‘Españoles en conflictos’: un rifle rosa para la niña y un altar para la Santa Muerte
El programa de Almudena Ariza en La 1 es el reverso tenebroso de ‘Españoles en el mundo’ y similares. Los emigrados no siempre viven en el glamur: otros están pendientes de que no les peguen un tiro
Este programa tenía que hacerlo una corresponsal de guerra como Almudena Ariza. Españoles en conflictos, la noche de los miércoles en La 1 y a cualquier hora en RTVE Play, es el reverso tenebroso de los espacios de emigrantes triunfadores del tipo Españoles en el mundo, Madrileños por el mundo y todas sus versiones autonómicas. En vez del glamur de los que presumen de su vida expatriada, aquí se busca a quienes viven en escenarios violentos, desastrosos o como mínimo problemáticos. En algún caso, para colmo, están allí porque les gusta.
El primer testimonio del primer capítulo ya es perturbador. Nos presenta a una española que se instaló en Texas por su apego a los valores conservadores: Dios, familia, patria... y armas. Ella y su marido tienen un arsenal en su rancho, que incluye armas automáticas que serían muy apreciadas en Bajmut. La mujer instruye a sus dos hijas pequeñas en su manejo. Una de las niñas practica con un rifle de color rosa. Un aluvión de testimonios de masacres cometidas por chiflados armados, contra niños o contra cualquiera que se les ponga delante, pone el contrapunto. Una profesora de colegio llora al contar que enseña a los alumnos desde pequeños cómo esconderse de un tiroteo.
Ariza, a la que hemos visto no hace tanto en el Telediario en las trincheras de Ucrania, no visita esta vez países en guerra, pero alguno casi lo está. Como México: allí la violencia está muy normalizada, y los periódicos sensacionalistas la celebran con titulares como “Carne seca” sobre las fotos de cadáveres. Abundan esas imágenes: hay ajustes de cuentas, feminicidios, homofobia, secuestros exprés, linchamientos, ataques a periodistas. Y, sobre todo, impunidad: el 98% de los delitos nunca se resuelven. El capítulo explora la subcultura de los narcos, de gran éxito en los barrios populares, y el culto a la Santa Muerte, figura cadavérica a la que se levantan altares donde se dejan ofrendas. Los españoles instalados en ese Estado fallido hablan con naturalidad de su rutina de vivir pendientes de que no les disparen, rapten, violen o todo a la vez. Las entrevistas se complementan con escenas reales de esa violencia cotidiana, incluidos esos cuerpos que cuelgan ahorcados en los puentes de las autopistas, parte de un paisaje macabro.
Otro lugar sin ley es el Amazonas, que lo tiene todo: selva, río, especies exóticas, caucho, madera, petróleo, oro, coca. Todo lo que ambicionan los humanos en su voracidad depredadora. Desde la parte peruana, conocemos a activistas que luchan por defender la biodiversidad y a los indígenas, y a un médico que trabaja codo con codo con el curandero, pero también a unos encapuchados que hablan de las mafias de la tala ilegal, del narcotráfico y de las armas que les alquila la misma policía. Así que ese paraíso natural puede convertirse en un infierno. Y ni el mismo río Amazonas se salva, muy contaminado por los residuos de las comunidades que no tienen alternativa porque carecen de servicios muy básicos.
Corea del Sur no es un sitio nada violento, al menos mientras no lo quiera su temible vecino del norte, pero la reportera investiga allí un conflicto menos visible: una tasa de suicidios desmesurada. Resultado de una competitividad extrema como la que satiriza El juego del calamar; de un modelo social que exige el más alto rendimiento desde el colegio hasta la empresa, donde es normal trabajar 100 horas a la semana, y hasta en la gran industria del K-Pop se controla el peso de los artistas; un país donde no se puede dormir. Y donde se impone el culto al cuerpo: jóvenes y adolescentes se obsesionan con la belleza; es frecuente el acoso escolar a los que ven más feos. Una española dice que no quisiera criar hijos en ese país. No todo lo que se dice de allí está pasando solo allí.
Quedan seis entregas por llegar: el gran basurero de Filipinas, las maras de Honduras, la homofobia en Polonia, la India contaminada, la Turquía del terremoto y la muy desigual Sudáfrica. ¿Puede llegar a agobiar al espectador el retrato de entornos tan hostiles? No todo es tremendo: hay momentos de relajo con los entrevistados en los que vemos a Ariza comiendo alacranes en México o gusanos enormes en Perú —eso es ser cosmopolita—; o visitando un café de mascotas surcoreano donde te dejan acariciar a un perrillo. Hay costumbrismo: pasean por mercados, entran en tiendas, dialogan con parroquianos, como en los otros programas de viajeros. Y, por supuesto, hay belleza natural y cultural. La pregunta es inevitable: si lo que aquí destaca es lo más inhóspito, ¿qué hacen los emigrantes allí? La respuesta es previsible: les amarra a esas tierras el amor, o el trabajo, o las dos cosas; eso también ocurre en Españoles en el mundo.
Los reportajes están hechos con la buena factura marca de la casa, con todo su contexto y sin regodearse en lo más morboso. Se acusa a menudo a los periodistas de contar solo lo malo, y quizás haya motivos para ello, pero en el horario de máxima audiencia parece funcionar mucho mejor lo amable. Los espectadores no han respondido en masa a Españoles en conflictos: el pasado miércoles (noche de Champions, es un atenuante) hizo un 4,1%. Estas historias de Almudena Ariza también son parte de la verdad de los españoles repartidos por el planeta. Pero es la verdad que nos agrada menos ver.
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