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La segunda oportunidad de la abuela Dulce

Carla Jiménez

En Brasil, doña Dulce pidió 1.000 euros, los invirtió en su negocio de escobas artesanas y logró quintuplicar sus ingresos mensuales.

Son las 5.30 y Dusileide Bezerra está sentada en el suelo encerado de un cuartucho construido con barro y madera en la zona rural de Assu, un pequeño municipio del noreste de Brasil. Apoyada en la pared, extiende sobre sus piernas varias hojas desenmarañadas de palma de carnauba —árbol típico de la zona—. Sujeta la punta del manojo con los dedos de los pies, lo aprieta con unos hilos de la propia hoja y listo. Las hojas de palma empiezan a tomar la forma de una más de las escobas artesanales de su pequeña producción. Serán más de 60 cuando acabe el día. O, mejor dicho, a las 12.00. El sol vertical a esa hora marca 38 grados en esta ciudad a 200 kilómetros de Natal, la capital del Estado de Río Grande del Norte.

Dulce, como le gusta que la llamen, maneja con destreza la materia prima que le proporciona este árbol, un tipo de palmera que abunda en la zona rural de Assu. Fue allí donde nació hace 49 años. Aprendió a trenzar las hojas, que se convertían en sombreros, bolsos, cestas y escobas, mucho antes de saber leer y escribir. Era una niña cuando su madre le enseñó a sacarles partido. Era la forma de contribuir al presupuesto de una familia que, pobre, sumaba nueve hermanos. El colegio no era prioridad en aquella época. “Cuando aprendí a leer, ya había sido abuela”, recuerda Dulce, madre de cuatro hijos y abuela de cinco nietos. Tuvo su primogénito, Francisco, a los 15, que le dio su primera nieta, Dulce Maria, cuando ella tenía 35.

Dusileide Bezerra teje sus escobas de palma de carnauba.
Dusileide Bezerra teje sus escobas de palma de carnauba.manuel vázquez

La abuela dejó la vergüenza a un lado para acudir todos los días, junto con los demás niños de la zona rural, al único colegio que había. Durante un año se sentó en su pupitre hasta salir de la oscuridad de quien no sabe leer. “Antes firmaba los papeles y documentos con el dedo. Eso me hizo perder muchas oportunidades en la vida”, lamenta. Todavía no escribe muy bien, pero ya firma con su nombre completo, Dusileide Guilherme Bezerra Silva, con un trazo elegante.

La historia de Dulce cambió cuando un joven vendedor de créditos le propuso que invirtiera en su propio negocio con un préstamo del banco. “Tengo miedo de endeudarme, hijo mío”, le contestó. Pero ¿cómo una persona que trabaja tanto y que cuenta con el respeto de todos los vecinos podría dejar de cumplir un compromiso? Dulce recapacitó y vio que podría funcionar. Pidió 1.000 euros en un microcrédito y se arriesgó.

Hasta entonces, Dulce recibía las escobas del fabricante Ronaldo Maia Junior ya casi terminadas, y ella solo “ataba el manojo”, explica. Ganaba poco más de 50 euros mensuales. Ahora, con la pequeña inversión, ha asumido todo el proceso y Ronaldo le paga cada mes 280 euros por cada 1.000 escobas.

Ya es mediodía y Dulce se levanta del suelo para barrer la pequeña estancia donde trabaja. Organiza tan cuidadosamente las escobas, ya casi finalizadas, que parece hacerlo para impresionar a las visitas. Lo que le faltó de estudios, le sobra en organización. Esa percepción se corrobora al visitar su casa de dos estancias que su marido construyó. El tiempo está seco y la calle es de tierra, pero en la casa de Dulce no hay ni una mota de polvo.

Ya siendo abuela dejó la vergüenza a un lado para acudir a la escuela junto a los niños y aprender a leer

A las cinco llega Josenildo, su esposo, que trabaja en una fábrica de cerámica. Antes de las ocho de la tarde, Dulce ya está en la cama, puesto que su rutina empieza pronto: se levanta a las tres de la madrugada. Antes de irse a la faena, deja la comida hecha. Después, continúa con su jornada madrugadora.

El trabajo ahora es más intenso. Pero ella no se queja. “Soy más feliz ahora”, dice. Guarda religiosamente una parte de lo que gana para pagar el préstamo del banco. Y ya sueña en, después, pedir otro crédito para aumentar la producción.

Una enorme luna llena se asoma en el cielo e invita a Dulce y a los vecinos de la zona rural a contemplar el espectáculo. Se ve tan grande que parece que uno la puede tocar. Parece que está allí para recordar que la vida sencilla se cobra un precio, como la falta de escuelas y el trabajo duro por poco dinero. Pero también ofrece maravillas para compensar.

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Sobre la firma

Carla Jiménez
Directora de EL PAÍS en Brasil desde 2018. Trabajó en O Estado de S. Paulo, Agência Estado, revista Época e IstoéDinheiro. Nació en Chile, creció en Brasil. Es formada en Periodismo por la Universidad Cásper Líbero, con especialización en Economía en la Fipe/USP. Forma parte de EL PAÍS desde 2013.

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