Los indígenas que cambiaron los bejucos por plástico y otros efectos insospechados de la violencia paramilitar llegan al Museo Nacional de Colombia
Un grupo de antropólogos y artistas presenta ‘La violencia en el espacio’, una exposición sobre las diferentes formas en las que las llamadas autodefensas afectaron la geografía y la sociedad
El paramilitarismo en Colombia no está enterrado en el pasado. La violencia en el espacio, una exposición en el Museo Nacional, muestra hasta qué punto sus efectos son visibles en la actualidad. Produjo alteraciones en la geografía y la sociedad: desvío de ríos, despojo de tierras en las que se construyeron obras faraónicas y la llegada de nuevos materiales a comunidades indígenas que cambiaron costumbres milenarias. Para un grupo de antropólogos y artistas, es claro que la historia no se limita a la destrucción, los hornos mortuorios, las fosas comunes y las decenas de miles de muertos. La violencia también produjo nuevas realidades que siguen vigentes y que la sociedad colombiana aún no procesa del todo.
La idea vino de Argentina. El coordinador de la curaduría, Carlos Salamanca Villamizar, es un arquitecto y antropólogo colombo-argentino que investiga desde hace dos décadas cómo la última dictadura militar (1976-1983) del país sureño modificó la geografía física y social. La exposición, una versión museográfica de sus investigaciones y las de otros colegas, recorre Argentina desde 2018 para concientizar sobre estos cambios, usualmente ignorados. Tiene un capítulo chileno, enfocado en la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), y ahora llega a Colombia.
Salamanca, investigador del Conicet de Argentina y de la Universidad de Buenos Aires, comenta que el primer desafío fue adaptar su propuesta a un país que no tuvo una dictadura militar, pero sí otros actores de violencia masiva. La decisión fue enfocarse en los paramilitares. “El riesgo era encerrarnos en una sola cosa. Pero el paramilitarismo no es solo un actor, sino un campo con actores económicos y políticos que entran y salen. Penetró todas las esferas del poder”, explica. Varios colegas respaldaron su visión y se sumaron en 2022. Durante dos años, cuatro antropólogos y dos artistas plásticas delinearon las cinco partes de la muestra, que va desde infraestructura hasta animales. Después, buscaron dónde exponerla y, tras varios reveses, llegaron al Museo Nacional, que ya tiene una sala permanente sobre todos los actores del conflicto armado. Inauguraron la primera sección a principios de octubre y completaron las cinco el martes.
Juan Felipe Hoyos, del Instituto Colombiano de Antropología e Historia, es el encargado de la sección Materia, objeto y memoria sobre la violencia paramilitar. Se basa en sus trabajos con el pueblo Awá, en la frontera con Ecuador. Las piezas principales son un canasto de fibras de bejucos y una “cholera”, el nombre de un recipiente plástico con unas correas alrededor. Hoyos cuenta que las choleras llegaron al territorio Awá con los trabajadores de la economía de la coca, que las utilizaban para transportar insumos. Los indígenas aprendieron a construirlo con materiales de las nuevas ferreterías. Lo adaptaron para cargar leña y otros productos, mientras las fibras para producir el canasto comenzaban a escasear por la deforestación.
El canasto tradicional se vio cada vez más arrinconado. En ciertas cosas, la cholera es mejor: es más resistente y es más fácil transportar leña o pimpinas de agua. Pero el canasto tiene significados culturales poderosos para un pueblo que desde hace siglos carga productos en zonas muy apartadas, sin mulas ni caminos. Asimismo, los niños van más protegidos en ellos —la cholera es abierta— y esto evita que los espíritus se atraviesen y los enfermen. “La idea no es satanizar a la cholera y exotizar al canasto, o decir que uno es malo y el otro es bueno. El objetivo es mostrar que hay una interrelación, una historia que aún está activa”, apunta Hoyos.
Del otro lado de la sala hay imágenes, mayormente en blanco y negro, de hidroeléctricas en Antioquia, Caldas y Santander. La sección Infraestructura y violencia paramilitar, curada por Laura Flores y con fotografías de Alejandro Jaramillo, traza paralelismos entre algunas masacres y la construcción de instalaciones hidráulicas, descritas como “monumentos brutalistas al progreso tecnocrático”. El curador Salamanca aclara que no están señalando una relación causal entre los crímenes paramilitares y estos desarrollos, pero resalta que las matanzas debilitaron las capacidades de las comunidades locales para resistir a estos proyectos. “Los paramilitares establecieron las posibilidades de cierto desarrollo. Sin las masacres, las formas de construir cierta infraestructura hubieran sido muy distintas”, afirma.
Las imágenes de hidroeléctricas, con tonos imponentes y mortuorios, han abierto un debate. Ana Guglielmucci, una antropóloga que ha acompañado la exposición desde sus inicios en Argentina, señala que algunos se quejan de que sean parte de la muestra. “La gente dice: ‘¿Por qué cuentan esto, si son grandes obras del desarrollo y la modernización de Colombia?’. Y sí, ¿pero qué ha implicado esa modernización? Podrían pensarse otras formas de desarrollo, otras formas de construir infraestructura”, comenta.
Hay otras tres partes. Guglielmucci está a cargo de Espacios liminales de vida y muerte, que aborda cómo la violencia afectó a los animales y las plantas. Expone, por ejemplo, la foto de un pequeño burro que luce triste en una escuela abandonada en Bolívar: espera al niño que llevaba a estudiar hasta que los paramilitares desplazaron a la población y lo dejaron solo. Después está Resistencias en lo cotidiano, de la artista y pedagoga Emma del Carmen Castillo. Consiste en un mural del colectivo Endémico Andino que narra cómo perduran las justificaciones de la violencia de los paramilitares y sus mecanismos de exclusión de grupos sociales —grafiteros, activistas de izquierda—. Finalmente, se encuentra Acumulación por desposesión y despojos, de Salamanca y el antropólogo Juan Pablo Lugo. Cierra con cartografías que, presentadas con ayuda de la artista María Camila Cuervo, muestran los títulos mineros e industriales que marginaron a las comunidades campesinas del Cesar.
Entramado de poder
Guglielmucci cuenta que la decisión de centrarse en los paramilitares fue una parte central de los debates que tuvieron con otros académicos en las etapas iniciales. “Muchos trabajan en territorios donde no solo hay paramilitares, sino guerrillas y fuerza pública”, dice. Sin embargo, ella y sus compañeros enfatizan que los paramilitares se diferencian por cómo se articularon con las élites políticas y económicas para imponer un modelo de desarrollo extractivista. “Hicieron parte de una red de actores que tuvo el poder para hacer grandes transformaciones de infraestructura como esas [señala las fotos de las hidroeléctricas]”, explica la antropóloga. Lugo añade que los paramilitares están más olvidados que los guerrilleros en el debate público. “Han mutado y ya no se habla tanto de ellos. Por eso hay que mostrar que el fenómeno sigue vivo”.
En la versión colombiana de Violencia en el espacio, en exposición hasta el 31 de enero en la sala Talleres del Panóptico, algunas de las obras deben crearse con el público. Por eso, se organizaron talleres en los que excombatientes recientemente desvinculados de las disidencias de las FARC o el ELN hicieron dibujos inspirados en un cuadro que pintó hace casi dos décadas un desmovilizado de las Autodefensas Unidas de Colombia. También por eso hay canastos de fibras de bejucos que confeccionaron indígenas residentes en Bogotá, en un encuentro con participantes del pueblo Awá. En aquella ocasión los mayores hablaron de su cariño al canasto, sus hijos defendieron las ventajas de la cholera y sus nietos insistieron en la importancia identitaria del objeto original. Para Hoyos, es importante ver esta diversidad de perspectivas cuando se piensa el legado de la violencia. “Esto nos constituyó, nos sigue constituyendo y nos va a seguir constituyendo”, apunta.
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