Una escuela de élite para niños vulnerables y migrantes en Colombia
El colegio ‘Still I Rise’ abre sus puertas en Ciudad Bolívar, Bogotá, para que 60 alumnos de familias empobrecidas y desplazadas tengan acceso a una educación bilingüe e integral
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Suena la canción de Estamos Melo, de Donikrap, a todo volumen. La salsa choke inunda esta pequeña aula llena de niños que bailan frente al espejo los pasos que marca la profesora Geraldine. En el segundo piso de la escuela Still I Rise [Y aún así me levanto], ubicada en el corazón del sur de Bogotá, el teacher Andrés pide a los alumnos que le respondan en inglés. Los más pequeños esperan a que se sequen los lienzos hechos a base de cartones de huevo y, en la sala de español, una ristra de periódicos autoconfeccionados cuelgan de un lazo blanco, esperando a que llegue la profe Johana. En uno, anuncian que “se descubre una bacteria en el fondo del mar” responsable de la “desaparición del Titanic”; la sección de judicial anota cómo el Gobierno “está haciendo justicia” por los desaparecidos. Y en internacional lamentan que “Venezuela se está quedando sin jente (sic)”: “La guerrilla está secuestrando y mata a las familias que se opongan. Asen (sic) una trampa para llevarse a los niños”.
En ningún aula la realidad se queda por fuera. Mucho menos en la escuela Still I Rise, abierta hace cinco meses en Ciudad Bolívar, una localidad bogotana en la que la mitad de la población vive bajo el umbral de la pobreza. Aquí no solo importan las historias de exclusión, desapariciones forzosas o el éxodo venezolano, sino que es la razón por la que el colegio bilingüe se instaló ahí y no en otro lugar. En el barrio Lucero, que hasta hace unos años era una invasión, la mayoría de familias vive del reciclaje o el “rebusque”. Y los hijos son muchas veces arrastrados a las mismas dinámicas de pobreza y exclusión. “No solo porque son vulnerables tienen que conformarse con cualquier educación”, sostiene Laura Trujillo, directora de programas de la escuela. “Merecen educación de primera calidad y profesores de alto nivel”.
La idea de Still I Rise es precisamente esa: llevar el Bachillerato Internacional (IB, por sus siglas en inglés) al sur de Bogotá. Hasta ahora, solo habían tenido acceso a este modelo educativo los alumnos de estratos más altos que pagan al menos 600 dólares mensuales en colegios como el Anglo Colombiano, Marymount o Nueva Granada. Desde hace unos meses, Matilde Loaiza, de 13 años, cursa un currículo similar sin pagar nada. Esta educación es totalmente financiada —desde los uniformes hasta las rutas escolares— por una ONG italiana del mismo nombre que la escuela que recibe fondos de particulares y empresas cuyo rédito no venga de la minería ilegal.
Loaiza aún no puede creer que la seleccionaran entre casi 500 niños que quisieron unirse a la escuela. Trujillo recuerda lo tímida y callada que era cuando la encontraron vendiendo ropa en el mercado de pulgas, junto a su madre y sus trece hermanos. Todos ellos se dedican al reciclaje y viven en condiciones “de mucha precaridad”. “Acá brilla. Mati viene de los contextos más duros que conocemos y ha tenido un cambio enorme”, dice la directora. “La escuela y el equipo psicosocial tienen ese poder transformador”, cuenta. “En Bogotá también hay un nivel de pobreza que uno solo imagina en La Guajira o el Chocó. A dos horas de nuestras casas existen estas realidades”.
Ahora Loaiza se permite soñar con ser más cosas que madre. “De mayor quiero ser policía porque mi hermana tuvo un hijo muy pronto y no pudo serlo. Todavía llora mucho por eso”, explica esta niña que dejó de estudiar después de la pandemia. “Nos tocaban clases online y como somos 14 hermanos y solo había dos computadores y dos celulares... Las profesoras me regañaban mucho por no llevar las tareas. Por eso me sacaron. Duré dos años que solo ayudaba a mi mamá a reciclar”. Desde que se inscribió, está poniendo todo su empeño en traducir al inglés todo lo que piensa o dice y en terminar el libro Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes. “Queremos leernos todos los libros que están en la estantería para que traigan nuevos”.
“No queremos ser voluntarios que abandonan proyectos”
La escuela lleva casi medio año funcionando con la metodología de IB, a espera de la certificación oficial. Por ahora, es un centro no formal de refuerzo y acompañamiento tanto para niños que ya tienen una escuela como para quienes están desescolarizados. Los docentes esperan que para el próximo semestre ya puedan contar con la certificación del ministerio de Educación así como la de IB para poder pasar a ser un colegio homologado. En esta primera fase de aceleración, la escuela educa a 60 menores entre 8 y 14 años; 21 de ellos son venezolanos y 11 desplazados internos. Esperan que puedan pronto llenar la capacidad del colegio, de 180 niños.
Esos fueron los pasos que también siguieron con la primera escuela internacional que abrió esta ONG italiana. En 2018 decidieron inaugurar una en Madare, un barrio complejo de la capital keniana que recibe un intenso flujo de migrantes de países cercanos en conflicto como Etiopía, Burundi o Congo. En 2024, al obtener la certificación, se convirtieron en el primer colegio del mundo que ofrece IB de manera gratuita. El de Bogotá sería el segundo. “Buscamos desarrollar en el niño una forma de ser muy holística que al mismo tiempo es muy exigente con la autorregulación, la investigación…”, explica Trujillo.
“Cobra más un policía que un profesor”
Yamileth Julio Berrío siente que cuando deja a su hija Melani, de 10 años, en el colegio, una pequeña parte de ella sigue aprendiendo. Hace casi tres décadas que el último día de clase empañó sus recuerdos felices en los pasillos de su escuela en el interior de Sucre, en el Caribe colombiano. “Los paramilitares llegaron a decir que si volvían y había alguien, no dejarían vivos ni a los perros”, rememora conmovida. Lo siguiente que recuerda es que salieron corriendo —sus padres a Venezuela y ella y sus hermanos menores a la capital— y que hasta la olla de leche quedó en el fogón por las prisas. “Me da mucho orgullo saber que mi hija no se va a morir sin saber leer ni escribir como mis padres”, dice esta cocinera y mamá soltera de tres niñas. “Quiere ser tantas cosas de mayor... Antes me reía, pero ahora creo que sí puede. La escuela ha sido una bendición, ojalá no se vayan nunca. Ojalá nos dieran clase también a los padres”.
Trujillo sabe que ellos llenan un hueco que no ocupa el Estado. Sin embargo, es crítica con el rol de las ONGs. “No queremos ser como esos voluntarios que se va a zonas complejas, se toman fotos con los niños y abandonan los proyectos. Nos dimos cuenta de que los colegios les dan una rutina y una estabilidad que, en momentos de crisis, se convierten en el sentido de sus vidas. Vinimos para quedarnos”.
Para Víctor Manuel Gómez, profesor de Sociología de la Educación de la Universidad Nacional, el rol de ciertas fundaciones u ONGs es fundamental en países tan desiguales como Colombia. “El Estado está presente pero está presente mal”, cuenta por teléfono. “Los docentes actuales no son las personas más competentes para convertir a los niños en ciudadanos activos, curiosos y completos”. Es por ello que de acuerdo al académico no se cierra el “vicioso círculo de la pobreza”: “La educación es fundamental para la movilidad social. Y proyectos como este, bilingües e integrales, hacen que el capital cultural de los niños se desarrolle”. Para que el Estado se haga presente, según Gómez, hace falta poner la lupa en los profesores: “Tenemos que reforzar mucho la formación, la exigencia y los salarios de los docentes. En este país cobra más un militar o un policía que un profesor”. El sueldo de estos oscila entre los 670 y los 1.300 dólares.
Con unos mocasines negros impolutos y frente a la palabra Bravery [valentía] escrita en la pared del patio, espera que llegue su turno en la gincana. Erick Manuel Colina se ríe a carcajadas y se mezcla con su equipo como si no pesarala historia que carga en sus hombros. Este venezolano de 12 años lleva toda la vida migrando de un sitio a otro. Abandonado por su madre al nacer y con varios hermanos asesinados y en la cárcel, ha llegado de ciudad en ciudad con su abuela, dedicada al reciclaje. “Yo quiero aprender a leer y a escribir rápido”, dice con los ojos puestos en el patio. “Aquí es divertido. Ojalá no nos toque salir otra vez”. En este pequeño oasis, los niños solo parecen ser niños. Algo enorme en una comunidad como esta.
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