El desangre de la casa del trueno
La región del Catatumbo, al nororiente de Colombia, vuelve a escribir un capítulo con cifras superiores a los peores momentos de la violencia paramilitar de la década de los noventa y principios de los dos mil
La palabra Catatumbo en lengua Barí significa “casa del trueno”. Su nombre es acuñado por ser el lugar con mayor concentración de rayos en el mundo. Tras la masacre y la cadena de asesinatos que suman más de 80 personas muertas y 32.000 desplazadas, esta región del nororiente del país vuelve a escribir un capítulo con cifras superiores a los peores momentos de la violencia paramilitar de la década de los noventa y principios del 2000. Aunque la violencia nunca se fue de estos territorios, los hechos marcan un retroceso con consecuencias humanitarias devastadoras que abren los ojos a una realidad latente en otras regiones del país.
El Catatumbo está bajo fuego desde la “guerra de colores”. El 16 de noviembre de 1949 este territorio se bañó en sangre, cuando los chulavitas, un grupo paramilitar auspiciado por el Estado y el Partido Conservador, asesinaron a más de 46 personas, saquearon locales comerciales y destruyeron la estatua del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán en el municipio de El Carmen. Los hechos recientes recuerdan el desangre que vivió la región tras el paso del paramilitarismo con masacres como La Gabarra (1999), la desaparición de civiles en hornos crematorios, los desplazamientos forzados y las comunidades confinadas.
A más de 70 años de la primera masacre ―en la violencia reciente―, el país volvió a ser testigo, a través de las redes sociales, de la magnitud y los impactos del conflicto armado. Cuerpos de combatientes por el piso, carros cargados con pilas de muertos, asesinatos y retenciones de líderes comunales, entre ellos varios de la Unión Patriótica (UP), y combates a sangre fuego han marcado las últimas noches de los catatumberos a causa de la guerra abierta entre la guerrilla del ELN y el frente 33 de las disidencias de las extintas FARC.
La particularidad de esta nueva guerra entre el ELN y el Frente 33 de las disidencias es que no son solamente los combatientes los que se están en medio del fuego cruzado, sino que, además, la mira está en contra de sus propias familias, población civil, excombatientes firmantes de paz y a quienes desde bando y bando han señalado de ser “colaboradores”. A esto se suma la fortaleza que, décadas atrás, el ELN encontró en la frontera y su potencial como guerrilla binacional, donde su mando militar se ha fortalecido sin acciones militares ofensivas del Estado.
Andrey Avendaño, comandante del Frente 33, había dicho desde el año pasado que una confrontación en el Catatumbo “sería catastrófica para todos porque todos nos conocemos”. Estamos viendo los devastadores resultados que se asemejan a la cruda guerra desatada en 2006 en Arauca entre las FARC y el ELN, en la cual, durante tres años se atacaron mutuamente a las bases sociales y sus familias, con un total de 50 asesinatos solamente a líderes de las Juntas de Acción Comunal.
Tanto el comunicado del ELN justificando el asesinato de los firmantes de paz como los vídeos de denuncia de la población civil, donde se ve a sus integrantes ir ―puerta a puerta― buscando a supuestos colaboradores de las disidencias o familiares, evidencian la consolidación de la hegemonía del grupo armado en la región. Desde 2018 la guerrilla fijó parte de su expansión en el norte del departamento, ganó la guerra contra el frente Libardo Mora del EPL y se asentó como dueño del territorio en una confrontación que terminará el día que copen toda la parte norte de Norte de Santander, Ocaña y el sur del Cesar, en cumplimiento de su plan de expansión y control territorial.
A diferencia de otras escaldas de violencia, la que están viviendo los catatumberos estaba avisada, no solamente con la Alerta Temprana de la Defensoría del Pueblo del pasado mes de septiembre, sino desde finales del segundo Gobierno de Juan Manuel Santos, cuando estalló una confrontación armada entre las guerrillas del EPL y el ELN que dejó más de 100 muertos y 40.000 personas desplazadas forzadamente. En su momento, Santos decidió apostar a la implementación de la reforma rural integral y del punto 4 del acuerdo de paz con las FARC, sobre solución al problema de drogas ilícitas, pensando que así llegaría la pacificación de un territorio convulsionado. Con el tiempo, se esfumaron los anhelos de paz territorial. Eso derivó en paros de las organizaciones campesinas, que exigían la implementación de lo acordado, y en una intensificación de la violencia.
Con el gobierno de Iván Duque la situación no cambió. Su política de defensa se concentró en incrementar el pie de fuerza con el envío de una Fuerza de Despliegue Rápido (Fudra), donde más de 3.000 soldados se sumaron a los más de 7.900 ya presentes en el territorio con la Fuerza de Tarea Vulcano. El resultado fue similar al de otras regiones en el país: desconfianza en la fuerza pública por su forma de operar desarticulada de las comunidades, deterioro de la seguridad en zonas rurales, consolidación del poder de facciones de los grupos armados con lógicas de control territorial local diferenciadas y degradación de la violencia que, desde entonces, alertaban la crisis humanitaria que hoy estamos presenciando.
Resulta, entonces, errado culpar del todo a la política de paz total del Gobierno Petro y al poco avance en la mesa de diálogos ―congelada― con el ELN. El problema es más longevo y responde a las fallas que también han tenido las anteriores administraciones en la política de seguridad. Pese a los cambios de estrategia, se ha dado el mismo resultado negativo en las zonas donde los grupos armados se han erigido y consolidado bajo las lógicas de gobernanzas criminales armadas: el pie de fuerza no ha sido efectivo para contrarrestar el crimen y la desconfianza de las comunidades con el Ejército no ha cambiado.
La declaración de estado de conmoción interior no solucionará el acumulado histórico de inoperancia estatal en el Catatumbo, pero tiene el gran reto de devolver, en primera medida, la habitabilidad del territorio y volcar un cuerpo institucional ausente con medidas que salgan de la retórica y se apliquen de inmediato en beneficio de las comunidades. Los temas álgidos serán los que ninguna política de paz ha podido subsanar: la coca, la frontera, el petróleo y otras economías de uso ilícito. En el largo plazo, la apuesta debe ser por cimentar cambios estructurales que quiten peso a la gobernanza criminal armada, como la construcción de la Universidad del Catatumbo, de escuelas rurales y hospitales para las comunidades campesinas.
El derrame de sangre seguirá ocurriendo hasta que las acciones del Estado estén encaminadas en la vía preventiva y no en la mitigación de los daños causados. Que las y los habitantes sigan sintiendo la ausencia estatal solamente es el reflejo de políticas que seguirán fracasando si no se escucha tanto a campesinos y campesinas como comunidades indígenas. El desangre que vive la casa del trueno puede ocurrir en el Cauca, Guaviare o Putumayo…
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