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La educación en el destierro: un día en la escuela para los niños desplazados del Catatumbo

El 28 de enero se inauguró en Cúcuta el Colegio temporal para la paz, un espacio para garantizar la educación de las víctimas de la violencia que amenaza el Norte de Santander

Un grupo de niños desplazados realiza tareas para aprender a escribir
Un grupo de niños desplazados realiza tareas para aprender a escribir, este 4 de febrero en Cúcuta.Ferley Ospina

Una docena de autobuses detiene el tráfico matutino en una calle del centro de Cúcuta. Llevan letreros con nombres de hoteles, pero no transportan turistas. Están cargados de las niñas y niños desplazados por la crisis humanitaria del Catatumbo, que llegan al llamado Colegio temporal para la paz. El espacio, creado por varias entidades públicas y oenegés, desde el 28 de enero brinda educación de emergencia a las víctimas más jóvenes de una situación que suma más de 54.000 desplazados y por lo menos 56 muertos. “No pueden dejar de estudiar”, explica el rector Octavio Contreras mientras guía a varios pequeños desde la puerta de entrada.

El ingreso no permite errores. Los encargados deben contar con precisión cuántos niños llegan por cada hotel —que sirve como alojamiento humanitario— para garantizar que el mismo número regrese por la tarde. Además, deben registrar a quienes llegan con sus acudientes, que no cuentan en las rutas escolares, y abrir espacio a todos los que necesiten un lugar. En definitiva, se trata de brindar primeros auxilios educativos a niñas, niños y adolescentes que atraviesan una de las peores crisis humanitarias en la historia de Colombia.

La Oficina de Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas ha estimado que más de 46.000 niños habían tenido que abandonar sus escuelas desde el 16 de enero, cuando la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional inició una ofensiva, con asesinatos selectivos, ataques armados y amenazas, contra una facción de las disidencias de las extintas FARC a la que buscar arrebatar el control de las economías ilícitas y el dominio de la frontera con Venezuela. Unas 25.000 víctimas han terminado en Cúcuta. Cerca de 2.400 han sido alojadas en hoteles pagados por la Alcaldía, incluyendo a más de 400 niños.

Cucutá colegio temporal para la paz
Las sede del Colegio Temporal para la Paz, instalada en un edificio de la Sociedad de artesanos de Cúcuta.Ferley Ospina

Ante ese vacío, la Gobernación, su Secretaría de Educación y el Ministerio de Educación, adecuaron el lugar en el que funcionaba la Sociedad de Artesanos- Gremios Unidos. El rector Contreras es un funcionario de la Secretaria que tenía un trabajo de oficina. A inicios de su carrera y por más de una década, ejerció como profesor en el Catatumbo. “Conozco la realidad de la región y por eso me parece muy bonito poder ayudar a estos niños” comenta entusiasmado, mientras camina de un lado al otro con las listas de asistencia. Según los registros, el colegio empezó con 140 estudiantes, y en los últimos días ha recibido a un promedio de 280 niños. El récord es de 303 alumnos en un día.

Los 30 profesores del centro educativo pertenecen a instituciones públicas y también fueron víctimas de desplazamiento. Algunos salieron en una caravana de motocicletas, agitando banderas blancas para no ser atacados. Al llegar a Cúcuta, la Secretaría los convocó para atender a los estudiantes. “Me gusta ayudar y sentirme útil, pero me preocupan los niños que se quedaron”, señala la profesora Marlene*, quien en las tardes les envía guías académicas por WhatsApp a los alumnos que permanecen en la vereda en la que trabajaba.

Como los demás docentes, evita mostrar su rostro ante la cámara o compartir su verdadero nombre Todos teman las represalias. No sabe qué pueda suceder cuando regrese a su trabajo. “Nadie nos va a proteger. Allá no hay ley que valga”, lamenta con la voz apagada, mientras enseña a estudiantes de tercero.

Octavio Contreras, rector del Colegio Temporal para la Paz, el pasado 4 de febrero.
Octavio Contreras, rector del Colegio Temporal para la Paz, el pasado 4 de febrero.Ferley Ospina

Pese a la situación, la esperanza brilla en los detalles. Los alumnos sonríen al recibir útiles escolares nuevos. Usan uniformes que pretenden rescatar en algo el sentido de normalidad. Llevan camisetas blancas con logotipos de la Gobernación, faldas o pantalones oscuros y zapatos negros de vestir. Los más grandes usan mochilas rojas, y los pequeños morralitos azules con la caricatura de un portalápiz. Los salones están marcados con el número del grado, en hojas impresas pegadas al lado de las puertas.

A los niños les brillan los ojos con los talleres de robótica, impartidos por el Ministerio de la Ciencia. Entre risas, aprenden a construir censores para medir la humedad. Mientras, en otros salones, trabajadoras de las bibliotecas les leen historias a los más pequeños. Luis imparte una lección de comprensión lectora a estudiantes de noveno, y Marlene le enseña a un niño de 12 años, que nunca antes ha pisado un salón de clases, a escribir los números del 1 al 10. Por momentos, todo parece normal.

Estudiantes realizan actividades de integración bajo la supervisión de profesores.
Estudiantes realizan actividades de integración bajo la supervisión de profesores.Ferley Ospina

El miedo a retornar

El Ministerio no sabe cuánto pueda durar la operación del colegio. “Todo depende del tiempo en que puedan retornar los maestros y los niños a sus comunidades”, asegura Gloria Carrasco, la viceministra. La incertidumbre de su respuesta refleja lo único claro: nadie sabe cuándo se van a normalizar las cosas. Todo son conjeturas, zozobra. Hay noticias protagonizadas por las familias que han decidido retornar, e historias de personas que no han vuelto por el miedo a la barbarie.

Varias profesoras sienten la presión de las rectorías de las instituciones en el Catatumbo. “Ya nos dijeron que tenemos que volver, pero no nos sentimos seguras”, señala una maestra de grado primero, mientras conversa con otras dos docentes. Carrasco, por su parte, asegura que tienen alternativas. “Si no se sienten seguros para retornar, pueden acercarse a la Secretaría a comentar su caso”, explica mientras las maestras debaten los pasos a seguir.

Los estudiantes viven la misma zozobra. Más de 100 familias se han acercado al colegio para pedir cupos permanentes en Cúcuta. “Han decidido que no volverán”, cuenta el rector. Es el caso de Yiyo, un líder social de un corregimiento de Tibú, que tiene a sus hijas de 4, 12 y 15 años en el colegio, mientras estabiliza su situación. “Yo no puedo volver. Ya recibí una llamada en la que me dijeron que soy objetivo militar”, relata el hombre, que prefiere no dar detalles del grupo armado que lo acosa.

Mensaje hecho por los estudiantes de preescolar del Colegio Temporal para la Paz para los grupos armados que se enfrentan en el Catatumbo.
Mensaje hecho por los estudiantes de preescolar del Colegio Temporal para la Paz para los grupos armados que se enfrentan en el Catatumbo.Ferley Ospina

En los pasillos del colegio se fusionan la gratitud de seguir con vida y el miedo por el futuro. Los profesores escuchan a niños que cuentan cómo mataron a sus familiares y por qué no pueden regresar. Un estudiante de 15 años asegura que su familia se fue para evitar que la guerrilla los reclutara a él y a su hermano. Cuenta que vio cómo unos hombres agarraron a sus vecinos, los subieron a la fuerza a una camioneta y se fueron.

Relatos como ese, son solo una parte de la realidad que padecen los estudiantes del Colegio temporal para la paz. Situaciones en las que nadie revela su nombre porque teme que sus palabras les cuesten la vida. Historias que parecen ficciones. “Una vez me encontré a un niño de unos ocho años que me contó que no iba a la escuela porque trabajaba raspando coca por 50.000 pesos a la semana”, cuenta una profesora. “A mi papá le pegaron un tiro aquí y a mi tío otro aquí” recuerda una orientadora sobre el relato de un niño de primaria. “Me ofrecieron unirme a ellos, pero soy consciente de que eso no es bueno” dice un adolescente después de una clase. El terror es el común denominador de muchos de sus recuerdos.

Adiós

Al final de la jornada, bajo el calor sofocante del mediodía, los niños se suben a las rutas para volver a los hoteles. En las recepciones, los esperan sus padres. Patrulleros de la Policía verifican su llegada. En uno de los buses queda un grupo de nueve niños. No irán al hotel de siempre. Son hermanos o primos, y sus familias les avisaron, durante las clases, que habían sido reubicados en un albergue.

Los estudiantes son trasladados en un transporte escolar adaptado para ser llevados a los hoteles donde se albergan con sus familias.
Los estudiantes son trasladados en un transporte escolar adaptado para ser llevados a los hoteles donde se albergan con sus familias.Ferley Ospina

Después de varias llamadas telefónicas, la monitora de la ruta logra dar con el paradero de los familiares, que no conocen la ciudad y no han sabido darle indicaciones. Concluye que están en un refugio para migrantes en el municipio de Villa del Rosario, a más de media hora de la ciudad.

El conductor lleva a los niños hasta ese nuevo hogar de paso. Al igual que la monitora, sabe que ese será su último recorrido. Villa del Rosario excede los linderos de las rutas del colegio, que solo abarcan el circuito hotelero del centro de la ciudad.

Al bajarse del bus, ningún niño hace preguntas. Todos han entendido lo que ha pasado. Los nueve saben que, de nuevo, tendrán que dormir en una cama distinta y buscar otro colegio.

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