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Paz total
Tribuna
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El acuerdo nacional de Petro: cinco líneas rojas para evitar el fracaso

En materia de pactos, Colombia ya no se puede dar el lujo de cometer los mismos errores del pasado

Reforma pensional Gustavo Petro
Gustavo Petro durante la radicación de la ley de reforma pensional, el 22 de marzo en Bogotá.Mauricio Dueñas Castañeda (EFE)
María Jimena Duzán

El presidente Gustavo Petro ha dicho que el objetivo final de la paz total es un gran acuerdo nacional en el que todos los colombianos nos comprometamos “a no matarnos más”. Puesto así, en esos términos tan crudos, el acuerdo nacional resulta una propuesta inobjetable.

Sin embargo, la historia de Colombia nos ha enseñado que eso de hacer acuerdos para no matarnos más no ha sido suficiente para conseguir la paz. El pacto del Frente Nacional, que se firmó en 1957 entre el Partido Liberal y el Partido Conservador, frenó una guerra civil no declarada en la que cerca de 200.000 colombianos perdieron la vida y que se conoció como la época de La Violencia, con mayúscula. No obstante, pese a que ese acuerdo tenía la intención de ir a la raíz de las causas de la violencia ―propuso una reforma agraria que pretendía darle ocupación y tierras a los campesinos― y de que planteaba una “democracia sin restricciones” alejada de “feroces dogmatismos”, terminó convertido en un pacto de élites, excluyente, que le cerró la puerta a las nuevas expresiones sociales y políticas que se estaban abriendo camino en esa Colombia que se encaminaba a la reconciliación. En lugar de traernos la paz y de sacar las armas de la política, este pacto fue el caldo de cultivo de un nuevo ciclo de violencia, marcado por la aparición de las guerrillas y por el inicio de un conflicto armado del que todavía no hemos salido.

Para salir de este nuevo ciclo de violencia, y con la muerte tocándonos a la puerta, los colombianos impulsamos otro acuerdo nacional en 1991, que se cristalizó en una nueva Constitución. Buscábamos dejar atrás esa democracia de etiqueta, parecida a un orangután con sacoleva que permitió toda suerte de abusos sin que se rompiera nunca el orden constitucional. La Constitución que hicimos sigue siendo una de las cartas más avanzadas del continente en materia de derechos, pero ese gran avance tampoco fue suficiente. Las élites políticas no desarrollaron la carta y, en cambio, desataron una ola contrarreformista de grandes proporciones. Cuando pensábamos que habíamos conseguido la paz total, se nos vinieron los años más duros de la guerra. Más de 800.000 colombianos murieron y cerca de 200.000 fueron desaparecidos entre 1985 y 2018, de acuerdo con el informe de la Comisión de la Verdad.

En 2016, volvimos de nuevo a firmar otro acuerdo. Esta vez fue un pacto de paz entre el entonces Gobierno del presidente Juan Manuel Santos y la guerrilla de las FARC, y pasó lo mismo: se logró desarmar a una de las guerrillas más poderosas del continente, se lograron reducir los índices de violencia, pero el país quedó profundamente dividido y la implementación del acuerdo, a medias.

Ahora, en medio de un país polarizado, marcado por el aumento de los índices de violencia y con el temor de estar entrando en un nuevo ciclo de violencia, Gustavo Petro, el primer presidente de izquierda en 200 años de historia, vuelve a hablar de un nuevo acuerdo nacional como vía para sacar adelante su agenda reformista. El problema es que en materia de pactos, Colombia ya no se puede dar el lujo de cometer los mismos errores del pasado. Por eso es necesario que el Gobierno de Petro tenga al menos cinco consideraciones antes de volver a ensillar las bestias.

La primera de ellas, la más obvia, es que no puede ser un pacto excluyente. Si este pacto se reduce a que la izquierda de Petro y la derecha de Álvaro Uribe hagan las paces, como muchos lo vaticinan, debido a los acercamientos que se han venido dando entre ambos sectores, empezaremos mal. Eso no significa que no haya que valorar los acercamientos que se están dando entre el presidente Petro y el expresidente Uribe, ni resaltar la acertada decisión tomada por José Félix Lafaurie, el destacado alfil uribista que preside el poderoso gremio de los ganaderos, de formar parte de la delegación del Gobierno en las negociaciones de paz con el ELN, la última guerrilla histórica que nos queda. Lo mismo se puede decir de la firma del acuerdo entre los ganaderos y el Gobierno de Petro, que le permitirá al Estado la compra de tres millones de hectáreas para que sean entregadas a los campesinos sin tierra. Que un sector que siempre representó a la derecha más radical, como el ganadero, esté interesando en implementar uno de los puntos de un acuerdo de paz al que siempre se han opuesto es un gran paso hacia la reconciliación y un hecho histórico. Sin embargo, un nuevo acuerdo nacional que busque la paz de verdad no puede circunscribirse a que Uribe y Petro hagan las paces, porque estaríamos reeditando los errores del pasado.

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La segunda condición que debería tener este acuerdo nacional es que no puede ser utilizado para negociar pactos por debajo de cuerda que afecten la independencia de la Justicia. Sobre todo, debe quedar claro que la elección del nuevo fiscal no puede ser acordada en la penumbra, mucho menos en momentos en los que que expresidente Álvaro Uribe tiene en la Fiscalía varias investigaciones en su contra por atropello a los derechos humanos, y en el preciso instante en que está a punto de ir a juicio, señalado de haber manipulado a testigos.

Este acuerdo nacional no puede ser para pactar la impunidad de nadie ni para lavar la imagen de los empresarios que ayudaron a financiar el paramilitarismo. Por eso esperamos que sea falso el rumor que ha circulado últimamente, según el cual Héctor Carvajal, un prestante abogado que fue apoderado en el pasado de Gustavo Petro y de Álvaro Uribe, y que ha sido la persona que ha facilitado los encuentros entre ambos, esté haciendo campaña con miras a ser el nuevo fiscal de Colombia.

Un nuevo acuerdo nacional debería proponerse rescatar la Fiscalía de las fauces de quienes la privatizaron y la convirtieron en un instrumento para castigar a los opositores políticos y para proteger a los poderes económicos. En el Gobierno de Uribe, la Justicia sufrió el embate de los narcos y de los parapolíticos. En el de Juan Manuel Santos, la Fiscalía se convirtió en un coto de caza de Néstor Humberto Martínez, un fiscal que llegó a esa entidad con unos conflictos de interés tan grandes como su ambición. Su sucesor, Francisco Barbosa, es su mejor aprendiz y se comporta no como un fiscal sino como un político en campaña.

La tercera condición es que el acuerdo nacional debe tener como una de sus premisas sacar las armas de la política. Si el ELN quiere formar parte de él, tendrá que hacerlo, pero sin armas. Así lo hizo el M-19 en 1990, cuando decidió firmar la paz con el propósito de entrar a la vida política y participar en la asamblea que formuló la nueva Constitución. También lo hicieron las FARC. Infortunadamente el ELN todavía no se ha decidido a dejar la guerra, como lo refleja su repudiable atentado contra una base militar en el Catatumbo que cobró la vida de siete soldados jóvenes que prestaban su servicio militar y de dos suboficiales.

La cuarta condición es que este acuerdo nacional debería plantear por lo menos un consenso mínimo sobre cómo es que va a ser la nueva política de lucha contra las drogas y cómo es que se va a negociar con el crimen organizado, con la mafia, un flagelo que se ha ido mimetizando en todas las escalas de poder y que ya es imposible separarlo de lo que somos. Esa negociación no puede ser por debajo de cuerda como ha ocurrido en el pasado, sino de frente al país y producto de un gran acuerdo nacional.

La última condición es la más importante: hay que evitar que este acuerdo nacional caiga preso del embrujo de Adán. Un acuerdo nacional que desconozca la historia, que sea incapaz de construir sobre lo construido, es un acuerdo que está condenado a fracasar. Es tan peligroso un pacto excluyente como un pacto que nazca de la soberbia y que aliente un sentimiento de superioridad frente a los demás. Eso impediría cualquier consenso y le abriría el camino a la autocracia y al culto personal.

Es cierto que el acuerdo de paz con las FARC no puso sobre la mesa el cambio del modelo económico. Pero también es cierto que ese acuerdo que ahora varios menosprecian abrió las compuertas para que un presidente de izquierda llegara al poder y pudiera presentar una agenda reformista que ahora pretende cambios en el modelo económico y en la doctrina militar.

Somos el país que más acuerdos ha hecho para lograr la paz. Ojalá que esta vez nos suene la flauta.

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