El último dardo contra el acuerdo de paz con las FARC tiene forma de Constituyente
Constituyente y acuerdo político no son lo mismo, y es clave que el Gobierno no confunda una cosa con la otra
El acuerdo de paz con las extintas FARC, firmado en 2016 y que permitió la desmovilización de más de 13.000 combatientes, no para de recibir dardos. El último, es el planteamiento del Gobierno de que su implementación es inviable si no viene de la mano con una Constituyente. La idea de una Constituyente, propuesta por las FARC durante las negociaciones y rechazada por el Gobierno, fue un punto de desencuentro que el proceso de paz superó en su momento. Al final, se acordó que no era necesario cambiar la Constitución, sino impulsar la que teníamos. Y tenemos
Para las FARC, no incluir una Constituyente no fue un impedimento para firmar un acuerdo de 320 páginas que pone a las víctimas en el centro. Sus seis puntos robustos incluyen transformaciones profundas, un proceso de desmovilización y desarme, y por primera vez, un compromiso con la justicia en el que decidieron “no intercambiar impunidades”. Un acuerdo que abordaba todos estos temas no como capítulos aislados sino con una visión de integralidad. Aunque en el texto quedó la idea de un Acuerdo Político Nacional, su objetivo no era cambiar la Constitución sino sumar fuerzas para impulsar la implementación del acuerdo.
El Gobierno del presidente Petro, que ha venido hablando de una Constituyente en otros espacios, decidió recientemente presentarla como una parte indispensable del acuerdo de paz, imprescindible para su implementación. “Esto es un documento del pueblo, de la nación colombiana. Es un instrumento de lucha popular, con la legitimidad que va más allá de la Constitución. Yo puedo a través de las altas partes contratantes citar a una Asamblea Nacional Constituyente”, dijo el presidente el pasado 23 de mayo.
La campaña del no en el plebiscito del acuerdo de paz legítimamente cuestionó que integrantes de una guerrilla que cometieron crímenes muy graves luego participaran en política o terminaran cumpliendo sanciones que no los mandaran a la cárcel. Estos y otros puntos se plantearon en la renegociación y enriquecieron el acuerdo. Pero esa campaña también lanzó dardos sembrando miedos infundados: que los excombatientes serían tratados mejor que las víctimas o la población más vulnerable, que el acuerdo obligaría a transformar la educación en materia de género, o que las FARC crearían su propia justicia de impunidad.
Luego vinieron los dardos del presidente uribista Iván Duque. Con un mandato de oposición y habiendo hecho parte de la campaña del no, frenó temporalmente el inicio del tribunal de justicia transicional, intentando herir algunos de sus elementos esenciales. Estos dardos fueron interpretados como el ataque de un sector que quería “hacer trizas” el acuerdo. Pero no evitaron su puesta en marcha y tampoco le quitaron al presidente el deber de implementarlo, y lo puso en manos de un alto consejero con una oficina técnica.
El contexto actual es complicado. La transformación del conflicto armado, la multiplicidad de grupos violentos, la ausencia de voluntad política en algunos casos, la dificultad para que la justicia transicional produzca sentencias y cierre casos, y la compleja estructura y gestión institucional han significado trabas inmensas para la implementación. Mientras sortea todos estos obstáculos, el acuerdo de paz recibe su dardo más reciente, colgarle una Constituyente.
Cada presidente busca dejar un legado en materia de paz y seguridad. El acuerdo le impone la tarea de cumplir con una política de Estado, que no fue su iniciativa y probablemente no habría sido su elección, y cuya puesta en marcha requiere mucho trabajo, alta gestión y una enorme voluntad política.
En respuesta a este desafío, la narrativa del Gobierno del presidente Petro se ha concentrado en subrayar la inviabilidad de cumplir el acuerdo, “el incumplimiento del Estado”. Para ello propone como solución que sean la comunidad internacional, desde el Consejo de Seguridad de la ONU, y el pueblo, a partir de una Constituyente, las que se lo exijan al Estado. Regresa la propuesta superada en la negociación de La Habana, intentando que cobre más relevancia de la que tuvo en esa ocasión, utilizando la naturaleza internacional del acuerdo.
El problema, más allá de tantos otros que pudieran debatirse, es que por darle vuelo a un proyecto político, el Gobierno le lanza un dardo profundo al acuerdo de paz. Su cumplimiento deja de ser responsabilidad del Estado y del Gobierno, y entra a depender de la suerte que corra la propuesta de una Constituyente.
El Gobierno puede continuar por otra vía con su proyecto de convocar una Asamblea Constituyente. Para ello existen canales y procesos impulsados por la ciudadanía desde la Constitución y una tarea política que hacer con los distintos sectores. También puede, como lo indica el acuerdo, “convocar a todas las fuerzas vivas del país a concertar un gran Acuerdo Político Nacional encaminado a definir las reformas y ajustes institucionales necesarios para atender los retos que la paz demande, poniendo en marcha un nuevo marco de convivencia política y social”, pero eso no requiere una constituyente. Constituyente y Acuerdo Político no son lo mismo, y es clave que el Gobierno no confunda una cosa con la otra.
Los firmantes del acuerdo han alzado la voz señalando dificultades sobre la manera en la que funciona el sistema de justicia transicional. La gente en los territorios más afectados por la violencia reclama que se den las transformaciones que son necesarias para superar su abandono histórico. Son esos los nudos que el acuerdo necesita que se desenreden. Es allí donde el Gobierno puede enfocar su voluntad política y donde la comunidad internacional realmente tiene un mandato para apoyar. La propuesta de la Constituyente distrae de esas tareas urgentes y enreda, todavía más, la implementación del acuerdo.
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