La resistencia de las afganas: “Si nos escondemos, ganan ellos”
En el documental ‘Afganistán no es país para mujeres’, la reportera Ramita Navai recorre el país con aquellas que desafían la represión de los talibanes. Y que son detenidas y torturadas
El 8 de marzo de 2022, las calles de Kabul están repletas de hombres armados. No van a tolerar manifestaciones por el día de la mujer. Una asamblea de mujeres se reúne clandestinamente en un local. Se dejan filmar a cara descubierta por la periodista. Saben que los servicios de inteligencia de los talibanes las están vigilando. “Lo hago por mis tres hermanas pequeñas, para que ellas no acaben sometidas”, cuenta una. “Si nos escondemos en nuestras casas, ganan ellos”. Hace falta valor.
Muchos países se disputan el título de peor lugar del mundo para vivir; para las mujeres hay pocas dudas: es Afganistán. El único que prohíbe la educación de las niñas a partir de los 12 años. La mujer allí debe ser invisible, cubierta de cabeza a pies, también el rostro. No puede viajar si no va acompañada por un varón de su familia. Casi todas las que trabajaban han perdido sus empleos. Muchas son casadas a la fuerza, adultas o niñas. Hay detenciones arbitrarias y desapariciones. Es frecuente, e impune, la tortura.
Esa invisibilidad de la mujer le sirvió a Ramita Navai, reportera británica de origen iraní, para recorrer el país en dos visitas entre noviembre de 2021, tres meses después de que se precipitara la salida de los últimos soldados de EE UU, y marzo de 2022, cuando los talibanes habían consolidado su dominio sobre el Estado fallido. Pretendía comprobar si era cierto, como decían, que el régimen se había moderado en busca de reconocimiento internacional. La respuesta es un rotundo no y se narra en el documental Afganistán no es país para mujeres (en Movistar Plus+).
En su primera visita, en noviembre, lo que había sido el Ministerio de la Mujer ya había sido rebautizado como de la Virtud y la Prevención del Vicio, pero en su muro blanco eran visibles grafitis feministas. Aún cabía algún tipo de protesta, como las de las funcionarias despedidas. En marzo, en esa pared ya solo se veía un gran cartel indicando cómo vestir el burka.
La periodista pasa por Kabul y por ciudades periféricas como Herat, donde la represión es aún más feroz. Conoce a mujeres detenidas por “inmoralidad” durante meses, sin intervención judicial, registro oficial alguno ni comunicación a sus familias. Incluso, y esto parece apuntar que esa dictadura es aún caótica y chapucera, se mete en uno de los centros de detención en busca de una joven desaparecida y la encuentra. Varias de ellas cuentan que han sido torturadas con descargas eléctricas de pistolas táser. La reportera recoge también testimonios sobre chicas obligadas a casarse con talibanes, de acuerdo con sus familias, sacadas de las cárceles o directamente secuestradas. Sabe de víctimas de violencia machista que se arriesgan a ser encarceladas si lo denuncian.
Y, lo más valioso, Navai logra acercarse a la resistencia, la de las mujeres que dan la cara ante la cámara (otras entrevistadas piden que su rostro sea pixelado) y se niegan a rendirse. Que organizan manifestaciones por sorpresa, rápidamente aplastadas. Y que cuentan con una red de pisos francos para esconder a las perseguidas y sus familias mientras hallan la forma de sacarlos del país. Antes de irse, la periodista entrevista a un portavoz del Gobierno talibán y le cuenta todo lo que ha visto. Y él responde, sin inmutarse ni mirarla a la cara, que nada de lo que dice es verdad. La reportera, como el espectador, hará bien en creerse más lo que ha visto con sus propios ojos.
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