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Gustavo Petro
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuando la narrativa no basta

El reciente Consejo de Ministros televisado y la posterior crisis de gabinete muestra a un Gobierno de Gustavo Petro atrapado en el discurso, lleno de palabras. Pero la acción no las respalda

Gustavo Petro
Gustavo Petro en el Consejo de Ministros, en el Palacio de Nariño en Bogotá, Colombia, el 4 de febrero de 2025.GOBIERNO DE LA REPÚBLICA

El poder es, ante todo, un fenómeno social y comunicativo que se nutre de la interacción humana y organizativa. No existe en el vacío, sino en la capacidad de influir en otros, de proyectar ideas que encuentran eco, de construir relatos que dan continuidad a nuestra visión del mundo en quienes nos escuchan. Es un flujo de pensamiento y acción que tiene la capacidad de transformar realidades. Gobernar, que es el lugar donde mayor brillo se le da a las expresiones de poder, no se sustenta únicamente en la gestión, sino que exige un cuerpo de sentido que haga que la sociedad comprenda sus decisiones. Pero ¿qué pasa cuando la narrativa se vuelve más importante que la realidad? ¿Cuándo el relato se disuelve en el papel?

El reciente Consejo de Ministros televisado y la posterior crisis de gabinete en el Gobierno de Colombia reflejan un efecto de simulacro fallido. Un líder -el presidente- que llegó al poder con la promesa de transformación, ha terminado atrapado en su propio discurso, traicionado con su propia receta. Lo que comenzó como un relato de ruptura con el pasado se ha ido deshaciendo en medio de la ineptitud para comprender la complejidad del Estado y las implicaciones reales del cambio. Se han hecho anuncios grandilocuentes, pero el rumbo es hoy más confuso que nunca. Las palabras siguen ahí, pero la acción no las respalda.

Asistimos a una época en la que abunda la información fragmentada y hay poca comunicación, hay más ruido que sentido. Nos dicen que gobernar es, sobre todo, construir una narrativa que emocione, que inspire, que movilice. Y, en efecto, un buen relato puede transformar elecciones, encender movimientos sociales, convocar a una causa común, generar esperanza. Pero ¿qué sucede cuando ese relato no se traduce en hechos? ¿Cómo detectar cuando el juego del espectáculo supera al gobierno? Propongo esta meditación.

Nos hemos acostumbrado a una forma de hacer política en la que importa no lo que se hace, sino lo que parece que se hace. El filósofo Jean Baudrillard hablaba de la hiperrealidad, ese momento en el que la representación se impone sobre la realidad hasta el punto en que ya no distinguimos entre ambas. En la política, esto significa que el liderazgo deja de medirse por su capacidad de transformar realidades y empieza a sostenerse en la narrativa que lo envuelve. Un gobierno puede parecer sólido mientras controle su relato, incluso cuando la realidad lo contradice. Pero, ¿qué pasa cuando el simulacro se agota? Cuando el ruido ha superado el movimiento real, la imagen de autoridad se desgasta y se hace evidente que debajo de los discursos no hay decisiones concretas, que las promesas de cambio no han pasado del papel.

El problema del simulacro es que no es sostenible a largo plazo. Cuando la hiperrealidad política se rompe, lo que queda es la sensación de haber creído en una historia vacía. Traicionamos esa concepción de la política griega, según la cual actuar y hablar están estrechamente interrelacionados, como nos recuerda Hannah Arendt.

Esta es la paradoja de nuestro tiempo: queremos liderazgos transformadores, pero los evaluamos por su habilidad de sostener un relato, más que por los indicios materiales y reales de la capacidad de hacer realidad “el cuento”. Se gobierna en función del impacto narrativo, de la capacidad de mover emociones, pero no de la acción concreta.

¿Cómo podemos detectar con anticipación estos fenómenos de hiperrealidad en los liderazgos? Tal vez la respuesta esté en el examen crítico, en la capacidad de mirar más allá del storytelling que vende relatos como mercancía, como nos dice Chul Han, y preguntarnos qué hay detrás del discurso. Algunas ideas pueden darnos pistas:

Prestar mayor atención a la acción que al relato. Agudizar la pregunta por la coherencia que invita a validar si las decisiones de un líder están alineadas con lo que dice o si, en cambio, sus discursos son promesas que no se traducen en hechos.

Desconfiar de la espectacularidad. Un liderazgo basado en grandes gestos, frases grandilocuentes y puestas en escena llamativas, suele estar más preocupado por su imagen que por la transformación real.

Analizar la consistencia en el tiempo. Un liderazgo efectivo no cambia de principios según la coyuntura ni busca culpables para justificar su falta de resultados.

Un liderazgo auténtico no se excusa en los demás ni necesita de enemigos. Es fácil encontrar el problema afuera (el equipo de trabajo, los empresarios, las instituciones…) como una forma de evadir responsabilidades. Pero la realidad nos muestra que el problema suele estar adentro. El poder pone un reflector a lo que ocurre al interior de cada líder.

Tal vez ha llegado el momento de preguntarnos si hemos sobrestimado las narrativas por encima de la capacidad de actuar para transformar el entorno. No basta con contar una historia que inspire, hay que saber gobernar, gestionar, decidir. Los discursos pueden estimular cambios sociales, pero si no se acompañan de hechos solo producen frustración.

Cuando el relato ya no puede sostener la realidad y el poder se convierte solo en una puesta en escena, caemos en lo que Guy Debord llamó la sociedad del espectáculo. ¿Será que nos acostumbramos a aplaudir la representación en lugar de exigir la acción?

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