba se encarga de consolidar. Pudieron ser cinco o quizá seis días de navegación, quién sabe. Manaos, la capital de la Amazonia brasileña, nos muestra la decadencia de su esplendor cauchero y el viajero se enrola en una agencia especializada para adentrarse en la selva del río Paraná de Mamurí. Varios días de excursiones por la jungla con avistamiento de aves, monos, capibaras, serpientes y cocodrilos y el mambo reservado para el final. Y después, tres jornadas de pura supervivencia con el guía Tucaniú, machete en mano para desbrozar y arpón y redes de pesca para alimentarnos de la vida de estos ríos de los que jamás nadie vio el fondo. Salidas en canoa por la noche para disfrutar de esas pequeñas lamparitas circulares y estáticas, agrupadas de dos en dos, que las crías de caimán sacan sobre la superficie para no vernos llegar. Avanzamos a por nuestra cena, a la caza del pez más preciado, el macaco de agua, que en la noche sale a flote a comer insectos y que el arpón con tridente de Tucaniú somete sin dificultad. Su carne blanca y sabrosa al fuego acompañada del licor de no sé qué hierbas son el homenaje y antesala del golpe de suerte postrero. Al día siguiente, una anaconda de seis metros enrollada sobre sí misma echando la siesta en un manglar, vista desde una frágil canoa de madera de ceiba que hice tambalear con mis espasmos. Tardó varios días en diluirse el nivel de serotonina de mi organismo, mientras un nuevo ferri avanzaba camino de Santarém y Alter do Chao, un paraíso de playas con aguas cristalinas del río Tapajós al que aquí llaman Caribe brasileño.

De nuevo cambia el perfil del viaje. El barco navega contra el oleaje que entra río arriba desde el Atlántico, la anchura del cauce aquí parece no tener límites, todo se compra y se vende en las paradas del barco y muchos pasajeros cumplen con la tradición de lanzar por la borda regalos para los niños que con sus madres llegan en pequeñas lanchas. Tras varios días de playa y descanso toca enfrentar el final del periplo, la navegación serpentea entre los miles de islas de un estuario que alcanza los 240 kilómetros de ancho hasta llegar a Belém, desde donde un último ferri recala en Tapajós, la isla fluvial más grande del mundo, poblada por los búfalos de agua que perdió algún barco asiático hace siglos y en la que las bicicletas no tienen frenos.

Sentado en mi hamaca, que esta vez cuelga de dos árboles de un jardín, trato de convencerme a mí mismo de que estoy cansado. Me cuesta reconocerlo. Arranqué un año antes a orillas del cabo de Hornos, en la Patagonia chilena, y aún estoy digiriendo algo que no sé qué es y me cosquillea las entrañas tras estos meses surcando la Amazonia. Releo Los perros románticos, “el sueño que vivía en el vacío de mi espíritu (…) y a veces me volvía dentro de mí y visitaba ese sueño: estatua eternizada en pensamientos líquidos, un gusano blanco retorciéndose en el amor”.

_______________

Baltasar Montaño es periodista y viajero, autor del libro Sin billete de vuelta (Círculo de Tiza).

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_